lunes, 11 de noviembre de 2013

Confesiones de un ignorante de la ópera

O cómo me inicié en la ópera viendo "Tosca" de Giacomo Puccini

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

Ir a la ópera por primera vez resultó una actividad placentera. Mi feliz ignorancia de las cuestiones técnicas de un arte que ni siquiera había visto en video, me obligaron a atestiguar “Tosca”, de Giacomo Puccini, con los ojos asombrados de un niño.  Predispuesto a la emoción, el arte más complejo derivo en emociones sencillas.  Tres horas y media después, salí satisfecho por la representación de la obra del melancólico artista italiano. Mis cien pesos gastados en ver ópera como en el cine, sustituyendo el rollo del celuloide por una transmisión en vivo, la sala cinematográfica por el Teatro Diana y Hollywood por el Metropolitan Opera de Nueva York, resultaron en una apertura corporal y mental a nuevas sensaciones dramáticas. Nada mal para un ignorante de los entresijos de un escenario donde solo tenía el estereotipo de la gorda cantando con un vestido de noche.

II

La ópera es un género alérgico a los finales con atardeceres en el horizonte. En ningún otro arte se siguen tan al pie de la letra los imperativos aristotélicos de la tragedia. El héroe debe morir para provocar la catarsis en los espectadores. La ópera les declara amor eterno a sus heroínas llevándoles flores al cementerio, como a Madame Butterfly, Violeta Válery, Aída, Mimí. O a Tosca.

Floria Tosca, la cantante celosa de Marías Magdalenas pintadas y abanicos de marquesas, es atrapada por el barón Scarpia, quien se aprovecha de su carácter siempre sensible a la sospecha. Su amor por el pintor Mario Cavaradossi se robustece ante la evidencia del sufrimiento y la tortura del artista, y el silencio de Dios ante una vida dedicada al amor y al arte, frente a las repetidas proposiciones indecorosas de Scarpia. La tragedia remarca la simulación de un amor salvado y las balas falsas matan a Cavaradossi. Tosca encontrará ante Dios los ruegos de una absolución, el único que puede limpiar sus manos manchadas de sangre por aquel cuchillo que le quitó la vida a Scarpia y de aquella muerte que no tuvo oportunidad de ser fingida.

III

La melena del tenor Roberto Alagna es vista con sospecha. Sus pelos, ondeantes, parecen el sueño de un estilista. Pero el fiero Mario Cavaradossi de Puccini, el que sufre torturas despiadadas por defender a un prófugo, el que le canta a la libertad y a la vida, el pintor de vírgenes y el condenado a muerte por la tiranía de Scarpia, no fue creado para usar shampoos y acondicionadores, sino para amar a Floria Tosca. Si quisiéramos a un Cavaradossi engominado o de pelo largo, habría que inventar un nuevo arte, más a la moda. La ópera se adjudica la defensa de las tradiciones hasta en el cabello de sus tenores.

Los otros actores son más convencionales. Patricia Racette, interpretando su papel favorito de Puccini, tuvo conmovedoras actuaciones principalmente en el segundo acto, cuando mata con un beso en forma de cuchillo a Scarpia y contempla con horror la sangre de sus manos, hechas para cuidar niños y rezar juntas en plegaria y que en ese momento se volvieron manos victoriosas.  George Gagnidze, el barítono que apenas habla inglés, se expresó con sus cánticos y sus gestos amenazantes en el rol del barón Scarpia.

IV

Ciertos ejercicios inmaduros de imaginación me hacían pintar un cuadro de los aficionados de ópera basado en estereotipos. Personas con saco y corbata acudiendo con zapatos lustrosos y pantalones recién sacados de la tintorería. Parlanchines puntillosos que increpan de peros las representaciones operísticas. Improvisados maestros de canto atacando a sopranos y tenores con juicios de “American Idol”. Pero la realidad fue más sencilla de aprehender. Aún así me sorprendió ver que la mayoría del público son adultos maduros, parejas de entre 45 y 60 años de edad, señores con chaqueta, lentes y cabello cano. También había varios jóvenes como yo, buscando en la ópera respuestas a sus inquietudes estéticas.

Pese a la incomodidad del horario, sábado al medio día, el Teatro Diana ocupó sus asientos en más de la mitad de su capacidad. A la ópera en tres actos le añadieron dos intermedios de media hora. Tiempo para salir a comprar vinos a setenta pesos el vasito y bolsas de papas a treinta y cinco. Casi como en el cine, solo que en la ópera devorar frituras durante la proyección se castiga con un “ssshhh” ensordecedor.

 V

En la prisión, apurando sus últimos momentos de vida en una partida de ajedrez, el condenado a muerte le agradece a la vida, y cantando se aferra a ella. Los momentos felices que jamás regresarán, el amor de una mujer que ya no podrás moldear con tus manos y retener su belleza con la mirada. El amor que se aferra a la tierra con sollozos y súplicas. El hombre mortal reniega de su condición pero al mismo tiempo entiende la inmensidad con la que vivió su finitud.

Y brillaban las estrellas, y olía la tierra…chirriaba la puerta del huerto y unos pasos hacían florecer la arena…Entraba ella flagrante y caía entre mis brazos...¡Oh dulces besos, lánguidas caricias!. Mientras yo estremecido las bellas formas iba desvelando…Para siempre desvanecido, mi sueño de amor…Ese tiempo ha acabado… ¡y voy a morir desesperado! ¡Y jamás he amado tanto la vida!

VI

La huella que deja la ópera en corazones especialmente sensibles aflora de vez en cuando en personalidades poco aptas para el recato. El hombre que nos introdujo a la vida y contexto de Giacomo Puccini y dio algunas claves para entender su obra, no podía evitar conmoverse al recordar escenas de Tosca. Su voz entrecortada, más que sus críticas al pelo de Alagna o el cuadro de María Magdalena con el seno descubierto pintado por Cavaradossi (una escena igual de escandalosa que Janet Jackson en un Superbowl), me hicieron pensar en que vería un derroche de arte dramático que se sobrepondría a las irregularidades de la puesta en escena.

En ese estudio introductorio, nos presentaron varias frases de Puccini, que bosquejaban una personalidad melancólica y con tendencia a la perpetua depresión. Llámenme ignorante, pero pienso que dibujar un retrato de un artista por sus frases es un ejercicio fútil e incompleto. No es que Sócrates tuviera la certeza de que no sabía nada, sino que lo comprobaba molestando a miles de atenienses con sus charlas inoportunas. Al mismo tiempo, Puccini pudo ser un hombre triste, pero sus óperas son las que comprueban el grado de su aflicción.

VII

Más de 60 países reciben la señal en vivo de la Metropolitan Opera, que llega a un público potencial de tres millones de personas. Las nuevas tecnologías posibilitan el acercamiento de la ópera a cientos de teatros. Cuando veía la transmisión “en vivo y en HD”, no podía evitar imaginarme el día en que se cayera o se congelara la señal, o el sonido y los subtítulos en español no se sincronizaran con las imágenes. Es aquí cuando los neoyorquinos del Metropolitan son realmente privilegiados. Son los únicos cuya transmisión no se detendrá por inconvenientes tecnológicos.

Para mantener la ópera, el Metropolitan se sostiene por donaciones de familias millonarias estadounidenses y del patrocinio de empresas privadas de información  y noticias como Bloomberg. En los interludios, el tenor, el barítono y la soprano podían dar entrevistas solo dos minutos después de dejarse la garganta en el teatro, mientras los encargados del escenario probaban sus habilidades de constructores express, capaces de construir una iglesia entera en treinta minutos ensamblando tablas de madera y recorriendo torres con ruedas incorporadas.

VIII

El callejón sin salida al que encierra Scarpia a Tosca deja indefensa a la soprano. Ante la posibilidad de ser ultrajada por las manos voluptuosas del barón, gran aficionado a las mujeres y sobre todo, a la mirada de odio y la agitación desesperada de Floria Tosca, la cantante pide a la divinidad respuestas a su desventura. ¿Por qué yo, consagrada al amor y al arte, solo encuentro dolor?, ¿por qué mis acciones buenas reciben castigos en vez de recompensa?, ¿Por qué evité la maldad, solo para recibirla en carne propia?. La soprano entona su súplica violenta, increpa a ese Dios que parece quedarse sordo ante sus cantos repletos de lágrimas

He vivido del arte, he vivido del amor, ¡nunca le he hecho mal a nadie…! Con mano furtiva cuantas miserias he conocido, he socorrido…Siempre, con fe sincera, mi plegaria en los santos templos, elevé. Siempre, con fe sincera, he llevado flores al altar. En la hora del dolor, ¿por qué, por qué Señor, por qué me pagas de esta manera? He dado joyas para el manto de la Señora, y he dado mi canto a las estrellas, que brillaban tan radiantes. En la hora del dolor, ¿por qué, por qué Señor, por qué me pagas de esta manera?

