lunes, 14 de diciembre de 2015

Un amigo de alto rendimiento

Por Andrés Gallegos

I

“Estimado Felipe:

Disculpa por escribir esta carta con dos años y medio de retraso. Lamento que mi amistad contigo sea como los cometas, una estrella fugaz que se aparece cada periodo prolongado de tiempo. Mis buenos propósitos duran tanto como un recuerdo en la cabeza de Dory, la pez azul de Buscando a Nemo. Pero antes de que se me vuelva a olvidar, aprovecho para agradecerte por invitarme a tu fiesta de graduación.

Me dio mucho gusto verte con una felicidad tan erguida, que llegué a pensar si realmente tu lugar era como reportero en un medio de comunicación o en una duela de baloncesto. Cuando me presentaste a tu familia diciendo “este es el joven de quien les hablaba”, rememoraste mi graduación, en donde mi padre, un palo de escoba con patas, se puso a bailar (seguramente por algún embrujo) por primera vez desde su matrimonio hace más de 20 años. Eras un cántaro tan rebosante de sueños, que yo me empapé de ellos y calmaba mi sed mientras bebía, “si, eso es lo que VAMOS a llegar a ser”.  

Seguramente me dirás “muchas gracias, tocayo, fue muy importante que usted fuera a aquella fiesta”. Pero aún no sabes lo importante que esa invitación fue para mí. Cuando les comenté a mis padres que un muchacho llamado Felipe me pedía acompañarlo a su fiesta de graduación, ellos se entusiasmaron más que yo, quién no terminaba de creerlo. “Pero si no lo he frecuentado tantas veces como al Nava o al Gerard, ¿qué habrá visto él en mi para hacerme esa invitación?”. Me respondieron “eres un ejemplo para muchos, pero aún no te has percatado”, “¿ejemplo de qué?”, “de ser una buena persona, aunque eres tan acomplejado que apenas lo percibes. Ve a Ocotlán, ándale, mientras aprovechamos para limpiar tu mugrero de cuarto”.

Creo que una de las grandes cualidades de los amigos es que motivan a percatarte de tus propias virtudes. Con ellos, nos volvemos menos agrestes, solemnes, apáticos. En definitiva, menos culeros. No olvidaré que, motivado por esa invitación, dejé de lado los juicios fatalistas sobre mí mismo. Aprendí a ser agradecido con los que te brindan cariño, a abandonar el egoísmo que todo lo pide y nunca se ofrece. Fuiste muy gentil al pedirme que te acompañara, y espero que esa presencia mía, muchas veces distraída y perezosa,  haya sido estimulante para ti.

Dormí bien aquella noche. Perdona por no cumplir uno de tus sueños, que era despedirnos juntos en el programa de radio “Alto rendimiento”, hablando de deportes y esos temas que tanto nos gustan. Lástima que nuestra predicción de que a Gerardo Martino le iba a ir bien en el Barcelona fue fallida. El “Tata” nada más no dio el ancho (no es albur).

Con afecto: Andrés”.

II

¿Te acuerdas de esas pláticas futboleras?. Andábamos el Toño, tú y yo, hablando y hablando, con premura para que no se nos agotara el tiempo de plática, en voz alta para que la gente escuchara nuestro borlote. Empezaste diciendo que cómo veías a nuestras Chivas, y yo decía “de la chingada”, y nos reímos con esa risa lastimera y estruendosa que disfraza las miserias con bromas que intentan sujetar al optimismo de las greñas para que no se vaya. Después el Toño decía que los partidos de Chivas se volvían más aburridos, y que a los jugadores les faltaba corazón y entrega, y se tocaba el pecho como cerciorándose que el organismo de él si latía con fuerza, no como el de esos mercenarios sin sangre, que apestaban a muertos pero que nadie les había avisado. Después, yo te dije que el mejor partido que había visto en mi vida como aficionado chiva, era aquel 4-0 contra Boca Juniors. Y sonreímos de nuevo con aquellos pinches golazazazos del Bofo Bautista, que traía como perros a los defensores argentinos; con la cara de Abbondanzieri que nada más le faltó llorar aquella noche; del Chuy Corona que le sacó una pelota de gol al Chelo Delgado, y concordamos en que, pese a ser atlista, le agradecíamos aquellos dos grandes partidos que dio con Chivas.

Luego nos quejamos con amargura del pinche juguetito que es la Selección Nacional. Yo te acordaba de aquella misma Libertadores del 2005, y lamentaba con énfasis que, si el pendejo de LaVolpe nos hubiera dejado a los seleccionados de Chivas, y si la puta Confederaciones no se hubiese jugado al mismo tiempo, ese plantel si se andaba chingando al Sao Paulo en la gran final, porque nadie nos podía parar, y jugábamos el mejor futbol de Latinoamérica. Pero tuvimos que jugárnosla con el pendejo de Talavera, que se tragó dos de los tres goles de ese equipillo brasileño, el Paranaense, que no tenían nada y jugaban basura, pero nos echaron de la Copa en semifinales y ni modo, había que guardarse la ilusión para otro momento. De mi parte, no había gritado ningún gol de aquel Tri que según la prensa jugó un futbol maravilloso, para terminar como cuarto de ocho equipos, en un torneo molero de selecciones que de pronto pasó a ser como una segunda Copa del Mundo para los payasos de la prensa deportiva mexicana mediocre y matraquera.

Recordábamos momentos felices, y empezamos a enumerar a nuestros ídolos con premura, como si se nos fueran a olvidar si los dejábamos de recordar. Hablamos de Ramoncito Morales, que le pegaba a los tiros libres como Dios y mandaba unos centros chingones con la zurda, y que además de elegante era una gran persona. Nos acordamos de Ramón Ramírez y su juego creativo, el cual el pendejo de Salvador Martínez Garza lo vendió al América, y nuestro ídolo, incómodo y frustrado, decía defender los colores azulcremas como todo un profesional, pero lo decía de dientes para afuera, porque Ramón era chiva de corazón y jamás jugaría mejor que con nuestra camiseta. Del pinche Bofo intermitente, que cuando quería jugar era un crack, y que le estábamos agradecidos por siempre por aquel gol del título del 2006 contra Toluca. Del Manuel Sol que siempre se la rifó en la contención. Y hasta del Maza Rodríguez, ese troncazo que nos sacó dolores de cabeza al verlo jugar, pero al final le reconocimos su entrega y pundonor… hasta que se vendió por unos cuantos dólares para jugar con las wilas. Luego creo que yo mencioné Oswaldo Sánchez, y el Toño me dijo “no mames, ese jodido traidor que se quede en Santos, nos vendió por el puto dinero”, pero yo lo defendí, diciendo que el guardameta se la rifó con Chivas, y que después de todo, no podíamos recriminarle a alguien que vino procedente del América y se había formado en el Atlas. No sé si tú mencionaste Omar Bravo, y el Toño y yo decíamos que el mochiteco nos caía de la chingada, porque fallaba un montón de goles y además, como en la película de Matando Cabos, está bien pinche visco.

En otro momento te dije que yo ya estaba hasta la madre del dueño idiota que teníamos, y de su esposa Angélica, y que ya no iba al Omnilife como protesta por las continuas cagadas del vende-polvos, tantas que las Chivas tenían más aspecto de fosa séptica que de equipo de futbol. Acto seguido, usted me dijo “le voy a seguir la corriente, tocayo, ya la neta me hartaron las pinches Chivas”, y yo me reí incrédulo como diciendo “este cabrón es más chiva que su primo el Juanito Magallón, y más rojiblanco que el escudo, seguro lo dijo de broma”, pero usted me dijo “es en serio”, y renegaste del imbécil del Chapo Sánchez que no daba un puto pase correcto, del pecho frío de la Pina Arellano que se lesionaba cada dos minutos, del borracho de Marquito Fabián que nomás nos vendía espejitos, y del “Güero” Real, técnico sobrevalorado por la prensa que se cagó en la final de la Libertadores del 2010 con su juego medroso y sus espantosos cambios.

