Por Andrés Gallegos
Preludio
Mi compañera periodista Priscila
Hernández realizó una investigación sobre una falsa cura del autismo que circula en Internet. Kerri Rivera,
una aparente doctora de Puerto Vallarta, asegura que los niños pueden aliviarse
tomando un suplemento mineral milagroso que contiene dióxido de cloro, una
sustancia con graves riesgos para la salud. El autismo, una afección
neurológica con consecuencias en la interacción social de quien lo padece, que
la ciencia médica la cataloga de no curable, pasa a ser una enfermedad provocada
por microbios curada por lavativas milagrosas.
Este tema me motivó a escribir
sobre experiencias propias relacionadas con el tema del autismo, pero sobretodo
con la visión discriminatoria que la gente tiene del “anormal”, del “enfermo” y
cómo esto también afecta a las personas que sufren esta enfermedad. Aporto mis vivencias como un complemento a
esta notable investigación de Priscila Hernández, que pueden consultar en estos
enlaces:
I
La peor mierda que puede tragar
un padre es que desprecien a su hijo.
Te arrojan la pestilencia, como
los zorrillos, y asimilas el mal olor con una sonrisa condescendiente.
Presumimos la joya más preciada
de nuestra labor orfebre. Pero los demás la catalogaron de baratija.
La frustración del que ama, y es
vilipendiado por ello, del que entrega lo mejor de su alma, y es avergonzado,
es el dolor que rebasa la anestesia, la memoria que enferma el recuerdo y lo
convierte en resentimiento.
Padres precoces, sin suficiente
amor para volcarlo en la mayor responsabilidad de nuestras jóvenes vidas,
buscamos en nuestros parientes respiros que aliviaran la tensión y nos ayudaran
a darle caricias al niño que apenas surcaba el inmenso océano de la vida.
Pero los tripulantes del barco
nos arrojaron al mar. Exiliados de la aprobación social, nos orillaron a ser
padres en la soledad náufraga de la isla.
Sobrevivimos. Todos los padres
sienten la obligación de no ahogarse junto a sus hijos. Pero no olvidamos las
incomodidades sufridas ni las gargantas enrojecidas por tanto grito contenido y
tanta saliva atragantada.
No esperen que los demás quieran
a sus hijos. Hay mucha hipocresía, cálculo y burocracia en los tíos, primos,
sobrinos, hermanos, incluso abuelos, para aprobar las cosechas ajenas. Aunque
hay excepciones
Nuestro niño era único, y por eso
lo ningunearon. Nuestro hijo hacía cosas que los otros niños no hacían, y por
eso los familiares que aman a los bebés en serie lo repudiaron.
Tantas miradas inquisitorias,
tantos comentarios desalentadores, nos hicieron débiles. La presión social
dictaminó que nuestro hijo estaba enfermo. Y fuimos a que lo curaran de su
mente enloquecida.
“Seguramente es autista”, “tiene
el síndrome de Asperger”, “llévalo a examinar, creo que está mal de la cabeza”.
Y creímos educar a un engendro. Los hijos enfermos, anormales, no son chistosos
para los familiares que tratan a los bebés como objetos de circo. Los asustan, como la mujer barbuda o el
hombre elefante.
No busquen comprensión en la
familia. Los hijos diferentes no les merecen piedad ni compasión.
Tienen a sus padres. Con eso les
basta.
II
Es cierto que Andresito llora
mucho, pero todos los niños son igual de chillones y latosos. También sé que mi
nieto casi no habla, pero supongo que hay niños que hablan más tarde que otros.
Se lo digo por experiencia, mi esposo David también aprendió a hablar ya bien
grande, como a los seis años. Entonces,
eso de que Andresito está enfermo es mentira. Eso de llevarlo al hospital, y
allá a Zamora cada fin de semana para unas clases de no sé qué, me parecen más
bien ocurrencias de mi hija Sara y su marido. Ya les dije que mi nieto está muy
chulo y sano, además es bien tragón. Déjenlo crecer, les digo, y verán que
normal y guapo se pondrá.
No sé de qué tanto se preocupan
estas mensas de mis hijas por cómo es Andresito. Que si porqué llora tanto,
porqué no habla, porqué anda todo el tiempo queriendo que la mamá lo lleve de
un lado a otro, que porqué sigue usando el pañal y le da miedo ir al baño, que
si no tendrá algún problema de conducta. A mi esas cosas me parecen babosadas.