IX

Los fanáticos de la ópera no toleran modificaciones al libreto que Luigi Illica y Giuseppe Giacosa escribieron para el lucimiento de la música de Puccini. Si existe un anacronismo en escena, una actuación poco convincente, una capilla que no se asemeje a la Italia del siglo XIX, una muerte llevada a cabo con cobardía, un extra incapaz de disfrazar su actuación impostora jalado de una cuerda, una manchas de sangre embarradas como película de Serie B en la cara del tenor o algún simbolismo mutilado del libreto original que se consideraba indispensable mantener, el público responde con abucheos.

En el Metropolitan, saben la importancia de ser fieles a los textos sagrados, no quitarles ninguna coma y maltratar a los directores innovadores que pretendan contaminar con su visión personal la obra de los clásicos. Cuatro años atrás, la última representación de Tosca se saldó con abucheos a la producción escénica. Pero este sábado parecieron tener su redención. Solo aplausos salieron de las palmas neoyorquinas cuando Tosca se arrojó de la torre y su desafortunada vida se oscureció con el cierre del telón.

X

En la iglesia, Scarpia celebra el triunfo de su treta sobre Tosca. El villano, exultante, no solo atrapará a Angelotti, el fugado de la cárcel que se esconde de la policía, sino que tomará en sus manos a Tosca, la mujer que le hace olvidar a Dios. El Te Deum, el himno de agradecimiento a Dios, suena con notable épica y sonoridad, mientras los niños del coro de la iglesia, el sacristán y los otros ayudantes de la casa del Señor acompañan a Scarpia en un duradero canto de victoria. El barón se hinca ante la virgen, y en esa imagen religiosa ya observa a Tosca, que en su corazón ya tiene anidado al halcón de los celos gracias a la astucia de Scarpia.

Te Deun laudamos. Te Deun confitemur. Te aeternum. Patrem omnis terra veneratur


lunes, 30 de septiembre de 2013

Historia del médico que vivía en una gasolinera

Nacimiento, auge y caída de un oficio en extinción: el merolico

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

La farmacia ambulante promete salud a precios de morralla. Una caja de Té Maravilloso cuesta cinco pesos, y tres por diez. El doctor que recomienda la medicina suena muy convincente por los altavoces del coche. El Té Maravilloso cura los riñones, el hígado, los trastornos en el aparato digestivo, la úlcera gástrica. Incluso desaparece el azúcar en los diabéticos y la locura de los nerviosos. Aquella voz manda traer al niño o a la niña, o vaya en lo personal, y le atenderá con el gusto que cada uno de ustedes se merece. La gente, aporreada por las dolencias que los hospitales no supieron curar, deposita sus esperanzas en aquel automóvil con lo último de la medicina herbolaria. Le prometen hechos, no palabras. Porque a las palabras el viento se las lleva, pero el Té Maravilloso sí es el bueno, sí alivia cualquier tipo de dolencia.

II

“Ustedes venden puras chingaderas, nomás andan haciendo pendeja a la gente, anden a chingar a su madre”. Las chapucerías de otros merolicos las pagaba yo. Clientes timados y burlados me llegaron a correr de pueblos, con pistola en mano, para ahuyentar al ladrón por su medicina pirata, su agua disfrazada de gotas para los ojos, las lunetas de chocolate vendidas como vitaminas, el agua y la grenetina disfrazada de ungüento. Esos son fraudes de merolicos desvergonzados. No soy un estafador, pero el merolico siempre lleva ese estigma.

El merolico debe de vivir del cuento. Hay que intoxicar con verborrea que tarde en disiparse, florear la soga que enrede a la gente. Construyes una necesidad a la gente, con oídos ya predispuestos a creer charlatanerías y bufonerías. 

III

Siempre le decía a mi padre, cuando me llevaba a trabajar con él, que sus pomadas no se vendían porque la gente ya no se golpeaba ni se enfermaba tan seguido. Los pueblos que más dinero le dejaban a la cartera paternal, para mí, eran los menos saludables.

Pero la gente se cuidó más de los merolicos que de los golpes viejos y las hinchazones. Con las crisis económicas, las ventas bajaron. Llegó un momento en que mi padre perdió su oratoria inflamada, sus historias dejaron de tener oyentes, sus engaños eran fácilmente desarticulados por oídos más escrupulosos. Guardó los altavoces, dejó de darle vuelta al casete, y su coche desvencijado dejó de pasear por el país, con su trote cansado y fatigado. Pero yo prefiero seguir creyendo que la gente se cuidó más, o incluso, como una vez le dije a mi padre, la medicina era tan buena que ya no era necesario seguir comprándola.

IV

El Bálsamo Magistral es el ungüento preferido de los ancianos. Les recuerda sus tiempos de juventud, donde las farmacias eran llamadas boticas, y las varices que hoy se curan con Goicochea antes desaparecían con el aceitito rojo, milagroso, del Bálsamo. Los viejos, cuyos cuerpos perdieron la vitalidad de una edad de oro ya lejana en el tiempo, necesitan del bastón, de aparatos ortopédicos, caminan apoyándose en las paredes y descansan a ratos porque les falta el aire. Pero los achaques no les impiden acudir, llenos de nostalgia, a la farmacia ambulante que les revive la juventud. El Bálsamo Magistral es el ungüento que se niega a morir, olvidado por las industrias farmacéuticas y los doctores de bata blanca. El merolico es atiborrado de bendiciones por los ancianos, creyentes devotos de los poderes curativos del ungüento. Conmovido, el vendedor que engaña con las palabras cede ante el llanto de algunos viejos, ya pobres y sin dinero en los bolsillos, y les regala la medicina que los transporta de nuevo al refugio del recuerdo, a sus fotografías en blanco y negro.

V

Mis medicinas tenían una gran virtud. Eran baratas de hacer. Para el té, compraba costales de preparado de plantas en el Mercado Corona. En una dulcería adquiría bolsas, y en una imprenta clandestina del barrio de San Juan Bosco obtenía las cajas. Cuando metía los montoncitos de té en las bolsas, para su posterior empaquetado, parecía estar agarrando tierra en mis manos. Lleno de polvo, disfrutaba del olor de menta y plantas aromáticas de aquella tierra que se tomaba disuelta en agua caliente.

Debo confesar algo. El Té Maravilloso era el mismo que el Té Japonés. Solo cambiaban los nombres y las cajas. Curaban las mismas enfermedades y tenían idénticos compuestos de malabar, palo de Brasil, genciana, colombo y otras plantas. Otro té, el de los Siete Azahares, era el mejor remedio contra los nervios, los ataques epilépticos, las jaquecas, el insomnio y la presión alta. Ese té sabía delicioso, gracias a sus azahares de cítricos y el toronjil. Otras plantas, como la tila de estrella o la tila de trompo, remitían a sensaciones de tranquilidad y sosiego. También vendía Té Adelgazante, pero no me animé a anunciarlo en voz alta.

VI

Mi madre siempre decía que mi papá decidió ser merolico porque no le gustaba trabajar. Agarró una chamba que no demandaba mucho gasto físico, donde los billetes llegaban mansos y sin tener que buscarlos. El vendedor no tenía que desplazarse por sí mismo, para eso tenía su vehículo. Mientras los clientes llegaban a comprarle las pomadas o el té, mi padre no necesitaba poner la atención esclava y alienante del trabajador de una industria. Podía leer alguna revista de vaqueros del Viejo Oeste o verles el culo a las muchachas que pasaban por allí.

Ahora pienso que mi madre no le reprochaba a mi padre su pereza, sino su ausencia. Durante los largos viajes que él hacía por Michoacán o algún otro estado de la República, ella siempre recelaba de la vida aventurera y vagabunda de su marido. Estoy seguro que mi madre hubiese querido que su esposo trabajara en alguna fábrica, en un negocio particular fijo, con horario preestablecido, con prestaciones de ley y seguro médico. Aún cuando ganase menos dinero. Pero mi padre era demasiado perezoso para dejar su chamba, decía mi madre mientras cosía una servilleta, con la paciencia que Penélope espero a Ulises en Ítaca.