Y luego el Timby salía de algún lado y se ponía a hablar de lo chingón que era su América, y que las pinches Chivas apestosas se iban a ir a jugar contra los Leones Negros en el ascenso. Le decíamos que dejara de mamar con su pinche club sobrevalorado por Telerisa, y el presidente de Periodismo nada más se reía, mientras yo lo hacía para mis adentros al ratificar que él era americanista hasta en su anatomía, ya que tenía el cuello de Cuauhtémoc Blanco y la complexión robusta de Salvador Cabañas. Después aparecía el esperanzado patológico de Luis, y decía que arriba el Atlas aunque gane, y nosotros le respondíamos que cuando les iban a pagar a sus jugadores, antes de que TV Azteca comprara al equipo. Al mismo tiempo, se arrimaba Arturo Ramírez Gallo y nada más se reía y decía a todo “no mames” mientras improvisábamos chistoretes. Pero finalmente todos se tenían que ir a alguna parte, y yo les decía, “hay que vernos de nuevo”, y el Toño decía, “claro que sí tocayo”, y tú decías “cuando quieras”, y nos alejábamos mientras ondeábamos las palmas, y yo ya buscaba un baño porque tenía ganas de mear.

domingo, 29 de noviembre de 2015

"No sufras más, no llores más, que yo ya te esperaré"

Ensayos e historias inspiradas en “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury.
O cómo combinar la literatura con la vida.

Por Andrés Gallegos

I

Mi madre ha llorado muchas veces por culpa mía.

Cuando era niño, ella me visitó en el Internado donde yo estudiaba la primaria. Solo la podía ver los fines de semana, pero en aquella tarde de martes (¿o era miércoles?), estaba allí, toda para mí. Pero me dio pena besarla enfrente de mis compañeros, y la traté como una desconocida. Gruesas gotas de lluvia cayeron sobre aquellas mejillas alborozadas y coquetas, listas para que su niño pudiera divertirse con ellas. Pero el hijo fingió estar aburrido.

Bloqueado ante la imposibilidad (y la indisponibilidad) de escribir la tesis de maestría, yo quemaba las horas de los días con obsesión de pirómano. Como Nerón, incendiaba las fortalezas de mi vida por locuras instantáneas. Mi madre derramó lágrimas que humedecieran la aridez de mi conducta. Pero nada conseguía que mis semillas brotaran de la tierra.

Muchas veces me he preguntado cómo una madre puede amar pese a tantos pesares. Ante tantas muertes que le provocan los hijos, ella responde con la vida. Ante la culpa, opone el olvido. Ante las ofensas, las palabras de amor. Mis manos, brutas y rústicas, son incapaces de reconstruir los destrozos en apariencia irreparables del dolor. Pero ella me ofrece las suyas, pide que me sujete con firmeza a sus palmas y dedos.

Abraza a la vida, no la cuestiones. Solo ama sin memoria, para que todo sea como siempre ha sido y será.

“Silencio – La vieja guiñó un ojo brillante - ¿Quién es usted para discutir lo que pasa? Aquí estamos, ¿Qué es la vida de todos modos?, ¿Quién decide por qué, para qué o dónde? Solo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas. Una segunda oportunidad (…)” 

“¿Qué más natural?¿Qué más inocente?¿Qué más sencillo?. Un hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida. Está demasiado contento” (La tercera expedición).

II

Mis padres llevan 27 años de casados por el registro civil, y casi 20 mediante la iglesia. Las quejas sobre el otro son constantes. Tu padre es un huevón, atenido que todo quiere que le den en la boca al niñito. Tu madre está loca, ponte trucha, mijo, para que no te toque una vieja como esta. ¿Cómo pueden llevar tanto tiempo, juntos, dos personas tan detestables la una para la otra?

Creo que muchos matrimonios perfectos se desmoronan precisamente por aferrarse a ese ideal. Exigimos pureza y eternidad a emociones más bien inestables, abrasivas, febriles y perecederas. Un amor que se apoye en las inmundicias es, paradójicamente, el más limpio. ¿Han oído la frase “te amo como un buen cagar”?. La evacuación de la mierda, la más prosaica de las funciones corporales, es la que determina el funcionamiento del cuerpo.  A nadie le gustan los amoríos demasiado estreñidos o esos amores miedosos y timoratos que provocan chorrillo. Pienso que mis padres permanecen unidos porque han sabido trasladar la filosofía del retrete a la vida.

 “A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro una y otra vez, sin que los dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseo en silencio que él volviera a dedicar mucho tiempo a abrazarla y a tocarla como un arpa pequeña, como tocaba ahora esos increíbles libros.

Pero no. Meneó la cabeza, con un imperceptible encogimiento de hombros. Los párpados se le cerraron sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos hace rudimentarios, pensó” (Ylla)

III

Cada vez que un político, empresario, o esos híbridos entre oradores motivacionales y pastores religiosos que se hacen llamar “emprendedores”, hablan de elevar el número de estudiantes ingenieros, me pongo nervioso. No porque tenga algo en contra de las ingenierías o las ciencias exactas, sino por el abierto desdén a la educación integral del ser humano en beneficio del mercado. No hablan de formar mejores ingenieros o técnicos, sino de incrementarlos, para que el capital tenga “mente de obra”, que no es más que un eufemismo para referirse al nuevo obrero del Siglo XXI, uno con conocimientos específicos y mejores salarios que el trabajador industrial o de maquila tradicional, pero igual de manipulable y desechable por los nuevos patrones.

La famosa innovación no se enfoca en la creatividad del arte o la poesía, sino en la generación de “nuevas ideas” que abran nuevos mercados a explotar por parte de un capital camaleónico. Emprender dejó de ser un punto de partida para la ejecución de proyectos de vida, sino una estrategia de captación de consumidores inéditos. Pero acudes a las bibliotecas de las universidades que defienden estos modelos de formación, y hay más mesas y conexiones para computadoras, que literatura clásica. Los salarios que ganan estas mentes brillantes las invierten en celulares ultramodernos y canciones de artistas pop, para que así el dinero fluya donde tiene que fluir. Plataformas tecnológicas usadas para la disponibilidad abierta de conocimiento o germen de movimientos sociales, se aprovechan para comprar productos de manera más rápida por Internet o con un vago “hacer la vida más fácil” a frecuentadores de antros o directores de ventas.  Mente de obra. Jamás una expresión fue mejor aplicada.

Como Spender, me niego a que la filosofía y el arte, esas cosas de marcianos, perezcan.

 “Los marcianos sabían cómo unir el arte y la vida. El arte fue siempre algo extraño entre nosotros. Lo guardamos en el cuarto del loco de la familia, o lo tomamos en dosis dominicales, tal vez mezclado con religión”.

“Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenemos un talento especial para arruinar las cosas grandes y hermosas”.

“Lo que es raro no es bueno” (Frases de Spender en “Aunque siga brillando la luna”)

IV

Mi abuela materna abandonó la Tierra en medio de juegos de lotería, canciones y cigarros a escondidas. Aunque en sus últimos días tenían que cargarla para llevarla al baño, doña Sara mantuvo la vitalidad de espíritu llevando a rastras un cuerpo ya moribundo y reseco. Se molestaba de las necedades de sus hijas, que a cada rato le llevaban una almohada, las pastillas, el plato de comida que debía degustarse de cierto modo o el inhalador para el asma que nunca aprendió a usar. Era más feliz cuando las nietas, que se volvían igual de hijas de la chingada que las hijas, le presentaban a esos bebés que la llamaban “biscabuela” y le tocaban la cara como quien toca el tronco de un árbol. Su corazón latía en el presente, sin importar que su futuro estuviera repleto de ruinas por su enfisema pulmonar.