Yo solo sé que mi nieto siempre me da un beso en la mejilla cuando me ve, y un
día me tiró al suelo porque corrió a darme un abrazo. También es un hijito de
la chingada. Una tarde no me avisó que saldría a la calle y tuvimos que
llamarle a mi nieto Miguel para que lo encontrara, dizque se había perdido. Yo
creo que Andresito ya sabía el camino de regreso a la casa, andaba aburrido y
quiso recorrer el pueblo, pero se hizo de noche y todavía no volvía. Eso nos
asustó mucho, pero cuando regresó yo lo vi como si nada al cabrón.
Pero es que sus padres son bastante…como
le digo…nerviosos. Les entran las preocupaciones en el cuerpo como jicarazos de
agua helada y se asustan como si le vieran la cola al diablo. Andan de aquí para
allá, como ovejas perdidas en la loma, llevando al niño de un lado a otro para
ver si está enfermito cuando no lo está. “Es que no habla”, me dicen. “Algún
día hablará”, les respondo. Mi nieto me recuerda a mi marido, nunca hablan si
no es para decir algo importante. Tengo
miedo de que tanta llevadera, tantas visitas a doctores, dejen a mi querido
nieto todo malo y enfermito, que ahora sí me lo dejen loco, y eso es algo que
no soportaría en una familia. Una vez ya casi le andaba quitando el hijo a
Sara, para que se dejara de las locuras esas que tiene, esas voces que le dicen
que su niño está mal de la cabeza
- ¿A dónde chingados llevas a
Andrés? – le dije, sin saber muy bien porqué iban tan temprano a la central de
Zamora
- Ya se lo dije, amá. Lo vamos a
llevar a Morelia, a que le hagan un encefalograma
- ¿A hacerle qué?
- Le van a checar algo en la cabeza,
para ver si tiene algo malo
- ¿Lo van a operar?. No voy a
dejar que le abran la cabeza a Andrés. Si serás pendeja.
- No amá, nada más le van a hacer
unos estudios.
- Así déjenmelo, para mí está
bien.
Y estoy convencida de que
Andresito está bien, porque estos ojos de anciana que han visto a tantos hijos,
sobrinos y nietos crecer me han dado la experiencia suficiente para identificar
el buen olor de lo quemado, lo que sirve con lo que está echado a perder. Y créame
cuando le digo que no solo mi nieto, sino todos los bebés, son bendiciones del
Señor Santísimo. Ruego a Dios que a Andresito lo bendiga y lo cuide, porque él
no es malo ni ha hecho nada malo. Si lo tuviera entre brazos, si lo oyera
cuando me dice “abuelita” y se me encima para pedirme un birote calientito de
los que hace su abuelo o cuando me pide que le eche más comida al plato, no
andarían diciendo esas cosas de él.
III
Cuando niños más grandes lo
retaban a golpes, él les aventaba piedras y les lanzaba insultos a chillidos.
Tenían que llamar a su padre, el cartero, para que dejara de ponerle sellos y
códigos postales a los sobres de la mesa, le quitara el candado a la bicicleta
y pedaleara con la premura de un Eddy Merckx. La razón, su hijo se volvió a
pelear, y le dejó la nariz ensangrentada a un compañero de escuela.
Juan Carlos pensaba en aquella
infancia bronca, repleta de reyertas y pleitos, pero con atardeceres
crepusculares de felicidad. Como cuando se iba a nadar al río a escuchar el
agua chapotear detrás de sus brazadas. Podía ser como uno de esos peces que amaban
el agua y a ella le debían la vida, aunque no lo supieran. Nadar metros,
kilómetros, recorrer el mundo con sus larguiruchos brazos como aletas hasta que
la luna acurrucara con sus vientos cálidos a aquel joven con vocación de barco,
a ese muchacho que podía dormir en aquel lecho fluvial hasta que la corriente
lo llevara a nuevos paraísos en nuevos amaneceres.