VII

Los merolicos confieren de credibilidad a sus medicinas inventando contraindicaciones y efectos secundarios. Al paciente de cuerpo magullado, se le recomienda untar, frotar, friccionar, dar masaje en la parte afectada en la noche, para que a la mañana siguiente se pueda mojar y bañar sin ningún riesgo. Ciertos tés perdían su poder curativo si entraban en contacto con la carne de puerco. Algunos merolicos temen que las cápsulas vitamínicas sean masticadas, por su repugnante sabor a chocolate. Otras indicaciones son más generales, como dejar fuera el medicamento al alcance de los niños o tomar el té únicamente en ayunas y antes de acostarse.

Pero las contraindicaciones suelen cambiar, dependiendo las circunstancias. Huandacareo es un municipio de Michoacán que vive de la ganadería porcina. El merolico que vendía té recomendaba no consumir puerco. Ante el riesgo de seguir las precauciones demasiado al pie de la letra, con la consiguiente disminución de ventas, los carniceros y ganaderos pidieron al doctor de las bocinas estentóreas una excepción a la regla. Los habitantes de Huandacareo son los únicos que pueden beber té y comer carnitas sin sufrir daños a la salud.

VIII

Mis pomadas y ungüentos tenían nombres más variados. Vendía Bálsamo Magistral, pomada de Guayaquil, pomadas naturales de árnica y belladona, aceite de víbora con veneno de abeja, pomada de las siete flores, pomada de ajolote con árnica, aceite del roble, aceite volcánico y pomada de cebo de coyote. Muchos nombres y su manufactura era la misma.

Ponía montones de vaselina en la lumbre, en un bote grande de metal,  para que se calentara hasta derretirse. Mis ungüentos cambiaban de color gracias a una sustancia llamada anilina, colorante que utilizan los carniceros para darle una presentación estética agradable a sus carnitas de puerco. Si hacía aceite de víbora con veneno de abeja, compraba anilina amarilla y la combinaba con la vaselina. Si hacía Aceite del Roble, la anilina verde era mejor colorante. A la vaselina y la anilina le agregaba trementina, alcanfor y salicilato de metilo, sustancias que conseguía baratas en “Químicos La Paz” y otros laboratorios caseros y clandestinos. Esos tres eran los químicos que le daban cierto toque curativo a mis remedios. Los frascos de los ungüentos los conseguía en tiendas de venta de plásticos en las cercanías del Mercado Corona.

Obtenía grandes ganancias con estas pomadas. Para hacer el Bálsamo Magistral, cada frasco me salía en un peso con cincuenta centavos o dos pesos. El producto lo vendía uno en veinte y tres por cuarenta pesos. Pero el dinero que ganaba haciendo medicamento barato lo perdía en gasolina, reparaciones a mi coche, hospedajes en hoteles cuando viajaba fuera de Guadalajara y otros gastos. Ahora pienso que ese dinero nunca me rindió por una revancha ética y moral del destino. Los merolicos engañan, aunque sea un poquito, y por eso pienso que ganan dinero mal habido.

IX

Cuando mi papá me llevaba de viaje, siempre supe que su destino favorito era Michoacán. Ha viajado por muchos otros estados, pero éste es el que más le gusta. Le encantaban los pueblos mágicos, toda la meseta purépecha del estado, se enamoró del lago de Patzcuaro y su isla Janitzio. De Morelia decía que era una ciudad espléndida y tranquila donde además se ganaba muy buen dinero. Zamora y Zacapu eran pueblos agradables a la vista y lucrativos para nuestros intereses económicos. Todos los baches de las carreteras y los remolinos de tierra que forman las brechas michoacanas, mi padre las recorrió y conoce como la palma de su mano.

Yo también adquirí esa admiración por un estado que atestiguó algunos de los mejores momentos padre-hijo que jamás he tenido. Hoy, Michoacán es la tierra de los narcotraficantes, de los Caballeros Templarios, de los peores índices en educación básica, donde los pueblos llegan a esconderse en la sierra para protegerse del ejército y las miradas curiosas. Llegué a conocer la Tierra Caliente del estado por su predisposición a caer en la verborrea botánica de mi papá, no por sus negocios criminales. De Apatzingán, Nueva Italia, Aguililla y todos esos poblados, solamente me molestaba el calor sofocante y pesado del verano, que te hacía abrir las ventanas del coche todo el tiempo y pasear por sus calles sin camisa puesta. En mi imagen de Tierra Caliente no hay narcotraficantes, ya fuera porque se sabían esconder muy bien o yo no los percibía.

Si los vendedores de mercachifles van a esas tierras actualmente, será para que los roben. La inseguridad convierte al merolico en un ludópata de la osadía.

X

Una visión romántica encumbra al merolico como el Robin Hood de la medicina. Les roba a las farmacéuticas para curar conjuntivitis, cataratas y enrojecimiento de los ojos a los pobres. Las gotas Ista-Sol, que se consiguen en una farmacia Guadalajara a sesenta y nueve pesos el frasco, le salen en catorce pesos al merolico que adquiere la mercancía al mayoreo. Pero los vendedores ambulantes, con su vocación de corsarios, imitaron la fórmula de los Laboratorios Grin. En cada frasco gastan tres pesos, y venden su remedio oftalmológico pirata a 30 pesos un gotero y dos por cincuenta.

Las gotas Ista-Sol fueron el producto de moda en los noventa, como los cubos Rubik en los ochenta o los iPod en la primera década del Siglo XXI. Un frasco con diez mililitros de medicina que prometía dejar unos ojos nuevos, relucientes, limpios de tormentas borrosas que anunciasen cegueras lluviosas, podía costarle a los merolicos cincuenta centavos en aquella década. Robin Hood se transformaba en usurero y vendía a los pobres ese mismo frasco a veinte pesos. 

Curar los ojos era tan barato como comprar chicles.

XI

No siempre he vendido medicina. Mis negocios se acrecentaron hacía la compra de antigüedades. Disfrazaba mis intenciones como un ropavejero de la chatarra. Compraba botes de aluminio, alambres de cobre, fierros viejos y otras chácharas. Pero mi interés principal eran los candelabros, los retablos, los cuadros, en general, todo lo que oliera a viejo y a iglesia. Para conquistar esas pertenencias, aprovechaba el desconocimiento de la gente en cuanto al valor monetario de sus reliquias. Un sagrario viejo que compré en un pueblo de la ribera de Pátzcuaro en quinientos pesos lo vendí a un anticuario en quince mil.

Mi trabajo de merolico me enseñó a tenerla una repulsión arisca a los policías. Ven a cualquier intruso con altavoces y coche, y lo persiguen hasta expulsarlo del pueblo. Me pasó en Poncitlán, en Yahualica de González Gallo y en San Francisco del Rincón, Guanajuato. Cuando trabajé en Hidalgo un tiempo, dos judiciales esculcaron mi coche y le preguntaron a mi hijo si tenía drogas. Estuve a punto de agarrarme a golpes con ellos. Me corrieron del estado de Hidalgo, temerosos de que yo traficara sustancias ilegales, pero solo me cambié de pueblo. Si hay veces en que era necesario pagarle a un policía para que me dejara trabajar, lo hacía. Pero por lo general, trataba de evadirlos.

Otra molestia eran los borrachos de esquina. En Guadalajara, hay algunos barrios donde existen ebrios cuida-esquinas que te piden dinero para el toncho, las chelas o la piedra. En ciertos fines de semana, no podías salir a trabajar en colonias como Santa Cecilia o Balcones de Oblatos. Te expones a la euforia y las bravuconadas de los teporochos. 

XII

Las primeras pláticas entre padre e hijo se dieron en un coche, con una grabadora repitiendo sin cesar la hemorragia verbal de mi papá. El calor que se encerraba en el vehículo llegaba a ser insoportable, pero lo aguantaba con estoicismo. Por las cosas que decía aquella grabación, pensaba de verdad que mi padre tenía vocación de médico, porque sabía todos los síntomas de la úlcera gástrica, el ácido úrico y la incontinencia urinaria.