Al lado de su viejito, Doña Sara navegaba su barco hacia océanos que ningún cartógrafo registra en sus mapas.  Mientras mi abuelo tocaba la guitarra, ella caminaba a su ritmo forzando las últimas zancadas de su voz áspera al ritmo de una canción que combinaba el castellano con el purépecha.

“Flor de canela, suspiro y suspiro porque me acuerdo de ti”.

Sus hijas, afligidas por el declive de aquella montaña que algún día vieron desde la cima, comían chile de molcajete y cortaban cebollas para la salsa de la comida, para de algún modo disfrazar la tristeza ante aquellos acordes tan melancólicos y vivos.

“No sufras más, no llores más, que yo ya te esperaré”

“¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.

- Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?

- Sí. ¿Tienes miedo?

- ¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas?- El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. - Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.

Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.

 - Jamás nos pondremos de acuerdo - dijo.

 - Admitamos nuestro desacuerdo - dijo el marciano -. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.” (Encuentro nocturno).

V

Ray Bradbury, autor de "Crónicas Marcianas"
Cuando hablamos de manera informal, es sorprendente la facilidad con la que mandamos a chingar a su madre a todo y a todos. “Entonces un cabrón me dijo quién sabe qué y yo le dije, ‘pues si no te gusta puedes irte mucho a la verga’”. Y acto seguido todos ríen y celebran. Aconsejamos del mismo modo. “Pues si la morra te tiene todo bajoneado, mándala directito a chingar a su madre, viejas hay un chingo”. Los psicólogos también lo hacen, aunque ellos utilicen términos como “deshacerte de tus traumas”, “dejarlo todo atrás”, “trasciéndelo” o similares.

Pero en nuestra vida cotidiana, las dependencias son demasiado fuertes para abandonarlas. Queremos dejar de perder el tiempo en Internet, y todos los días estamos con la computadora encendida. Fomentamos relaciones destructivas con el agrado de un masoquista. Trabajamos en chambas que no nos gustan. Prometemos que iremos a visitar a los tíos o a los abuelos, pero nos quedamos en casa. Mandar a la chingada es fácil. Cuando llega el momento de pasar a la práctica, los miedos son los que nos chingan a nosotros.

“El coche se alejó balanceándose en el polvo. El muchacho se incorporó, se volvió, acercó las manos a la boca, y gritó por última vez: - ¡Señor Teece! ¡Señor Teece! ¿Qué va a hacer ahora por las noches? ¿Qué va a hacer por las noches, señor Teece?

Silencio. El automóvil se alejó por el camino y desapareció.

- ¿Qué diablos quiso decir? - murmuró Teece pensativo -. ¿Qué voy a hacer por las noches?

Miró cómo el polvo volvía a posarse en el camino, y de pronto comprendió”. (Un camino a través del aire).

VI

Con el silencio, la mamá grande construye la fortaleza de su alma. La rutina analgésica alivia el transcurrir de los días. Va a la carnicería, riega las plantas, lava la ropa, hace de comer a sus hijos, y de vez en cuando, a los nietos que muy a la fuerza la visitan. No comprenden la pedagogía formadora de su mamá grande, repleta de comentarios con doble intención, alusiones sibilinas a la gordura o delgadez de los vientres, y observaciones que paralizan a los niños y enrojecen a los padres. Visitarla es ejercer un simulacro permanente. El silencio de la mamá grande es capaz de despedazar obras de teatro mal montadas, por lo que hay que tener sensibilidad dramatúrgica para ponerla feliz, aunque no lo exprese verbalmente.

Ni aún con todos sus hijos reunidos para beber, comer y hacerla sentir especial, la mamá grande se siente plenamente satisfecha. La elocuencia de su silencio adquiere un tinte nostálgico. Falta alguien en la mesa. Trata de encontrar esa ausencia en los rostros de las ahijadas, imperfectas para ser esposas de sus adoradas criaturas, o en los nietos, demasiado callados, juguetones, feos o malcriados para sus exigentes estándares. Su obsesiva búsqueda, siempre enmudecida, es incomprendida por la gente que solo conoce a la mamá grande desde la superficie, y la cree hostil, amarga. La niña, su niña, que antes reía en sus brazos se marchó demasiado pronto, como los otros. Pero mientras los demás ya regresaron con ella, ésta hija perdida aún no ha podido encontrar el camino de vuelta.

“En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.

Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. Del mismo modo - pensó La Farge -, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos” (El marciano)

VII

Los dos hermanos fueron al Norte a buscar trabajo. Nunca encontraron uno estable. Los campos de fresas y uvas de California ya guardan para sus visitantes el boleto de vuelta. Su presencia es útil mientras se recoja la cosecha, luego, cierren la puerta al salir.

En casa, sus padres, casi ciegos, los esperan en un taller habilitado como casa, en una colonia con arroyos de tierra. La madre se acaba la vista pintando uñas y cosiendo manteles. El padre desgasta sus córneas con los tornillos y los fierros de los pocos coches que le dan para arreglar. Devotos de las familias estables, ven como sus hijos, orillados por la falta de empleo y los desengaños de amores pasajeros, desgastan días de su vida en familias fracturadas. A la madre, beata de iglesia, la torturan con nuevas noticias: el marido vive con otra, los niños aún no llegan de Estados Unidos, la hija ya le hizo ojitos a otro hombre que no es su esposo, “¿y que va a pasar con mis nietos?. ¡Dios bendito, ten piedad de mí!.

Pero los hijos siempre vuelven. Expulsados de Estados Unidos, regresan con esposas más pacientes que Penélope y niños hermosos que apenas les reconocen sus caras cambiadas por el sol y sus dedos ultrajados por la maleza. Sigue sin haber trabajo estable, pero están donde tienen que estar. En familia, el sueño siempre anhelado por la sufrida madre.

“- ¿Has tenido noticias de Ted este año?

- Y... ya sabes, con un franqueo de cinco dólares por carta no escribo mucho a mi hermana.

VUELVAN.

 - ¿Qué será de Jane? ¿Te acuerdas de mi hermanita Jane?

VUELVAN.

A las tres, en la helada madrugada, el dueño de la tienda de equipajes alzó los brazos. Calle abajo venía mucha gente.

- No he cerrado a propósito. ¿Qué desea, señor?

 Al amanecer, las maletas habían desaparecido de los estantes” (Los Observadores)

VIII

Por equivocación, una mujer marca a mi celular. Después, me manda mensajes de texto preguntándome quién soy. “Es que tu voz me pareció linda”. Mi extrema cautela me hace imaginar a algún extorsionador, un tratante de blancas, o un viejo cuarentón pervertido, detrás de la línea. Marco a su teléfono, y me contesta una voz de mujer. Dice que tiene 27 años, y que se llama Lety. Asegura que tiene muchas ganas de conocerme.  Días después, impulsado no sé muy bien por qué razón, la invito al cine.

Mi curiosidad hacía aquella voz se convierte en una divertida ensoñación. La imagino con el pelo ondulado y largo como un rollo de papiro, unos ojos verdes (¿o negros?) que escudriñan mi rostro como encontrando las partes de mi cara predilectas, unas piernas largas y brillantes como dos columnas de plata. La tomo de las manos, mientras le digo, “me dio mucho gusto conocerte”, y ella me responde, “a mí también, ¿podemos vernos otra vez?”, y yo le respondo que sí, que no hay problema, que mis fines de semana están libres y, ella me dice que por favor le llame, que allí tienes mi número para lo que se te ofrezca…

Dos horas antes de la hora convenida, ella cancela.

Entre dormido y despierto, Gripp murmuraba: Genevieve. Genevieve. Oh, Genevieve, dulce Genevieve, cantó suavemente, los años vendrán, los años se irán, pero Genevieve, dulce Genevieve... Tenía una sensación de calor. Oía aún la voz fresca y dulce que susurraba, cantando: ¡Hola, oh hola! ¡Walter! No es una grabación. ¿Dónde estás, Walter? ¿Dónde estás?