Pero aquel joven padre de familia
parecía un títere deshilachado. Viajaba en aquel camión rumbo a Morelia y
pensaba que aquella valentía de niño se le esfumó para siempre, entre botellas
de cerveza y esos amigos impredecibles, que lo mismo se reían de sus chistes
colorados que le ponían un cuchillo en la cara. Se lamentaba de no tener los
huevos de ese niño para partirle su madre a Jesús, uno de tantos tíos nebulosos
que también decían querer a su hijo Andrés. Abrirle la jeta de un solo puñetazo
en ese momento en que Andrés forcejeaba alegremente con un niño que padecía Síndrome
de Down y ese hijo de puta decía entre risas:
- Déjenlos, de todos modos están
igualitos
Pero allí estaba, acomodándose el
cuerpo en esa silla tan llena de escozores que parecía un hormiguero, y
aclarándose la garganta miles de veces, mientras le decía a su esposa que todo
estaba bien, que vas a ver Morelia lo bonita que es, con su centro y sus
iglesias; la ciudad perfecta para vivir. Pero veía a su bebé, que dormía en
brazos de su madre, lo miraba con estupor, como si lo viera por vez primera, y
le costaba creer que ese niño que amaba tanto que hasta se comía sus babas,
fuera un bebé con “posibles problemas mentales” y “trastornos de conducta”,
según le dijeron en el Centro de Atención Psicopedagógica de Educación
Preescolar de Zamora.
Llegó a pedirle a Dios por un
bebé más normal, más apetecible para los arrumacos familiares, tan bonito que
encandilara con su belleza a su abuela paterna, esa señora que nunca quiso un
hijo de aquel vientre corrupto de esa mujer morena y con chinos que parecían
medusas, como los de una bruja que encandiló a su hijito Juan. O que al menos
recibiera alguna prueba de legitimidad de su mejor creación de amor, y se
topaba con esa hermana que se atrevió a llamar “puta” a su esposa por ver al
bebé tan chino como la mamá. Pero ese niño que todavía duerme mientras los primeros
rayos del sol se asoman por la ventana del autobús no parecía darle señales de
tranquilidad.
Y así, en la cama donde Andrés
dormía en su cuarto, Juan Carlos lo veía y para sus adentros lo animaba. Que
hablara, que dijera algo, que jugara con otros niños, que fuera como el resto,
para él como padre no sufrir con la duda. ¿Y si me enviaste algo especial?,
¿cuánta es la carga extra que tendré que llevar?. ¿Por qué le cuesta tanto ir
al baño?, ¿por qué sigue usando el pañal?, ¿Por qué le da tanto miedo usar la
bicicleta que le compré, y no se sube a pedalear, solo lo anda paseando
sosteniéndolo del manubrio y el asiento?. Las noches fueron largas, Juan Carlos
le pedía respuestas a las estrellas, les preguntaba sin hablar si su hijo
realmente tenía una enfermedad mental, si realmente tenía eso que los médicos
llaman “autismo”, si su hijo debía vivir solitario e incomprendido el resto de
su vida. La noche le respondía con el canto de los grillos y el blanco parpadear
de los ojos celestes.
Finalmente arribó el camión a la
Central de Morelia. Todo dependería del encefalograma que le harían a su hijo,
el examen que respondería a todas sus dudas, amontonadas en el costal que Juan
Carlos llevaba en sus espaldas. Mientras recorría el pasillo del autobús para
bajar, aquel joven padre sentía paralíticas las piernas y la frente adolorida
de tantos brincos de carretera. Miró otra vez a su bebé y lo despertó con un
revoloteo en la cabeza.
- Ya llegamos hermoso
IV
Muchos padres vienen conmigo preocupados
porque creen que sus hijos tienen problemas mentales. Me piden pastillas,
sueros, algo rápido para volverlos chicos buenos, y temen que sean niños especiales.
Vi en Internet que hay una doctora que
vende curas contra el autismo, y los padres crédulos o desesperados se gastan fortunas en
brebajes supuestamente mágicos que solo empeoran la salud de los pobres niños. El autismo es una enfermedad no curable, pero
se puede tratar con terapia, y sobretodo, empatía. Un pequeño porcentaje de la población padece autismo y a este
sector hay que comprenderlo, no estigmatizarlo ni tratarlo como gente loca.