Me gustaba repetir algunas frases de esos casetes. Adopté el tono con que mi padre repetía las ofertas, “una caja le vale veinte pesos, dos cajas únicamente treinta pesos”.  Cuando mencionaba todos los tipos de tos, me llamaba la atención la rapidez con que los despachaba: “tos rebelde, seca, cascajosa, bronquial, asmática”. Me encantaba como se oía esa voz, fuerte, impostada, sin trabas, seria pero no formal. Cuando grababa sus anuncios en casa, me quedaba inmóvil en la cama mientras mi papá alojaba su voz en la posteridad obsoleta de la cinta del casete.

Con el merolico, aprendí todas las capitales de América y Europa, sobre las historias de los “héroes que nos dieron patria”. Sus clases de geografía consistían en enumerar los municipios que íbamos pasando en el camino. “Esta es la carretera que va para Purépero, y más adelante, están las carreteras que van para Zacapu y la que se desvía para Uruapan”. Mientras los clientes demoraban en llegar, discutíamos sobre futbol, él me enseñaba las diferentes clases de árboles que cobijaban de aire fresco a los pueblos  y me enseñó a orinar sobre la llanta de la camioneta sin salpicarme los pantalones.

Hubo un acontecimiento que me hizo entender lo valioso que era mi padre como persona y merolico. No podía abrir la tapa de una botella de refresco. Mi padre me regañó e insistió en que abandonara la torpeza de mis dedos, “usa la maña, no la fuerza”, gritaba. Finalmente, abrí la botella, y lloré junto con él como si hubiese sido el gran logro de mi vida. En realidad, ese día mi padre me pidió no rendirme ante las dificultades, y que incluso los detalles más pequeños deben ser resueltos.

XIII

El merolico errante tiene la calle como su hábitat, y el coche como su casa de campaña. Cuando la noche es alumbrada por las estrellas, las gasolineras se visten de blanco para recibir a los choferes de tráiler abstemios de anfetaminas y los merolicos que quieren ahorrarse el cuarto de hotel. El asiento trasero del vehículo, corto, polvoriento e incómodo, abraza los sueños del aventurero cansado de viajar.

El merolico no hace dietas. Come lo que la calle le ofrece, aunque haya pueblos donde solo sepan hacer tacos y tortas. Si la gente lo observa, el vendedor ambulante orina en una cubeta o en bolsitas de plástico.  Tanto tiempo de estar sentado fatiga la espada y joroba la columna vertebral. Si el coche deja de funcionar, debe de recordar sus habilidades en mecánica aprendidas en la calle, sino quiere que le vean la cara de tonto en algún taller especialmente avaro con los forasteros.

El merolico que viaja durante muchos días deja una esposa y unos hijos que lo esperan en casa. Alguno no aguanta las tentaciones de la carne y recibe placer de cualquier puta que les haga sexo oral a veinte pesos. Pero el merolico juicioso guarda sus habilidades para el engaño a la hora de vender sus pomadas y bálsamos. De su éxito en vender el cuento dependerá el retorno al alma máter.

El merolico es un observador pasivo de las culturas ajenas. El cariño que le toma a las tradiciones y costumbres de los pueblos dependerá de que tan buenos son comprando la medicina herbolaria. También es un actor continuo, especialista en dirigirse con cortesía y caballerosidad medieval a sus potenciales compradores, y en escenificar un drama que apele al hastío de la gente por la medicina convencional, y al paraíso terrenal de vivir sin dolor. El merolico es como Melquiades, que vende mapas e imanes a los José Arcadios Buendía que aún sean capaces de creer en cosas de gitanos.

XIV

Empecé a trabajar de merolico por una circunstancia de la vida. En 1992, un señor llamado Rodolfo Menchaca me invitó a trabajar con él luego de hacérmelo amigo de parranda. Después trabajé por mi propia cuenta. Me llamó la atención el trabajo porque era relativamente fácil ganarse el dinero. Pero a pesar de que en ocasiones no utilizaba los ingredientes adecuados en mis productos, siempre trataba de mostrar algo de decoro, de humanidad. Yo siempre les señalé a mis clientes que mi producto no era un medicamento, Incluso les daba mi dirección y teléfono para que me encontraran por si había alguna falla.

Puedo asegurar que mucha gente si se curó con mis medicinas. Clientes llegaron a mi coche, llegaron a tocar la puerta de mi casa, y me decían con alegría que tal pomada si les sirvió, comprándomela por puños mientras me aseguraban que recomendarían el producto a sus conocidos. No sé si haya sido el efecto placebo, o la fe, pero puedo presumir de haber recibido felicitaciones verdaderas, sobretodo de personas de la tercera edad que aprovecharon para contarme su soledad y sus ganas de seguir viviendo.
En mis anuncios, desafiaba a mis clientes. “Si en cinco minutos, el Té Maravilloso no le quita el dolor de cabeza, le devuelvo su dinero”. Ninguno de ellos regresó por su reintegro.

Ser merolico me dejó grandes enseñanzas. Me enseñó la vida. Todas las calles, los barrios, las colonias, cada carretera te deja algo. Cada viaje es conocer mundo. Conocí pueblos inimaginables. Hoy veo a la gente de diferente modo, la comprendo más. Hoy puedo ser más prudente. Conocí la forma de pensar y actuar de las personas. Un merolico es como un psicólogo, aprende a distinguir la verdad de la mentira.
Ahora tengo un taller mecánico, y debo de aprovechar toda mi verborrea, al contactar con otros clientes. Pero ya no les vendo cuentos, sino explicaciones reales.

Hay muchos lugares a los que quisiera regresar, pero ya no como merolico, sino para visitarlos y disfrutar de ellos. Me encanta México. Pero cuando digo que conozco Guanajuato, Zacatecas, Michoacán, casi todo el Occidente y Centro del país, es que de verdad sé como son esos estados.


Cuando platico con otros merolicos, encontrándolos en la calle, me entra la nostalgia y quisiera volver a trabajar con ellos. Pero ya no quiero, eso ya pasó, debo darle vuelta a la página. Prefiero quedarme con mis recuerdos, es algo que siempre atesoraré para contarles a mis nietos. También cuando la gente me habla de sus lugares de origen, de sus pueblos, puedo contarles sobre ellos. Ser merolico es como andar de aventurero, siempre pasa algo, andas en el mundo, viendo tormentas, atropellados, fiestas pueblerinas, todo lo triste y lo alegre, todo pasa frente a tus ojos.

Difícilmente volvería a ser merolico. Siento que ya no debería mentir o engañar, aunque sea en pequeñas dosis. Me cansé de andar. Desperdicié mucho tiempo que debí utilizar en mi familia. Ser merolico es un proceso de renovarse o morir. Tal vez, yo me dejé morir.

XV

Cuando era niño, quise probar las perlas de aceite de hígado de tiburón que vendía mi padre. Pensaba que me harían más inteligente. El color rojo de aquellas cápsulas me hacía pensar en que tenían el sabor de la cereza o la fresa. Pero un día mi padre dijo, “tú no las necesitas”. Y nunca las probé.

Un día, mi padre llegó a ganar cuatro mil pesos en un día vendiendo Bálsamo Magistral. Fue en Paracho, el pueblo de las guitarras. Los viajes a Michoacán y otros estados eran más lucrativos para él, que ganaba entre mil y mil quinientos pesos diarios. En Guadalajara, las ventas apenas llegaban a quinientos.  No me gustaba que él viajara por tantos días, pero trataba de entenderlo.


Hay un chiste que el merolico me contó en el trabajo. Eran tres tiendas donde vendían violines, ubicadas en la misma cuadra. La primera tienda presumía sus instrumentos como “los mejores del mundo”. La segunda decía vender los “mejores violines del universo”. Pero la tercera tienda les ganaba a las dos anteriores. Tenían los “mejores violines de la calle”.

lunes, 22 de julio de 2013

La esquina de los meones

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Mi padre celebró su cumpleaños en una cárcel. Lo arrestaron por ingerir bebidas alcohólicas en la vía pública. Una vecina argüendera alertó a mi madre, “oiga doña, ya se llevó la policía a su marido”. La esposa del detenido mudó de rostro, se limpió los ojos, pasó saliva por una rendija de la garganta, carraspeó con furia y se quejó con su hijo. “Ya se llevaron al bote al borracho de tu padre, por andar tragando mierda con sus amigotes en la puta esquina”.