Suspiró y alargó una mano hacia Genevieve a la luz de la luna. Los largos y oscuros cabellos flotaban en el viento. Eran muy hermosos. Y los labios, como rojas pastillas de menta. Y las mejillas, como rosas recién cortadas. Y el cuerpo, como una neblina clara y suave. Y la tibia y dulce voz le cantaba una vez más la vieja y triste canción: Oh, Genevieve, dulce Genevieve, los años vendrán, los años se irán... (Los Pueblos Silenciosos)

lunes, 10 de agosto de 2015

La peor película de la historia

Por Andrés Gallegos
Un capítulo de Los Simpson define "hacer un Homero" como "triunfar a pesar de la idiotez". Tommy Wiseau cumplió esto en la realidad. Un gran incompetente, de orígenes desconocidos, se empeñó en hacer SU película, SU obra maestra, con el mismo talento de un Ed Wood Jr. Consiguió 6 millones de dólares sabrá Dios de dónde, promocionó su opera prima con un espectacular más bien espeluznante, se comparó a si mismo con Tennessee Williams, y finalmente, sacó a la luz el filme más nefasto y desastroso de la historia del cine. Y sin embargo, logró triunfar a pesar de la idiotez.
En 2003, cines estadounidenses estrenaron "The Room". Contaba la historia de Johnny, un portento de virtudes al que su desconsideraba mujer le ponía los cuernos con su mejor amigo, Mark. El drama amoroso era dirigido, escrito, editado, producido y financiado por el hombre orquesta, Tommy Wiseau, que además hacia el papel de Johnny. Por allí había unas tramas secundarias; la mama de Lisa (la esposa infiel) sufría de cáncer y le pedía a su hija que no dejara al marido por su trabajo bien remunerado, un tal Denny tenía problemas con la droga, y todos abrían puertas y jugaban al futbol americano. Consiguió 1800 dólares en recaudación, por dos semanas de exhibición, con gente pidiendo su dinero de regreso media hora después de entrar a la sala.
Todo en la película era fallido. Wiseau era un pésimo actor y sus acompañantes lo equiparaban en incompetencia. La narrativa carecía de coherencia y los personajes eran realmente estúpidos. Casi toda la cinta se realizó en una casa con recursos precarios, y el espectador se preguntaba si esa mierda que veían costaba realmente los 6 millones de dólares que decía valer. La música parecía de película porno. La edición era vergonzante, con escenas totalmente innecesarias y sin ninguna influencia en el desarrollo de la historia. En síntesis, era una telenovela mal hecha, con actuaciones peores que "La Rosa de Guadalupe" y con diálogos igual de imbéciles. El sueño de Wiseau de triunfar en el cine era más sombrío que la foto de él mismo en el espectacular, una mirada perdida y delincuente que se asemejaba más a una historia de terror que un apestoso triángulo amoroso.

Un hombre sin nada que hacer superó la cobardía y se animó a pagar por ver "The Room", agonizante en una sala de cine con las butacas vacías como testimonio de su pronta muerte. El tipo se quedó los 100 minutos que duraba la historia y salió feliz. Recomendó el filme a su grupo de amigos y a todos los lectores de una web humorística en la que trabajaba. La ridiculez de la película era tan asombrosa que hacía reír a carcajadas."The Room" encontró su vocación en la comedia involuntaria. El desastre cinematográfico de Tommy Wiseau era tan estúpido que debía celebrarse.
"The Room" se convirtió en la película estrella de los clubes de cine serie B. Miles de fanáticos y cinéfilos se reúnen a ver esta abominación, en una manifestación colectiva de sarcasmo, en una festividad de lo deforme y lo grotesco, como en los circos ambulantes. Ir a la sala de cine a ver este filme es un ritual al revés, prohíbe los silencios contemplativos y promueve los silbidos y el desmadre. La participación activa del espectador motiva al director a hacer presentaciones de su obra maestra antes y después de la proyección, cobijado por el júbilo de sus fans, y a venderles la película en DVD y Blu-Ray.
Los fans de Wiseau le gritan "puta" a Lisa y tararean la música porno que ponen en cada escena de sexo. Dicen "cuchara" cuando aparece alguna en pantalla y cuentan las puertas que se abren y cierran en la casa de Johnny. Corean los diálogos más idiotas, como "No puedo decírtelo, es confidencial. En otra cosa, ¿como está tu vida sexual?", "Es mierda, no la he golpeado, no lo hice. Oh, Hola Mark" o "Me estás destrozando vivo, Lisa", imitando las nulas habilidades histriónicas de Tommy Wiseau. Pasan por alto que Lisa sepa que su madre tiene cáncer de mama y reaccione como si le no le importara, que el tal Denny quiera acompañar a Johnny y Lisa mientras estos hacen el amor, que los amigos de Johnny se lancen un ovoide vestidos de traje y corbata o que al protagonista apenas se le entiende lo que dice. Aprueban que el protagonista entre a una florería, salude a un perro y a la dependiente, compre unas flores y salga del lugar en 15 segundos. Hasta celebran que muestre su culo sin censura, una estratagema del propio Wiseau para vender su cinta, argumentando que a Brad Pitt le funcionó hacer lo mismo.
El artista desastroso, como lo define Greg Sestero (actor que estelarizó a Mark), encontró reconocimiento gracias a su miseria. En "Ed Wood Jr,", de Tim Burton, el peor director de todos los tiempos tiene una plática de extremos opuestos con su ídolo Orson Welles. Su equivalente moderno Tommy Wiseau, el hombre misterioso que dijo haber financiado su película vendiendo chamarras de cuero, encontró su equivalente con Welles cuando los críticos llamaron a su obra "el Ciudadano Kane de las malas películas". Será un pésimo cineasta, con una película desastrosa, pero al igual que Ed Wood, hay algo de conmovedor en su incompetencia. El fracaso le dio fama a un espeluznante hombre de pelo largo y cara desvencijada, más parecido a un rockero avejentado. Próximamente Hollywood y James Franco contarán su historia. Triunfó a pesar de la idiotez.

Video donde pueden revisar un resumen de la pobreza hilarante de "The Room":


viernes, 8 de mayo de 2015

Cómo saber de sexo y leer en el intento

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Aprendí que leer era malo a los 10 años de edad. Hojeaba una enciclopedia con temas de sexo. Mientras daba vueltas a las páginas pecaminosas, una tía mía ejerció de inquisidora y me cerró el libro de golpe al mismo tiempo que se preguntaba con espanto “¿cómo andan viendo esas cosas?” sin dirigirse a alguien en particular, como esperando que algún otro adulto indignado o el Dios censor de las mentes infantiles le diera el espaldarazo a su inquietud. No le dije nada a mi tía. Estábamos en un funeral de un tío lejano y había que guardar luto, aunque una máquina expendedora de refresco y el montón de niños como yo que corrían y se escondían por los pasillos del salón fúnebre sugerían un ambiente festivo. A los anatemas familiares, mis padres reaccionaron a carcajada limpia. Habían entendido la diferencia entre morbo y el interés de leer para informarse. Aunque yo no entendía nada bien aquellos atlas anatómicos dignos de ser quemados por las buenas conciencias.

Mi primer juguete fue un abecedario de plástico. Las letras eran de varios colores y tenían una corriente bolsa de plástico como estuche. Mis padres me entregaron ese regalo y lo primero que hice fue tirar todas las letras al frío suelo de cemento de la casa donde vivíamos, en un pueblo llamado Tangancícuaro, en una colonia de polvo y lodo con casas de arcilla que tenía el proletario nombre de Antorcha Campesina.  Apenas acudía al kínder y ya sabía distinguir entre una A y una B, entre una vocal y una consonante.  Aún no era consciente de que estaba construyendo, desde mis cinco años de edad, el edificio de mi afición a la lectura. La vida, la familia y algunos libros me regalaron más palabras y el abecedario de juguete era insuficiente para construirlas. Faltaban muchas vocales y algunas de las consonantes más utilizadas en el idioma español, como la C, la R o la T.