Creo que de todos los niños que han
acudido a mi consultorio, ninguno tiene el espectro autista o el síndrome de
Asperger. El problema de muchos padres es que quieren tener hijos modelo desde
que nacen. Cualquier anomalía en su crecimiento lo ven como algo terrible y ya
lo estigmatizan como loco. La sociedad, que poco o nada sabe sobre
epistemología genética, neurología o psicopedagogía, coloca una etiqueta basada
en sus prejuicios, y al niño que parece solitario, que no le gusta mucho jugar
con otros compañeritos de escuela, lo relegan y lo convierten en anormal. Hay
un filósofo francés, Michel Foucault, dice que quienes tienen el poder generan
un discurso que categoriza a los sanos de los locos y aísla a los que no entran
en la categoría de “normal”. Aunque la verdad no soy un seguidor de las teorías
del francés, cuando veo a los padres asustados por la “anormalidad” de sus
hijos basándose en lo que una suegra les dijo o un primo de un hermano les
comentó, veo que todavía la sociedad tiene una gran influencia en la mentalidad
de la madre y el padre, llegando a despreciar el amor a sus hijos.
Les contaré un caso que me
sucedió hace como veinte años. Unos padres de familia, recuerdo que el señor
era de Sonora y la madre era china, muy parecida al hijo, me pidieron que le
hiciera un encefalograma a su bebé por encargo de un centro pedagógico de
Zamora. Me dijeron que su niño no podía hablar, que lloraba a gritos cuando
ponían música a todo volumen, que hacía cosas raras, como pelearse a mordidas
con un perro que tenían en la casa, y que todavía no sabía abrocharse las
agujetas de los zapatos. Le pregunté a la criatura cuál era su nombre, y me
respondió Andrés. Le dije que si quería pasar a conocer el centro de salud, dijo
sin ningún temor que sí y me tomó de la mano como si me conociera de años y
fuera un familiar de confianza. Los padres se asustaron, pero los paré en seco
diciéndoles que el niño quería venir conmigo.
Pasó un buen rato, conocí al niño,
platiqué con él. Descubrí que era un bebé de 4 años con una mente de un infante
de ocho años. Me confesó que le aburría mucho recortar con tijeras y prefería
jugar con unos números que tenían en el kínder donde estudiaba. Regresé con sus
padres y les dije, “su hijo no tiene absolutamente nada”, y les hice unas
recomendaciones para que explotaran las cualidades de ese bebé, que en absoluto
era autista ni tenía Síndrome de Down (¡no sé de dónde saco esa idea el padre!).
Les pedí que me informaran de los avances de su hijo. Así lo hicieron
Después la madre me comentó sobre
lo que le pusieron a hacer a Andrés. Le compraron mapas para que se aprendiera
las capitales de los países del mundo, y me aseguraron que ya se sabía los
nombres de todas las naciones de América y Europa. También recuerdo que le dieron
unas letras de plástico para que formara palabras con ellas, y el niño se les
pasaba pidiendo a sus padres otro abecedario porque no tenía suficientes
vocales para formar más vocablos. Lo pusieron a hacer series numéricas para
pasar el rato y el chiquillo las hacía al derecho y al revés, del uno al mil y
del mil al uno. Me llegaron a decir que le gustaba tanto ver las letras de los
libros que andaba cargando una biblia de un lado a otro, como si fuese un padre
evangélico. “Me parece que ustedes eran los locos y no su hijo”, le comenté. La
madre solo se rió.
No sé qué fue de Andrés y de sus
padres. Pero es un buen ejemplo para todos aquellos que vienen a diagnosticarles
falsas enfermedades a sus hijos, cuando realmente son los mismos padres quienes
los lastiman, los frustran y los aíslan. No siempre lo hacen de mala fe,
aclaro. La familia misma no sabe sobre las capacidades y talentos de sus hijos.
Mi trabajo es impulsar las vidas de esos infantes incomprendidos pero
maravillosos. Oriento a los padres y les disipo sus miedos. Treinta años de
hacer este trabajo me pone de buen humor. Creo que colaboro con algo muy
importante para la profesión médica y la sociedad en general.
Final
El autismo no es una enfermedad
que se cure con soluciones mágicas. Se trata con comprensión, cariño, amor. Este
escrito no es solo para los autistas, sino para todo aquel niño que es segregado
por ser diferente. Solo mediante el reconocimiento de las diferencias
comprenderemos la inmensidad de este universo.