Vaya que esa esquina era promiscua. Era la amante que le robaba el marido a mi mamá. La esquina era seductora, joven, con caderas anchas y olía a perfume barato. Una mujer mala, una prostituta a la que acudían electricistas, albañiles, maestros y comerciantes para recibir sus caricias. Durante diez años, del 2002 al 2012, nunca entendí lo que veía mi padre en esa chica para desperdiciar horas y dinero en ella. Habría dado mi reino para tener la vista de mi padre y ver ese bosque de verdes árboles que el percibía, allí donde yo solo veía desierto. ¿Qué era lo atractivo de esa esquina donde se encontraban las calles Azucenas y San Marcos de la colonia Las Bóvedas, que atrapaba a la materia como un agujero negro?

Una tienda. La famosa esquina solo era una vulgar tienda. La fachada estaba decorada con garabatos de aerosol y un anuncio de una cervecería, en colores blanco, azul y amarillo. La tienda tenía una banca de cemento que funcionaba como un bar de acceso gratuito, el centro de las reuniones donde se condensaban las historias de todo el barrio de las Bóvedas. Cuando el local desenrollaba el portón, se protegía con un cancel cuya pintura blanca se descarapelaba como los restos de piel que desprende una lija de las plantas de los pies. Al entrar a la tienda, los olores de comida recién comprada y botanas enchiladas se fusionaban con el humo de cigarro que desprendían tanto clientes como recepcionistas. El suelo de azulejo blanco, era la extensión de la calle, con líquidos derramados que el tiempo se encargaba de secar, tierra aferrada al suelo como una mancha de aceite en una cochera, chicles viejos que encontraban su panteón en suelas de zapato y paletas quebradas por críos berrinchudos. Los perros y los niños compartían piso en horas de juego y siestas vespertinas. El almacén de la tienda hospedaba decenas de cajas de cartón y centenares de botellas vacías. El techo del edificio alojaba a su vez las hojas de los árboles cercanos y balones de futbol. La banqueta de la esquina estaba en mal estado, con el pavimento fragmentado y levantado, y una coladera donde las personas arrojaban el alcohol que se almacenaba en sus vejigas. Dos árboles de troncos viejos y raíces desparramadas en el pavimento daban protección a la tienda de la lluvia y los balonazos de los chicos del barrio.

Mi familia vivió diez años cerca de esa esquina. Tres años enfrente, en la calle Azucenas, en una planta alta al lado de una anciana reumática que intentaba recuperarse de sus dolencias en base a rosarios católicos y quema de plantas exóticas proporcionadas por la medicina de los chamanes. Los siete años restantes vivimos al lado de esa tienda, vecinos de esa seductora esquina, en la calle de San Marcos. No obstante, tener una tienda cercana a mi casa no me reportó beneficio alguno. Prefería caminar a otro establecimiento donde tuvieran lácteos, huevos y otros alimentos necesarios para comer tres veces al día. El comercio solo vendía líquidos caducos, baratijas chinas y comida descompuesta o sujeta a análisis de laboratorio. La prosperidad de esta tienda estaba en las papitas, las coca colas, venta indiscriminada de cigarros sueltos y la pieza reina del ajedrez, la cerveza. Un día fui por leche a este comercio y me vendieron un cadáver que tenía un mes de putrefacción. Cuando vivíamos en la casa de la calle San Marcos, mi mamá se quejaba del hotel para roedores en que se había convertido nuestra cocina, gracias a la granja bovina ubicada tras nuestras fronteras.

Tal vez no necesito de los ojos de mi padre para ver el atractivo de un lugar tan insalubre, tan parecido a otras esquinas y otras tiendas que hicieron prosperidad por ubicarse en la siempre atractiva intersección de dos calles. Esta tienda era un lugar de convivencia social, sujeto a la lengua viperina de santurronas de iglesia y al desaliento de esposas e hijos que perdían por horas a sus seres queridos. Principalmente por las tardes, pero también los lunes por la mañana, la tienda de la esquina daba protección y cariño a decenas de adultos para platicar. Mi padre era actor principal de casi todas las películas filmadas en este lugar, repartía dinero en caguamas como Cristo multiplicó los panes y los peces, contaba los chistes que hacían reír a carcajadas y en albures era casi invencible. Los otros borrachines no sabían cómo reparar el agravio de saberse violados, ultrajados, chingados y mancillados en su hombría con palabras audaces y metáforas encriptadas y venenosas. Como Santos Rodríguez, quién nos rentó la casa al lado de la tienda y era un electricista con legendarias borracheras como trofeos de guerra.  O el “Fallo” y sus hermanos, que tenían unos ojos gigantes donde las pupilas apenas cabían en ellos. Gilberto, el electricista con bigote cuyo hijo Orlando salió bueno pa’l jale y malo para la escuela. Benjamín, el narcoplaticante que intimidaba con su corpulencia de guardaespaldas, su barba de candado y su vestimenta de ranchero usando una mochila de Winnie Pooh para guardar sus pertenencias. El “Tuca”, un hombre con exceso de hijos que armaba quinielas futboleras en el mercado del Mar para mantener una casa de cemento y tierra que se caía a pedazos. Y muchos nombres más, que fumaban cigarros como chimeneas, se quejaban de sus esposas fodongas y tercas como mulas, despotricaban contra los patrones o la falta de “jale”, contaban chistes colorados, narraban sus peleas contra tipos que los miraban por arriba del hombro, le daban suelto a sus hijos para que compraran papitas en la tienda o simplemente bebían mientras escuchaban y decían “si” a todo. Refugiados en un campo de concentración, los presos por la rutina diaria, por la baja remuneración de sus salarios, por la incomprensión de sus esposas y los desaires de sus hijos, por el silencio de Dios a sus ruegos, por la derrota de su equipo futbolero favorito o la muerte de un tío o un abuelo, todos se reunían para olvidarse de ellos mismos en una larga y estentórea carcajada. Una liberación que sólo la esquina podía ofrecerles.

En la esquina se contaban muchas historias. Una vez, Santos estaba en un palenque y animó a su gallo a pelear dándole palmaditas en el trasero. Mi padre decía entre risas que eso era imposible, ya que el gallo debe capearse y soltarse, no estimularlo como un caballo dócil para que haga su trabajo de matar a otros gallos.  Otro día, Santos sentenció que los libros son inútiles para la vida diaria y las escuelas despilfarran el tiempo, únicamente el trabajo duro llevaba dinero a la casa. Lo anterior, mientras mi papá presumía de la cultura general de su hijo. Por lo general, las pláticas también daban pie a la demostración de habilidades. Mi papá le demostró a sus compas que podía abrir la botella de cerveza con un encendedor. Otros días, hacían competencias de resistencia para ver quién tomaba más alcohol sin embriagarse. Unos sujetos podían mear sin tocarse el pito con las manos ni mojarse los pantalones. Por lo general, mi padre les ganaba a todos en soltar piropos poéticos a las chicas que pasaban por la esquina con versos como “Chiquita, mija”. Los más jóvenes hacían lagartijas en la banqueta y los más viejos se recargaban intimidados en la pared. La suerte que más me impacto fue cuando mi padre y Santos se calzaron los guantes de boxeadores y se pelearon en la calle con la protección de los encordados de gente curiosa, sobre todo niños y jóvenes. Ese día pedí que alguien le partiera la cara a mi papá, pero ambos boxeadores eran tan lentos, sus movimientos recordaban tanto a la rigidez de los elefantes, y la ebriedad era tanta que apenas veían donde estaba el blanco que debían golpear, que la batalla pugilística se convirtió en un sketch.  Todas estas demostraciones se hacían mientras los narcocorridos ladraban con fuerza desde los coches de los bebedores y los clientes de aquella tienda aullaban como coyotes cuando algún coro o melodía de banda les recordaba a algún valiente aplacado a putazos, a una niña que los ridiculizó como cornudos o un compadre que se fue pa’l otro lado.


Mi padre hizo muchos amigos en la esquina, pero un día decidió que era el momento de abandonar a la amante que lo alejaba de su familia. La tienda perdió una fuente considerable de ingresos. Un nuevo hombre, reformado por la filosofía pragmática de los doce pasos de Alcohólicos Anónimos, gastó los últimos dos años de su vida en la esquina predicando en tierra de sordos. Un día Santos le pidió la casa y nos fuimos a vivir en nuestro actual hogar. Había una esquina, pero ya no había tienda, por lo que las asambleas fueron perdiendo de a poco a sus integrantes. Mi padre me cuenta que en esa esquina todavía se reúnen, de vez en cuando, Santos, Gil y otros conocidos. Ya no los llama “amigos”. Mi madre tiene motivos para no preocuparse, ha recuperado a su hombre.