Abandoné el alfabeto de plástico y pronto forjé unas manos fuertes, capaces de sostener voluminosos libros. Mis manos, toscas y rústicas para formar pájaros de papel, osos y elefantes decorados con papel de china, carentes de la delicadeza para manejar pegamento líquido o colorear sin salirme de las rayas, eran lo bastante fuertes como para cargar la Biblia. Me pasaba horas dando la vuelta a las delgadas páginas amarillas, sin poner atención a lo que decían esas miles y diminutas letras de inspiración divina, según lo dicho por el hombre de túnica que veía todos los domingos. De tanto que cargué el sagrado ladrillo y mojé sus hojas con mis ensalivados dedos, la Biblia se fatigó como tantos otros libros terrenales desgastados. Las pastas se desprendieron y el lomo se deshilachaba en forma de finos fideos blancos. Pero seguí cargando la Biblia por todos lados. Mis familiares presagiaban un futuro promisorio como predicador evangélico. El pronóstico no se cumplió, pero a mis seis años, conformé una memoria repleta de nombres propios. Aprendí que Matuzalem vivió 969 años, que los hijos de Noé se llamaban Sem, Cam y Jafet, entendí la razón por la cual los hermanos menores son llamados benjamines y sentí predilección por algunos nombres de los libros del Antiguo Testamento. Levítico me parecía un vocablo raro y chistoso por la colindancia de sus íes que al repetirlas me hacían sonreír involuntariamente, Deuteronomio era un trabalenguas que al destrabarlo me inyectaba aires de importancia y consideraba que el profeta Ezequiel tenía un nombre hermoso porque tenía tres es, mi vocal predilecta del alfabeto.

La construcción de una memoria atiborrada de datos y sustantivos propios continuó bajo la tutela de mi padre. Tenía ocho años y estaba a punto de ingresar a tercero de primaria, abandoné Tangancícuaro para vivir en Guadalajara, ciudad que me enamoró por sus semáforos y los cientos de letreros que bautizaban a las calles. Me aprendí el croquis del centro (Juan Manuel, Reforma, Garibaldi, Angulo, Herrera y Cairo, Manuel Acuña, Juan Álvarez…), antes que los sitios turísticos de la Perla Tapatía. En esos tiempos mi padre me compró decenas de láminas didácticas, atractivas por su costo de morralla y su facilidad para leer con la ayuda de una recreación visual de algún dibujante o pintor anónimo, además de pegar ese conocimiento en las hojas del cuaderno al mismo tiempo. 

Casi todas las láminas eran sobre historia de México, lo que permitió saber antes que muchos niños la vida, obra y milagros de Miguel Hidalgo, Morelos (mi héroe favorito de la Independencia), Juárez, Madero y Zapata. No obstante, lo que me hizo ser el centro de atención de otros niños fue el aprendizaje de las capitales de todos los países del globo terráqueo, cual diplomático de la ONU. Mi padre, que trabajaba como merolico, siempre me llevaba con él en su vieja y destartalada carcancha azul a vender pomadas, té y otros milagros de la herbolaria en colonias populares de Guadalajara o en pueblos del estado de Michoacán, que me parecían idílicos por su tranquilidad y su fe en la medicina naturista antes que los narcotraficantes se apoderaran de mi recreación. Mientras las bocinas, colocadas en pie de guerra en el techo del auto, aturdían los oídos de los potenciales clientes reumáticos, tuberculosos, magullados, con huesos rotos, riñones rocosos, nervios amolados y vías urinarias hiperactivas, mi padre me enseñó el mundo en forma de concurso de Jeopardy. 

Con un mapamundi obsoleto y arrugado donde todavía existían la Unión Soviética y Checoslovaquia, el gritaba España y yo le decía Madrid; el me decía Holanda, yo le contestaba Amsterdam; el me preguntaba Irlanda, después de dos o tres segundos de duda, yo le respondía Dublín con tono victorioso, mientras bebía de una botella un sorbo de agua hervida por el calor y me secaba con el brazo los sudores de mediodía que hacían del coche un horno de microondas. Reconozco que no me aprendí todas las capitales, los países de Asia me parecían muy difíciles de asimilar, sobretodo algunos como Bangladesh, Myanmar o Bahrein, cuyas capitales tenían nombres aún más exóticos. Lo mismo ocurría con África, con demasiadas naciones para retenerlas en mi mollera. De Oceanía solo aprendí las capitales de Australia y Nueva Zelanda, el país de las ovejas. Pero de Europa y América, todas las capitales me las sé de memoria. Saber de la existencia de otros países consolidó mi afición a la lectura. Pero hubo algo más importante. El conocimiento del mundo me ayudó a amar a mi padre.

Mi primera visita a una biblioteca hizo bostezar a mi mamá, lo cual me hizo pensar que la mejor manera de acudir a un lugar como este es aburriéndose en solitario. Era un sábado por la mañana y acompañaba a mi madre en el centro de Guadalajara. Ella me invitó a ir a donde quisiera, tal vez esperando que le dijera “al parque”, “al zoológico” o “a una juguetería”. Yo le respondí: “a una biblioteca”. Como desconocíamos la ubicación de estos edificios, caminamos como judíos en el desierto hasta encontrar la tierra prometida en una pequeña biblioteca en la calle de Santa Mónica. Observé los estantes y me intimidé por la cantidad de textos a disposición. Estaba nervioso por conocer caras desconocidas y exponerme en un lugar inédito para mis ojos y mi cuerpo. No tenía idea de que leer y al final tomé por azar una gruesa tabla dura de aspecto enciclopédico. Al final, salí contento de ese edificio, cuyo nombre y ubicación exacta se fugaron de mi memoria, luego de estudiar sin mucho entendimiento algo sobre la historia egipcia.

A pesar de que conformé con el tiempo un gusto especial por los libros, mi afición lectora no se consolidó en las bibliotecas o volando mi imaginación en el País de las Maravillas de Alicia, pintando la cerca con Tom Sawyer o viviendo en la selva con Mowgli y Bagheera. Este privilegio es de las revistas deportivas. Las historias que robustecieron mi infancia y los primeros papeles que devoré con fruición fueron las crónicas de partidos de futbol, los logros de héroes con pantaloncillo corto y las estadísticas que consignaban goles anotados, tarjetas amarillas y nombres completos de los árbitros. 

Mi primera revista, que aún conservo, es de inicios de 1999 (yo tenía ocho años), y se llamaba Deporte Internacional, publicación de Editorial Televisa que desapareció en 2003. En portada, Cuauhtémoc Blanco, con la playera de la selección, disputaba un balón con un jugador de la selección argentina. En las páginas interiores, venía un análisis sobre el Tri de Manuel Lapuente, una pelea de box que perdió Oscar de la Hoya, una entrevista con el entonces entrenador del Necaxa Raúl Arias y un análisis sobre los equipos de la Costa Oeste de la NBA que arrancaban la temporada 1999 luego de meses de huelga, donde conocí a jugadores como Karl Malone, Gary Payton, Hakeem Olajuwon y el entonces novato Tim Duncan. La revista me acompañó a todas partes, a la escuela, en el camión donde aprendí a leer entre brincos y luces tenues de neón, y hasta en la cama, velando mi sueño abrigada entre el colchón y la almohada. Luego de ese ejemplar vinieron muchas más. 

