Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
Amado por “culturetas” de ocasión y defenestrado por
personas que sólo pueden sumar cifras de dos dígitos por calculadora, el libro
es parte de la vida de toda la humanidad. Bandera de egocentrismo académico y
estigma para conseguir novia de cuerpo sospechosamente anoréxico, refugio para personas solitarias y tema de
conversación en Starbucks, los libros son vituperados, amados, coleccionados,
maltratados, fotocopiados, autografiados y rayados con marcadores de aceite
desde tiempos remotos. El libro, en este día de fiesta, es el pretexto perfecto
para decir: “He leído a Dostoievski y a Víctor Hugo”, y que nuestros amigos se
sorprendan mientras piensen, “nuestro amigo es un pinche ratón de biblioteca,
de seguro no tiene vida social y debe ser un sangrón de primera”.
Hay gente que compra los libros por la legibilidad de sus
caracteres, la calidad de la pasta dura, el colorido de la portada, el
porcentaje de descuento que poseen o la cantidad de páginas que contiene.
Pocos, por no decir nadie, los adquiere por la calidad del escrito o la
importancia cultural del autor. Eso sí, hay una convención que nunca cambiará en
un cliente de librería. Es el acto casi religioso de adquirir un libro nuevo,
arrancarle el plástico, oler con fruición las hojas, para acto seguido alzar el
ejemplar en algún rincón olvidado de tu casa y no volverlo a abrir hasta que el
blanco del papel se vuelva amarillento. También el café es parte del modus
vivendi de un lector, usado como energético para afrontar la pesada penitencia
de leer “Ulises” de James Joyce o entender las ecuaciones de Baldor.
Los libros, ese sinónimo de cultura tan sobreestimado y tan
infravalorado a la vez. Existen académicos, influidos por los postulados del
posmodernismo, que piensan en emular a Umberto Eco y quieren descubrir intenciones
ocultas hasta en la tipografía del texto. Pretenden que el libro sea el centro
del mundo y del conocimiento, cuando no es más que una porción, como el ciego
que toca la oreja del elefante y cree que es un papalote o algo similar. Pero
también están los profetas del empirismo “a la fuerza”, que no leen libros
porque son un fastidio pero siguen siendo timados por los comerciantes, perdiendo
sus empleos, y empleando un vocabulario cuyas palabras pueden contarse con los
dedos de las manos.
Mi relación con los libros es un mundo de claroscuros. He
leído buenos, malos, muy malos, pésimos, y la obra de autoayuda de Osho y Og
Mandino. Grandes novelas como “Los Miserables”, “Crimen y Castigo” o “Grandes
Esperanzas” han deleitado mis ratos libres con historias épicas. Pero no todo
es disfrute. He sufrido con Marvin Harris gracias a los reportes de lectura de
Antropología, he reído con las descripciones tan arquetípicas de Dan Brown, he
sufrido de quebrantos en mi razón tratando de entender una sola oración de
Jurgen Habermas o Martin Heidegger, y no terminé de colorear “Huckleberry Finn”,
en su versión infantil. Logré sacar decenas de ejemplares de las bibliotecas
para entregarlos en la mitad de su lectura luego de una semana, deshojé la
Biblia cuando era niño porque me gustaba cargarla bajo mi regazo como
evangelista o testigo de Jehova y aprendí que gente como Shaquille O’Neal,
Rhonda Byrne o el imbécil que tradujo “El Gran Gatsby” de Scott Fitzgerald
deben tener una orden de restricción a escribir libros.
George Bush hace gala de su erudición y vasta afición a la lectura |
Nunca olvidaré aquellas tardes en las que, sin mucho por
hacer en los tiempos muertos en el Internado donde estudié la primaria, sacaba
mi libro de historia de México de sexto año y leía acontecimientos que en aquel
momento me parecían impresionantes. Me imaginaba siendo Pedro María Anaya,
respondiendo a los invasores gringos con ademanes declamatorios, “si tuviéramos
parque, ustedes no estarían aquí”. O
Ignacio Zaragoza, con sus lentes de Nerd del siglo XIX, comunicando al presidente Juárez “las armas
nacionales se han cubierto de gloria”, aunque un año después de la Batalla de
Puebla el ejército francés hizo inútil aquella victoria militar. Con ese libro
también aprendí que Guadalupe Victoria no era una señora vieja que rezaba todos
los días en la iglesia y que de la guerra cristera hasta nuestros tiempos
México es un país moderno y con progreso, lleno de paz y prosperidad. Bueno,
era la inocencia de niño.
Reconozco que soy un ejemplar exótico a la hora de hablar de
los libros. Excentricidad que llega a ser “farolismo”, como esas personas que acuden
a conciertos de Plácido Domingo sin tener una jodida idea (o al menos sensibilidad)
sobre música clásica. Me acuerdo de los títulos de muchas obras y de los
nombres de cientos de escritores, pero la mayoría pendientes por leer. Cargo
con cinco o seis libros en la mochila, para entretenerme con los semáforos de
las avenidas o la música de piano tan soporífera que ponen de “soundtrack” en
algunos camiones. Me atiborro de datos inútiles en las enciclopedias generales
(como el nombre de una escritora bosnia desconocida o el tamaño del planeta
Urano), pantagruélico de conocimiento, y al día siguiente me olvido de esa
información, con una memoria que
empequeñece cual Gulliver en Lilliput, país de los enanos.
¿Cómo escribió este hombre su libro?. Peor aún, ¿sabe que lo escrito en esa especie de ladrillo representa un libro? |
El que no lee ni los volantes de restaurantes orientales, es
objeto de escarnio público, aunque una mayoría aplastante prefiera ver los
melodramas de Televisa o las adaptaciones del “Señor de los Anillos” en el
cine. Nuestro muñeco de plástico, Enrique Peña Nieto, el hombre del pelo más
enhiesto del país, en vez de adjudicar libros de Carlos Fuentes a Enrique
Krauze, debió reflexionar. “Aquellos que me critican por mi fodongería lectora
son los mismos que escriben con emoticones y ortografía cavernaria, que
seguramente tampoco han leído de un libro más que la contraportada y reprueban exámenes
de lecto-comprensión en sus escuelas”. Al fin y al cabo, los que leen muchos
libros no hacen ganar elecciones. Gracias a Dios, añado.
Aunque haya voces agoreras que pronostiquen la defunción del
libro (una tontería cuya bibliografía cubriría todas las estanterías de la Biblioteca
del Congreso en Washington), este seguirá existiendo. Será protagonista de
grandes acontecimientos, como lecturas en voz alta los 23 de abril, objeto de cambalache
en tianguis culturales patrocinados por departamentos de cultura estatales,
como base para recargar proyectores en las universidades, objeto de veneración
por acumuladores de polvo y tierra, y objeto contundente para golpear cabezas
de personas non gratas. Pero, haciendo un análisis más sereno y al mismo tiempo
más entrañable, el libro es la columna que sostiene el mundo, el transmisor del
legado de toda una especie. Gracias a nosotros mismos, la humanidad, por
regalarnos el único objeto de valor en este mundo, el puntal de la civilización
moderna. El libro.
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