Aquel día de su cumpleaños, mi padre, mi madre y yo teníamos que viajar a Autlán, pueblo jalisciense donde viven mis abuelos y tíos paternos.  Saldríamos por la mañana, pero la noche previa en que los policías se llevaron a mi padre aplazó el viaje para la tarde. Mi padre soltó seiscientos pesos para que lo dejaran en libertad, mientras el Poder Judicial de Zapopan se llenaba los bolsillos para hacer valer el año de Hidalgo a escasos días del Año Nuevo y el consiguiente cambio de administración. “Solo me bebí dos cervezas y los pinches policías me llevaron a la Curva”, nos dijo mi papá. Era cierto, no estaba ebrio. Esa noche fue la única en que la Esquina (así, en mayúsculas) traicionó a uno de sus hijos y le negó su protección. El resto del tiempo, yo era el que lo sacaba a rastras de la tienda.  Ahora veo la Esquina con simpatía, como una anécdota graciosa que no pierde su vigencia narrándola varias veces. Creo que la Esquina no morirá. Los padres dejaran a sus hijos la responsabilidad de mantener vivo este lugar con sus charlas y sus meadas de borrachos. Al menos, claro, que vengan otros policías a llevárselos a los separos. 

jueves, 27 de junio de 2013

Sobre libros inexistentes que se han escrito muchas veces (ENSAYO)

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

CARTA DEL LECTOR

A la revista Libre de nexos:

Leo su revista cada mes y me encantan sus artículos. Sin embargo, les escribo para compartirles una reflexión y pedirles un favor. Soy un comprador compulsivo de libros que nunca leo. Durante el último año, uno de mis pocos logros dignos de ser presumidos es la construcción de una biblioteca acumuladora de polvo. Así, expongo al peligro a mis pulmones, alérgicos a la tierra y a esa humedad devoradora de paredes formada por los humores de lo guardado. Mi biblioteca se compone de libros que no leerán otros, portadas que se desprenden del lomo y hojas que empiezan a ponerse amarillentas, marchitas por tanto esperar las manos y los ojos que las rieguen con su lectura. Y cuando veo todos esos libros en mi estante, me pregunto si llegará ese día en que diga con orgullo, “estos ladrillos no solo sirven para sostener cimientos y adornar la casa”.  En ocasiones, sufro ante la perspectiva de mi muerte, y el no ser recordado por las personas que visiten mi tumba del siguiente modo: “este hombre leyó más de dos mil libros en su vida, y al final, la muerte se lo llevó por culto. Los gusanos que corromperán su cadáver podrán sentirse orgullosos de degustar un cuerpo lleno de celulosa con polillas, y cuando la carne se pudra y abra paso al esqueleto, en sus huesos se verán incrustadas las huellas de su enciclopédico saber”.

A veces medito que he comprado demasiados libros, y considero que aún no poseo los suficientes. No adquiero uno cuando pienso que debería tener aquel otro, rebajado un 30% de su precio original o que trata un tema que en ese momento me interesa (aunque después el interés se pierde en el momento que guardo el libro en la mochila, ya obtenido). Erasmo de Rotterdam decía que el poco dinero que tenía lo usaba para comprar libros y si le sobraba algo de morralla, la destinaba a comida y vestido. En mi caso, me gustaría simpatizar con esta filosofía, pero tanto libro haciendo cola en los estantes me abruma y pienso varias veces en el carácter prescindible de muchos ejemplares que he comprado. Es decir, el dinero que he desperdiciado. Tantas novelas, tanta divulgación científica, tantos manuales, tanto lodo de pantano de libros de autoayuda, o tantos mamotretos de filosofía que destruyen prometedoras carreras lectoras, me hacen pensar en que la humanidad se repite demasiado en sus libros. Miles de obras que sólo son “remakes” o directamente plagios de otras obras, o pies de página de pies de página que a su vez son pies de página de un libro citado en otro pie de página, me llevan a la conclusión de que nuestras bibliotecas carecen de síntesis. Habría que reducir el número de libros por los que vale la pena esquilmar la cartera y desgastar los ojos hasta dejarlos ciegos. El ahorro de dinero en libros apoyaría mi economía, el saber sería más concreto y libre de menudencias y poses. Finalmente podría, a diferencia de Erasmo, llegar algún día a comer en uno de esos restaurantes de luces titilantes donde hay más cubiertos y platos que comida, o vestir con decoro un saco Dolce & Gabanna.

Perdonando tanta digresión, me gustaría que me recomendaran unos pocos libros sobre los temas más importantes, para así reducir mis gastos superfluos y conformar mi biblioteca únicamente con las obras más sólidas del pensamiento contemporáneo. Como sé que su revista se especializa en confeccionar listas de los mejores libros como máquinas costureras y en decir qué escritor es mejor que otro con base en el número de entrevistas zalameras que les realizan o la cantidad de veces que tuitean para demostrar su compromiso social o los abismos de sus pensamientos, me parecen una fuente confiable para encausar por procedimientos más concretos mis ansias lectoras. Es una petición difícil, pero si es contestada, lo agradecería muchísimo.

Atte: Carlos Andrés Gallegos Valdez

RESPUESTA:

Del editor de Libre de nexos

Estimado lector:

La revista agradece su preferencia. Recibimos su misiva sin mucho interés y le pusimos poca o nula atención a lo que escribió, pero a lo que alcanzamos a entenderle, esta casa editorial cree conveniente recomendarle el siguiente artículo de nuestro reportero estrella, titulado “Los cinco libros que deberías llevarte a una isla desierta”. Léalo, y por favor, ya no mande cartas tan extensas, a nadie le importan sus preocupaciones y no tenemos tanto tiempo como para dedicarle dos minutos a sus divagaciones. Sin más, se le adjunta el artículo en cuestión:

Los cinco libros que deberías llevarte a una isla desierta

De Marcos Magallanes*

Aunque sólo recordamos como náufragos famosos a Robinson Crusoe y a Tom Hanks, sabemos que ambos personajes de ficción fueron infelices durante el tiempo que vivieron en una isla desierta, debido a que carecían de libros por leer. Semejante problemática, apoyada en absolutamente ninguna evidencia, aumenta cuando los entrevistados en revistas como la nuestra son incapaces de responder cuáles serán los libros que se llevará a leer cuando llegue a ser un náufrago barbón y maloliente en una isla. Para la gente, leer al menos un libro en semejante estado de emergencia se agrava cuando sabe que no puede elegir a la mano entre cientos de libros, pues es bien sabido que las islas no albergan bibliotecas. Así que este reportaje presentará a los cultos marinos cinco alternativas para leer con tranquilidad en una ficticia condición de desamparados sociales, esos libros que dejarán en el lector ese profundo sabor en el paladar, expresado en palabras del siguiente modo; “esta lectura está bien interesante, el tema es bueno, el autor sabe de lo que habla y lo volvería a leer otra vez… cuando naufrague y encalle en una isla solitaria”. A continuación, cinco libros que debe leer todo ser humano digno de llevar el nombre de la especie.

El primer texto, joya del pensamiento científico, se llama “Sobre la insignificancia humana” de Melanie Porter, doctora en Primatología de la Universidad de Cambridge. El estudio científico, basado en la Teoría de la Evolución de Darwin y en el odio patológico de la autora del libro a su marido, señala que la especie Homo Sapiens no ha demostrado avances significativos en el desarrollo de su inteligencia, motivo por el cual es un lastre para la Naturaleza. Haciendo una comparación con los parientes evolutivos del Hombre, principalmente los primates, Porter nos hace ver que la humanidad debería darse un tiro en la cabeza, ya que mientras los monos logran desplazarse entre los árboles con destreza, los hombres son incapaces de abrocharse las agujetas de los zapatos y eructan entre las comida.