Ahora tengo una colección de centenares de revistas de múltiples temas, desde historia hasta ciencia y tecnología. Pero las lecturas deportivas inocularon en mi cuerpo un gusto especial por las historias, una predisposición a escuchar crónicas y cuentos. Antes que leer a Víctor Hugo o Dickens, aprendí a amar los textos juntando periódicos Esto de tonos sepia y hojeando las secciones deportivas de los diarios de interés general en el baño, preservando la costumbre paterna de adquirir conocimientos resguardados por vapores excrementales. Las crónicas deportivas también significaron un gran impulso para leer otra clase de textos, como los libros de texto gratuitos o las enciclopedias, sin grandes dificultades. Es decir, me unieron para siempre con el conocimiento impreso.

Tiempo después de aquel funeral de mi tío lejano, realicé un discurso ciceroniano sobre educación sexual para un concurso de oratoria en la secundaria que nunca se profirió. El escrito hablaba sobre las enfermedades de transmisión sexual, los órganos reproductores masculinos y femeninos, el apropiado uso del condón y otros temas tabúes para aquella tía casta y virginal. Para hacer ese discurso, examiné detenidamente aquellas hojas enciclopédicas que un día me fueron censuradas. Tanto escándalo para un morbo raquíticamente saciado. Leer sobre sexo dejo de ser malo, paso a ser árido y demasiado científico. Otros nombres para mi luenga memoria: clítoris, gónadas, glándulas mamarias, trompas de Falopio, espermatozoide. Se unen a los nombres de las calles, a las capitales de Europa, a las 26 letras de mi alfabeto de plástico. A las lecturas que marcaron mi infancia.

lunes, 27 de abril de 2015

Experiencias cercanas al autismo

Por Andrés Gallegos

Preludio

Mi compañera periodista Priscila Hernández realizó una investigación sobre una falsa cura del autismo que circula en Internet. Kerri Rivera, una aparente doctora de Puerto Vallarta, asegura que los niños pueden aliviarse tomando un suplemento mineral milagroso que contiene dióxido de cloro, una sustancia con graves riesgos para la salud. El autismo, una afección neurológica con consecuencias en la interacción social de quien lo padece, que la ciencia médica la cataloga de no curable, pasa a ser una enfermedad provocada por microbios curada por lavativas milagrosas.

Este tema me motivó a escribir sobre experiencias propias relacionadas con el tema del autismo, pero sobretodo con la visión discriminatoria que la gente tiene del “anormal”, del “enfermo” y cómo esto también afecta a las personas que sufren esta enfermedad.  Aporto mis vivencias como un complemento a esta notable investigación de Priscila Hernández, que pueden consultar en estos enlaces:



I
La peor mierda que puede tragar un padre es que desprecien a su hijo.

Te arrojan la pestilencia, como los zorrillos, y asimilas el mal olor con una sonrisa condescendiente.

Presumimos la joya más preciada de nuestra labor orfebre. Pero los demás la catalogaron de baratija.

La frustración del que ama, y es vilipendiado por ello, del que entrega lo mejor de su alma, y es avergonzado, es el dolor que rebasa la anestesia, la memoria que enferma el recuerdo y lo convierte en resentimiento.

Padres precoces, sin suficiente amor para volcarlo en la mayor responsabilidad de nuestras jóvenes vidas, buscamos en nuestros parientes respiros que aliviaran la tensión y nos ayudaran a darle caricias al niño que apenas surcaba el inmenso océano de la vida.

Pero los tripulantes del barco nos arrojaron al mar. Exiliados de la aprobación social, nos orillaron a ser padres en la soledad náufraga de la isla.

Sobrevivimos. Todos los padres sienten la obligación de no ahogarse junto a sus hijos. Pero no olvidamos las incomodidades sufridas ni las gargantas enrojecidas por tanto grito contenido y tanta saliva atragantada.

No esperen que los demás quieran a sus hijos. Hay mucha hipocresía, cálculo y burocracia en los tíos, primos, sobrinos, hermanos, incluso abuelos, para aprobar las cosechas ajenas. Aunque hay excepciones

Nuestro niño era único, y por eso lo ningunearon. Nuestro hijo hacía cosas que los otros niños no hacían, y por eso los familiares que aman a los bebés en serie lo repudiaron.

Tantas miradas inquisitorias, tantos comentarios desalentadores, nos hicieron débiles. La presión social dictaminó que nuestro hijo estaba enfermo. Y fuimos a que lo curaran de su mente enloquecida.

“Seguramente es autista”, “tiene el síndrome de Asperger”, “llévalo a examinar, creo que está mal de la cabeza”. Y creímos educar a un engendro. Los hijos enfermos, anormales, no son chistosos para los familiares que tratan a los bebés como objetos de circo.  Los asustan, como la mujer barbuda o el hombre elefante.

No busquen comprensión en la familia. Los hijos diferentes no les merecen piedad ni compasión.

Tienen a sus padres. Con eso les basta.

II

Es cierto que Andresito llora mucho, pero todos los niños son igual de chillones y latosos. También sé que mi nieto casi no habla, pero supongo que hay niños que hablan más tarde que otros. Se lo digo por experiencia, mi esposo David también aprendió a hablar ya bien grande, como a los seis años.  Entonces, eso de que Andresito está enfermo es mentira. Eso de llevarlo al hospital, y allá a Zamora cada fin de semana para unas clases de no sé qué, me parecen más bien ocurrencias de mi hija Sara y su marido. Ya les dije que mi nieto está muy chulo y sano, además es bien tragón. Déjenlo crecer, les digo, y verán que normal y guapo se pondrá.

No sé de qué tanto se preocupan estas mensas de mis hijas por cómo es Andresito. Que si porqué llora tanto, porqué no habla, porqué anda todo el tiempo queriendo que la mamá lo lleve de un lado a otro, que porqué sigue usando el pañal y le da miedo ir al baño, que si no tendrá algún problema de conducta. A mi esas cosas me parecen babosadas. Yo solo sé que mi nieto siempre me da un beso en la mejilla cuando me ve, y un día me tiró al suelo porque corrió a darme un abrazo. También es un hijito de la chingada. Una tarde no me avisó que saldría a la calle y tuvimos que llamarle a mi nieto Miguel para que lo encontrara, dizque se había perdido. Yo creo que Andresito ya sabía el camino de regreso a la casa, andaba aburrido y quiso recorrer el pueblo, pero se hizo de noche y todavía no volvía. Eso nos asustó mucho, pero cuando regresó yo lo vi como si nada al cabrón.

Pero es que sus padres son bastante…como le digo…nerviosos. Les entran las preocupaciones en el cuerpo como jicarazos de agua helada y se asustan como si le vieran la cola al diablo. Andan de aquí para allá, como ovejas perdidas en la loma, llevando al niño de un lado a otro para ver si está enfermito cuando no lo está. “Es que no habla”, me dicen. “Algún día hablará”, les respondo. Mi nieto me recuerda a mi marido, nunca hablan si no es para decir algo importante.  Tengo miedo de que tanta llevadera, tantas visitas a doctores, dejen a mi querido nieto todo malo y enfermito, que ahora sí me lo dejen loco, y eso es algo que no soportaría en una familia. Una vez ya casi le andaba quitando el hijo a Sara, para que se dejara de las locuras esas que tiene, esas voces que le dicen que su niño está mal de la cabeza

- ¿A dónde chingados llevas a Andrés? – le dije, sin saber muy bien porqué iban tan temprano a la central de Zamora

- Ya se lo dije, amá. Lo vamos a llevar a Morelia, a que le hagan un encefalograma

- ¿A hacerle qué?

- Le van a checar algo en la cabeza, para ver si tiene algo malo

- ¿Lo van a operar?. No voy a dejar que le abran la cabeza a Andrés. Si serás pendeja.

- No amá, nada más le van a hacer unos estudios.

- Así déjenmelo, para mí está bien.