Este libro posee estudios incontrovertibles. Se les inoculó eritoproyetina a los bonobos, y se comprobó que la especie “Pan Paniscus” tiene una mayor potencia sexual que el hombre. Cuatro de cada cinco bonobos tuvieron eyaculación precoz luego de inyectarles la hormona. El mismo estudio se realizó en un grupo de ciclistas, y se observó que uno de cada 236 ganaba el Tour de Francia. El análisis cuantitativo de los estudios no deja lugar a dudas sobre el mayor potencial de los primates. En otro análisis, la Dra. Porter demuestra que los chimpancés comunes (Pan Troglodytes) son más inteligentes que los seres humanos, ya que estos primates son capaces de cazar termitas y hormigas con un palo hueco para luego comérselas, mientras que el Homo Sapiens solo atina a atraparlas con su mano al mismo tiempo de sufrir piquetes constantes de los insectos.

El segundo libro se denomina “Cómo acabar con la economía” del mago de las finanzas mexicano Pedro Luis Irigoytía. El autor recomienda a los gobiernos dejar de gastar el dinero en superficialidades como la seguridad social y la educación, para enfocar los presupuestos públicos en conciertos gratuitos en plazas públicas y bacanales para agasajar a los inversionistas extranjeros. Critica la visión de ciertos lunáticos en cobrar más impuestos a los empresarios y ricos, asegurando que sin ese dinero no se podrían construir las residencias electrificadas y los centros comerciales para niños bien, que dan una imagen de prosperidad a una nación.  En ámbitos más concretos, Irigoytía le pide a la gente ahorrar más su salario comiendo únicamente con frijoles y tortillas, ya que así les “levantan las varillas” a millones de mexicanos en el presente. Incluso recomienda vender todos los platos y vasos de la cocina, para comer únicamente con una escudilla, al modo de Zenón el filósofo del tonel. Así, el dinero ahorrado se usaría para cubrir otras necesidades, como aumentar el ancho de banda del Internet para jugar Xbox Live o comprar un iPhone de última generación.

En un fascinante debate que toca en la mitad del libro, el distinguido economista recomienda dejar de regalar dinero a los vendedores, cantantes y payasos ambulantes que se trepan a los camiones de transporte público. Estadísticas comprueban que un adulto económicamente activo derrocha entre cuatro y trece pesos diarios cada vez que algún mercader de pulseras o un mensajero azteca alarga su mano para pedir una remuneración voluntaria. Lo anterior da un gasto de aproximadamente 300 o 400 pesos al mes. En algunos ejemplos extremos, personas caen en quiebra por dilapidar cuatro mil pesos al año en mantener el ambulantaje de “pecera”. Irigoytía piensa que ese dinero desperdiciado podría ayudar a la industria farmacéutica, ya que la costumbre mexicana y mundial de comprar analgésicos, estimulantes, ansiolíticos y antidepresivos haría más saludable a la gente y a los bolsillos del Sector Salud

“El fin de las canastas de mimbre” es un conmovedor tratado sociológico de una generación perdida. Steven Paulus, sociólogo de la Universidad de Iowa, hacía fila en un supermercado cuando observó con estupefacción la cantidad de bolsas de plástico que se usan para empacar. Al ver a los cerillos acomodar con visible torpeza los objetos en las bolsas, llegándolas a romper incluso, Paulus encontró la mecha para escribir un libro donde denunciara los valores decaídos de una sociedad fracasada.

Tras un repaso histórico de cómo las sociedades occidentales han hecho el mandado, y una serie de estudios comparativos entre culturas, Paulus concluye que la gente es presa de un delirio consumista donde las bolsas de plástico desplazan a las canastas de mimbre. El hecho de que cada vez se produzcan y se usen menos canastas de mimbre es un reflejo de los tiempos actuales. La pérdida de la tradición local por el consumismo global. El advenimiento de las empresas petroleras multinacionales que derrumba a los artesanos locales. La posmodernidad de los hidrocarburos sobre la modernidad de fibra vegetal. La sociedad post-industrial, hundida en el plástico, le da la espalda a los valores de la Ilustración y la Reforma Protestante en las que se cimentaron los hombres y mujeres occidentales.

La genialidad del libro radica en la profundidad de las reflexiones. Utilizando a Foucault, Paulus considera que el uso de la bolsa de plástico en los supermercados obedece a un discurso dominante. En base al psicoanálisis, el sociólogo piensa que la bolsa de plástico es un mecanismo de represión del yo. Con el apoyo de estudios feministas, el plástico es una imposición masculina, donde la bolsa representa el falo, y el ruido que hacen, la voluntad de imponerse sexualmente a la mujer. Paulus concluye con una poderosa conclusión: si el hombre usara más canastas de mimbre, sus estructuras mentales cambiarían hacia el servicio a los más desfavorecidos y el cuidado del medio ambiente.

En ámbitos más literarios, la autobiografía de Johnny Peace, nombrada “Yo Soy Johnny Peace”, es el retrato de un pájaro libre que vuela, lejos del “establishment” controlador de masas mediante alpiste embrutecedor de las conciencias avícolas. No obstante, Peace es el Mesías que enseñó a los jóvenes a rebelarse al poder mediante el uso de calzado sin calcetines. Entender al músico es entender su filosofía. Peace componía canciones mediante las sopas de letras que resolvía en el baño. Él mismo lo señala, “Eso me dio el poder de crear canciones y discos temáticos, que combinaran el espíritu crítico y la voluntad poética de las composiciones”. Así, una canción sobre la paz mundial se logra reuniendo todos los países que vienen en la página 34 de un número viejo de “Sopeando”. El verso “España, Alemania, Inglaterra, Francia, Ageuron, Ailati, Irlanda”, movilizó a miles de jóvenes a una revolución por la paz mundial, debido a la inclusión de tantos países en la canción de Johnny Peace. Los críticos del músico aplauden como focas amaestradas: “No le entendemos un carajo a las canciones, pero suenan desgarradoras, con un halo de rabia contenida”, dice un periodista de Rolling Stone en la contraportada del libro. La historia y la filosofía del Siglo XX se compactan en la autobiografía de un artista luminoso.

Finalmente, “Sombras nada más”, de Gonzalo Montes, es una novela poderosa que resume la búsqueda del hombre por responder el sentido de su existencia. El amor y el desamor, la salud y la enfermedad, la ignorancia y el saber, la fe y la razón, lo material y lo espiritual, el Ying y el Yang, se contraponen en todo el escrito buscando el fin último de la vida humana. “Sombras nada más” es la vida en tu vida, es el amor en tu amor.

Aurora, una mujer de 34 años, vive entregada en un surrealista mundo de pasadizos y aposentos donde la protagonista es oprimida por batientes, marcos de cristal y un cielo de cemento (casa). Desea escapar de esta caverna que limita la expresión de sus sentimientos y conoce a una serie de estrambóticos personajes (el vecino, el que barre la calle, la señora que vende dulces, el vendedor de raspados, el puberto que la mira con ojos anhelantes, la viejita de enfrente), que conducirán sus inquietudes intelectuales hacia “el lugar donde todo está y todo se encuentra, sabiéndolo buscar y pedir”. Allí conocerá por primera vez el amor en un hombre que le habla con el lenguaje del amor sincero (“solo son diez con cincuenta”) y encontrará sentido a su vida cuando encuentre algo que no había encontrado en otros lugares (“Mira, aquí si había jamón de pavo Fud”).


La enfermedad narrativa de Gonzalo Montes lo lleva a una terapia intensiva de varios autores: la hemorragia verbal de Carlos Fuentes, las frases ininteligibles del Ulises de James Joyce, y las filias sexuales del Marqués de Sade, viajan como virus dentro del organismo de las letras, que a su vez denotan una prosa onírica a lo Paulo Coelho y reflexiones sobre el amor al modo de Ediciones Harlequín. Montes, un escritor centelleante, chispeante, fogoso y pasional, logra abrir un nuevo horizonte en la literatura mexicana y universal. Esta conmovedora novela ganó el Premio Nacional de Literatura, el Premio Carlos Monsiváis a los escritores comprometidos, y es muy probable que gane también el Premio Nobel, porque una novela tan extraordinaria debería ser juzgada por la Academia sueca como se merece. De lo contrario, cometerían un crimen histórico.