Y estoy convencida de que Andresito está bien, porque estos ojos de anciana que han visto a tantos hijos, sobrinos y nietos crecer me han dado la experiencia suficiente para identificar el buen olor de lo quemado, lo que sirve con lo que está echado a perder. Y créame cuando le digo que no solo mi nieto, sino todos los bebés, son bendiciones del Señor Santísimo. Ruego a Dios que a Andresito lo bendiga y lo cuide, porque él no es malo ni ha hecho nada malo. Si lo tuviera entre brazos, si lo oyera cuando me dice “abuelita” y se me encima para pedirme un birote calientito de los que hace su abuelo o cuando me pide que le eche más comida al plato, no andarían diciendo esas cosas de él.

III

Cuando niños más grandes lo retaban a golpes, él les aventaba piedras y les lanzaba insultos a chillidos. Tenían que llamar a su padre, el cartero, para que dejara de ponerle sellos y códigos postales a los sobres de la mesa, le quitara el candado a la bicicleta y pedaleara con la premura de un Eddy Merckx. La razón, su hijo se volvió a pelear, y le dejó la nariz ensangrentada a un compañero de escuela.

Juan Carlos pensaba en aquella infancia bronca, repleta de reyertas y pleitos, pero con atardeceres crepusculares de felicidad. Como cuando se iba a nadar al río a escuchar el agua chapotear detrás de sus brazadas. Podía ser como uno de esos peces que amaban el agua y a ella le debían la vida, aunque no lo supieran. Nadar metros, kilómetros, recorrer el mundo con sus larguiruchos brazos como aletas hasta que la luna acurrucara con sus vientos cálidos a aquel joven con vocación de barco, a ese muchacho que podía dormir en aquel lecho fluvial hasta que la corriente lo llevara a nuevos paraísos en nuevos amaneceres.

Pero aquel joven padre de familia parecía un títere deshilachado. Viajaba en aquel camión rumbo a Morelia y pensaba que aquella valentía de niño se le esfumó para siempre, entre botellas de cerveza y esos amigos impredecibles, que lo mismo se reían de sus chistes colorados que le ponían un cuchillo en la cara. Se lamentaba de no tener los huevos de ese niño para partirle su madre a Jesús, uno de tantos tíos nebulosos que también decían querer a su hijo Andrés. Abrirle la jeta de un solo puñetazo en ese momento en que Andrés forcejeaba alegremente con un niño que padecía Síndrome de Down y ese hijo de puta decía entre risas:

- Déjenlos, de todos modos están igualitos

Pero allí estaba, acomodándose el cuerpo en esa silla tan llena de escozores que parecía un hormiguero, y aclarándose la garganta miles de veces, mientras le decía a su esposa que todo estaba bien, que vas a ver Morelia lo bonita que es, con su centro y sus iglesias; la ciudad perfecta para vivir. Pero veía a su bebé, que dormía en brazos de su madre, lo miraba con estupor, como si lo viera por vez primera, y le costaba creer que ese niño que amaba tanto que hasta se comía sus babas, fuera un bebé con “posibles problemas mentales” y “trastornos de conducta”, según le dijeron en el Centro de Atención Psicopedagógica de Educación Preescolar de Zamora.

Llegó a pedirle a Dios por un bebé más normal, más apetecible para los arrumacos familiares, tan bonito que encandilara con su belleza a su abuela paterna, esa señora que nunca quiso un hijo de aquel vientre corrupto de esa mujer morena y con chinos que parecían medusas, como los de una bruja que encandiló a su hijito Juan. O que al menos recibiera alguna prueba de legitimidad de su mejor creación de amor, y se topaba con esa hermana que se atrevió a llamar “puta” a su esposa por ver al bebé tan chino como la mamá. Pero ese niño que todavía duerme mientras los primeros rayos del sol se asoman por la ventana del autobús no parecía darle señales de tranquilidad.   

Y así, en la cama donde Andrés dormía en su cuarto, Juan Carlos lo veía y para sus adentros lo animaba. Que hablara, que dijera algo, que jugara con otros niños, que fuera como el resto, para él como padre no sufrir con la duda. ¿Y si me enviaste algo especial?, ¿cuánta es la carga extra que tendré que llevar?. ¿Por qué le cuesta tanto ir al baño?, ¿por qué sigue usando el pañal?, ¿Por qué le da tanto miedo usar la bicicleta que le compré, y no se sube a pedalear, solo lo anda paseando sosteniéndolo del manubrio y el asiento?. Las noches fueron largas, Juan Carlos le pedía respuestas a las estrellas, les preguntaba sin hablar si su hijo realmente tenía una enfermedad mental, si realmente tenía eso que los médicos llaman “autismo”, si su hijo debía vivir solitario e incomprendido el resto de su vida. La noche le respondía con el canto de los grillos y el blanco parpadear de los ojos celestes.

Finalmente arribó el camión a la Central de Morelia. Todo dependería del encefalograma que le harían a su hijo, el examen que respondería a todas sus dudas, amontonadas en el costal que Juan Carlos llevaba en sus espaldas. Mientras recorría el pasillo del autobús para bajar, aquel joven padre sentía paralíticas las piernas y la frente adolorida de tantos brincos de carretera. Miró otra vez a su bebé y lo despertó con un revoloteo en la cabeza.

- Ya llegamos hermoso

IV

Muchos padres vienen conmigo preocupados porque creen que sus hijos tienen problemas mentales. Me piden pastillas, sueros, algo rápido para volverlos chicos buenos, y temen que sean niños especiales.  Vi en Internet que hay una doctora que vende curas contra el autismo, y los padres crédulos o desesperados se gastan fortunas en brebajes supuestamente mágicos que solo empeoran la salud de los pobres niños. El autismo es una enfermedad no curable, pero se puede tratar con terapia, y sobretodo, empatía. Un pequeño porcentaje de la población padece autismo y a este sector hay que comprenderlo, no estigmatizarlo ni tratarlo como gente loca.

Creo que de todos los niños que han acudido a mi consultorio, ninguno tiene el espectro autista o el síndrome de Asperger. El problema de muchos padres es que quieren tener hijos modelo desde que nacen. Cualquier anomalía en su crecimiento lo ven como algo terrible y ya lo estigmatizan como loco. La sociedad, que poco o nada sabe sobre epistemología genética, neurología o psicopedagogía, coloca una etiqueta basada en sus prejuicios, y al niño que parece solitario, que no le gusta mucho jugar con otros compañeritos de escuela, lo relegan y lo convierten en anormal. Hay un filósofo francés, Michel Foucault, dice que quienes tienen el poder generan un discurso que categoriza a los sanos de los locos y aísla a los que no entran en la categoría de “normal”. Aunque la verdad no soy un seguidor de las teorías del francés, cuando veo a los padres asustados por la “anormalidad” de sus hijos basándose en lo que una suegra les dijo o un primo de un hermano les comentó, veo que todavía la sociedad tiene una gran influencia en la mentalidad de la madre y el padre, llegando a despreciar el amor a sus hijos.

Les contaré un caso que me sucedió hace como veinte años. Unos padres de familia, recuerdo que el señor era de Sonora y la madre era china, muy parecida al hijo, me pidieron que le hiciera un encefalograma a su bebé por encargo de un centro pedagógico de Zamora. Me dijeron que su niño no podía hablar, que lloraba a gritos cuando ponían música a todo volumen, que hacía cosas raras, como pelearse a mordidas con un perro que tenían en la casa, y que todavía no sabía abrocharse las agujetas de los zapatos. Le pregunté a la criatura cuál era su nombre, y me respondió Andrés. Le dije que si quería pasar a conocer el centro de salud, dijo sin ningún temor que sí y me tomó de la mano como si me conociera de años y fuera un familiar de confianza. Los padres se asustaron, pero los paré en seco diciéndoles que el niño quería venir conmigo.

Pasó un buen rato, conocí al niño, platiqué con él. Descubrí que era un bebé de 4 años con una mente de un infante de ocho años. Me confesó que le aburría mucho recortar con tijeras y prefería jugar con unos números que tenían en el kínder donde estudiaba. Regresé con sus padres y les dije, “su hijo no tiene absolutamente nada”, y les hice unas recomendaciones para que explotaran las cualidades de ese bebé, que en absoluto era autista ni tenía Síndrome de Down (¡no sé de dónde saco esa idea el padre!). Les pedí que me informaran de los avances de su hijo. Así lo hicieron

Después la madre me comentó sobre lo que le pusieron a hacer a Andrés. Le compraron mapas para que se aprendiera las capitales de los países del mundo, y me aseguraron que ya se sabía los nombres de todas las naciones de América y Europa. También recuerdo que le dieron unas letras de plástico para que formara palabras con ellas, y el niño se les pasaba pidiendo a sus padres otro abecedario porque no tenía suficientes vocales para formar más vocablos. Lo pusieron a hacer series numéricas para pasar el rato y el chiquillo las hacía al derecho y al revés, del uno al mil y del mil al uno. Me llegaron a decir que le gustaba tanto ver las letras de los libros que andaba cargando una biblia de un lado a otro, como si fuese un padre evangélico. “Me parece que ustedes eran los locos y no su hijo”, le comenté. La madre solo se rió.

No sé qué fue de Andrés y de sus padres. Pero es un buen ejemplo para todos aquellos que vienen a diagnosticarles falsas enfermedades a sus hijos, cuando realmente son los mismos padres quienes los lastiman, los frustran y los aíslan. No siempre lo hacen de mala fe, aclaro. La familia misma no sabe sobre las capacidades y talentos de sus hijos. Mi trabajo es impulsar las vidas de esos infantes incomprendidos pero maravillosos. Oriento a los padres y les disipo sus miedos. Treinta años de hacer este trabajo me pone de buen humor. Creo que colaboro con algo muy importante para la profesión médica y la sociedad en general.

Final


El autismo no es una enfermedad que se cure con soluciones mágicas. Se trata con comprensión, cariño, amor. Este escrito no es solo para los autistas, sino para todo aquel niño que es segregado por ser diferente. Solo mediante el reconocimiento de las diferencias comprenderemos la inmensidad de este universo. 

martes, 21 de abril de 2015

Mis primeros días en NTR Guadalajara

Crónica de sucesos importantes que me ha tocado cubrir. (Abierta a segundas partes).

Por Andrés Gallegos

I

En una época donde el empleo es un bien escaso, los trabajadores son náufragos que se aferran a cualquier salvavidas. La subcontratación muestra la faceta regateadora del capitalismo. Se ahorran unos centavos en seguridad social, entregan morralla al cliente y se ufanan de su estirpe negociadora en un mercado a la baja. Si les aumentan el precio de esas nuevas mercancías de fayuca llamadas trabajadores, cierran la cartera y se largan a otro tianguis.

Mil trabajadores de la empresa Servifon perdieron su frágil trabajo. El vaso de vidrio que siempre navegaba en la orilla de la mesa finalmente se quebró.  Esta compañía, que ofrecía servicios de atención a clientes a Telcel, ofrecía salarios para hoy y hambre para mañana.  Fuente precaria de ingreso para estudiantes cuyos libros son demasiado caros para pagar, mujeres embarazadas con un recién nacido por alimentar, y vagabundos laborales que trabajan en la misma dirección aleatoria donde sople el viento, un día les mandaron un comunicado donde les daban las gracias más desagradecidas de todas.

Hoy la demanda descansa en el papeleo de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje. Telcel imita a Poncio Pilatos, pese a tener responsabilidad solidaria por la muerte laboral de estos jóvenes.  A Servifon le embargarán hasta el suelo de las oficinas, para ver si allí encuentran algunos pesos extraviados para pagar las dos semanas de finiquito que aún deben. Pero los trabajadores sienten la angustia paralizante del impotente por las circunstancias. Al menos, hasta que llegue otra empresa de outsourcing que les prometa un hogar provisorio de arena donde refugiarse, mientras en algún lado (espero) construyen una casa propia para estas personas.

II

Mi editor, Gabriel Orihuela, me comentó que mis notas de tecnología tenían aceptación por los lectores y los redactores del periódico. A decir verdad, no entiendo qué ven en esos racimos informativos, donde cada aplicación móvil reseñada se desperdiga entre uvas jugosas y otras con sabor algo amargo y textura temblorosa.  Y tampoco comprendo cómo un fachoso de la estética tecnológica como yo, alguien ajeno a vestir mi celular con jueguitos que demandan más atención que un Tamagotchi, o a presumir la paradójica moda “cool” del hombre que exhibe un gadget grisáceo de Apple, termine redactando notas donde se celebren los olores de estos perfumes de bolsillo.

Me compraron un teléfono celular Nokia en 2007, que terminé usando durante seis largos años, pese a su carátula desvencijada, sus números invisibles y su voz afónica. Cuando mi Nokia pedía la eutanasia, mi madre ya me había comprado un teléfono Samsung Galaxy, pero yo lo guardé en algún cajón polvoriento porque no tenía ganas de aprender a usarlo. Como ciertos maestros de planta, ya viejos y oxidados, pero con una trayectoria en color sepia, mi educación tecnológica se estacionaba en la época de las palancas y las poleas.  Los teléfonos inteligentes me parecían demasiado eruditos, demasiado nerds, con sus cámaras fotográficas, sus grabadoras y su conexión a Internet.  Pero la chatarra finlandesa dio todo de sí, y no me quedó otro remedio que darle paso a la savia fresca de la juventud.

Seguiré escribiendo sobre tecnología. De hecho, ya le agarré el gustito. Pero no puedo evitar pensar, cuando estudié la licenciatura en periodismo, que los temas de esta especie me parecían tan extraños como un político honesto en el gobierno o una familia indígena en una revista de sociales (el álbum de fotografías de los ricos, no las publicaciones científicas donde los sociólogos y antropólogos desahogan las penas de este mundo citándolas con bibliografía). Seguiré esforzándome por aprender de estos temas, hasta convertirme en alguien competente para hablar hasta del radar que usaba Vegeta en Dragon Ball Z, aunque mi capacidad de memoria sea tan reducida como un diskette de tres y media, y mis quejas, tan molestas como el clip animado que un día implementó Windows en su sistema operativo.

III

Primeras paradojas del periodista económico:

- Los números, como el karma, siempre regresan. Los periodistas, resentidos de las matemáticas, alojan el dato numérico en sus notas como la suegra en el hogar matrimonial.

- Aunque te desvalijen los bolsillos y la empresa periodística se tambaleé gracias a la parapsicología de la bolsa financiera o la depresión suicida del dólar, las crisis económicas siempre serán buenos temas.

- Llamar “Empresa” a una sección tan amplia de temas, es tomar una parte como el todo. Habría que nombrar al cuerpo “cabeza”, y a la computadora “teclado”.

- En mis primeros días, hacía mis llamadas telefónicas por celular, gastando cientos de pesos en tarjetas Amigo (un nombre tan sarcástico que se ríe en tu cara cuando raspas el código de acceso) ¡con el Nextel ya en propiedad!. Robert Kiyosaki y los pequeños cerdos capitalistas deben estar avergonzados de mí.

- Los diarios impresos que todavía se preocupan por presentar la última novedad del Dow Jones o la Bolsa Mexicana de Valores en un mercado que cambia en milisegundos, son admirables en su anacronismo. Son mensajeros incas que corren kilómetros para dar una noticia en la era cibernética

- Cuando entrevisto a personas sin empleo, me vuelvo marxista patológico y quiero armar la revolución socialista. Luego recuerdo que debo entregar la nota a las seis de la tarde, y se me pasa.