*Marcos Magallanes escribe desde hace doce años en la revista. Es sociólogo por la Universidad Nacional Autónoma de México, y es conocido por sus libros de ensayos "Peor es nada" (2006), "Por qué López Obrador es un peligro para México" (2007), y "Conversaciones con Vargas Llosa en Skype" (2009), además de su reciente obra de cuentos "Los inteligentes no ven Televisa" (2012), publicado por Editorial Cemento y Grava.

martes, 25 de junio de 2013

Los rusos atacan Nueva York

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

“Yo lo vi. Era un grupo de terroristas, de la Unión Soviética. Fabricaron una bomba atómica, y la arrojaron al Polo Sur. Entonces, toda la Tierra se congeló. En las principales ciudades, el hielo cubría las calles y los edificios…..”

Cuando el filósofo y escritor Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura,  agradeció a su maestro de la primaria, el señor Germain, por convertir a un niño pobre de Argelia en un hombre de bien.  No obstante, hay hombres que convierten en niños pobres a sus alumnos. Son personas que necesitan ser orientadas, más que ser orientadores. Maestros desdichados convertidos en mofa por los alumnos, expertos en transformar en caricatura a los adultos que no tuvieron a un Germain cuando eran niños. Profesores que laboran en una secundaria por la paga, por ser muy amigos del Sindicato, o porque piensan que es una profesión sencilla. El tipo de maestros cuya persistencia en la memoria se presenta de dos modos, o desaparece con el tiempo, o permanece en el recuerdo a base de anécdotas que incitan a la sorna. El mejor ejemplo de lo segundo es un profesor que yo tuve en la secundaria, de nombre Rodolfo Solórzano, cuyos desvaríos son el perfecto ejemplo de la anti-docencia, al puro estilo del profesor que cambió el significado de una oración religiosa por no saber de gramática en “El periquillo sarniento”.

A mi maestro le decían “Jirafales”, como el personaje del Chavo del Ocho. Era alto, una obviedad decirlo. Pero su presencia física, además de la estatura, no dejaba indiferente a nadie. Rodolfo Solórzano era un señor de pelo entrecano que frisaba los 55 años, usaba lentes, llevaba una brocha negra como bigote y su cara estaba llena de arrugas y papadas. Su voz era clara, resonante para un salón de clases, pero un tanto monótona para llamar la atención de sus alumnos. Siempre vestía de pantalón azul de mezclilla, camisas de botones y tenis de suelas fatigadas. Caminaba erguido, aunque con perpetuo aura de preocupación. Nunca lo vi gritar enfurecido a algún alumno, pero tampoco era un maestro que intentara ganarse alguna simpatía saludando o platicando con otros adolescentes fuera de clase. Un maestro con vida y estampa de burócrata.

Rodolfo Solórzano impartió las clases de Historia Universal II y Geografía Universal II. Bueno, impartir es una palabra muy generosa. Lo que hacía este profesor era despachar las materias, con la desgana de un encargado de ventanilla en cualquier secretaría de gobierno. No improvisaba, no explicaba, no aclaraba dudas, sólo pasaba lista y se sentaba en la silla de su escritorio con una taza de café en mano, mientras nos encargaba cualquier actividad para pasar el rato. Un día le pregunté quién era el primer virrey de la Nueva España. No contestó, dijo que lo investigaría otro día. “Jirafales” era un pez que vivía mejor en los limitados acuarios de sus silencios. Mientras menos le cuestionaran, mejor. Una leyenda de pasillos aseguraba que Solórzano perdió su anterior trabajo de maestro por acosar sexualmente a una chica. Pero el sacerdocio escolar lo reintegró a la vida docente en una nueva parroquia, una escuela secundaria técnica ubicada en un rincón olvidado de un barranco. Y así fue como llegué a conocerlo. 

Las clases eran orientaciones vocacionales para los alumnos. Un día éramos copistas de la Edad Media, Transcribíamos palabra por palabra tres o cuatro párrafos de nuestro libro de Historia o Geografía, para ver si mediante la repetición amanuense se nos pegaba algún suceso desperdigado de la Primera Guerra Mundial o un país desconocido de Asia en nuestras molleras. Otro día éramos cartógrafos. Con papel cebolla, calcábamos los mapas que venían en los libros mientras distinguíamos cada país de otro con lápices de colores (en mi mapa, el verde era España y el amarillo era Francia). El resto de los días nuestros oficios variaban: espectadores de películas (algunas tan educativas como “El hombre araña” o “Corazón de Caballero”, esta última para aprender de los imperios absolutistas del Siglo XVII), geómetras que diseñaban mapas conceptuales (copiados del libro, naturalmente), lanzadores de papeles ensalivados hechos bolita o delincuentes menores parados enfrente de clase con pizarrón blanco de fondo. A veces hacíamos resúmenes, algo más cercano a lo que hace un estudiante. Pero al final, al profesor le entregábamos cualquier hoja de papel rellena de garabatos y dibujitos; de todos modos nunca se fijaba si estaba bien o mal hecho.  Rodolfo Solórzano era mi talismán para elevar el promedio escolar, no me esforzaba demasiado y sacaba nueves o dieces en la boleta gracias a sus clases. Lo que se llama un “profe barco”. Pero descubrí que “Jirafales” también traía su propio talismán.

Una mañana de sol y árboles atraídos por las últimas brisas frescas que escapan del calor de mediodía, Solórzano sacó un pedazo de metal de su bolsillo trasero.  Nos dijo que era un amuleto de los siete metales “traído de Alemania”. Ese talismán era capaz de armonizar las energías positivas y expulsar las energías negativas, atraer dinero y salud, y generar paz interior a quien lo poseía. Para desafiar a los incrédulos y su complejo de Santo Tomás (“hasta no ver, no creer”), el profesor exorcizó los demonios y las vibras negativas de una compañera de clase, moviendo el amuleto como si manipulara una lámpara de mano y repitiendo para sí algún tipo de conjuro o hechizo. Cuando terminó, “Jirafales” le preguntó a mi compañera si se sentía mejor, recibiendo una respuesta afirmativa. Esto animó a Solórzano a revelarnos los misterios de aquella piedra filosofal que le había cambiado su existencia.

Contó que un día, agobiado por el rumbo que llevaba su vida, visitó a una astróloga y hechicera. Ella le dio el amuleto de los siete metales y tenía la capacidad de hacer regresiones con sus clientes. Solórzano miró su pasado con la ayuda de la astróloga, y encontró que alguien intentó matarlo con un machetazo. Luego, el profesor amaneció tirado en un desierto, y sintió que un camello le arrancaba los pelos de la cabeza. Durante la regresión, sintió que alguien le tocaba el hombro derecho con insistencia. Eran las huellas del machetazo. Para evitar los conflictos que pudieran surgir del pasado, la hechicera le entregó el talismán germano y le enseñó un ejercicio para liberar las tensiones negativas. Acto seguido, él (todos), cerramos los ojos y comenzamos a inhalar con la nariz y exhalar por la boca. La técnica de relajación nos enseñó a viajar al centro de la Tierra mediante hilos anudados en nuestros culos.

Mis compañeros de escuela eran personas insoportables para él. Exigía silencio y regañaba a los alumnos con bravatas directas. Un día retó a un compañero diciéndole: “yo soy una persona muy inteligente”. Sonreí como idiota. El profesor me sorprendió y me paró al frente con otros delincuentes el resto de la clase. Juré por los vivos y los muertos que no me había burlado de él, pero mis súplicas fueron inútiles. Estaba asustado. Por mi condición de estudiante ejemplar y ver que semejante estatus se veía en peligro, temí lo peor. Pensé que Solórzano me bajaría puntos, me mandaría a la Dirección por mala conducta, pero no lo hizo. Le pedí disculpas y el incidente quedó olvidado. En el fondo, noté que mi profesor era un hombre honesto, sabedor de sus propias limitaciones. Dentro de su espíritu, Solórzano sabía que era maestro por circunstancias, al no encontrar su lugar en el mundo.

A veces me pregunto si Camus, mientras leía la conmovedora carta a Monsieur Germain, también recordaba a aquellos maestros que no le aportaron ni un gramo de sal durante su posterior vida escolar. Quiero pensar que también los recordaba, pero en un grado de estima mucho menor que a Germain. Pero los malos profesores también dejan huella. Por sus rostros de caricatura, su caminar chistoso, su voz aguda que provoca carcajadas inoportunas, por sus zapatos mal boleados, sus ojos virolos, por ser flacos como un fideo o gordos como una pelota, tartamudear, sudar de modo incontrolable, o por un inoportuno tic en los labios. Más allá de sus imposturas físicas, sus yerros intelectuales también generan docencia, sirviendo como ejemplo de lo indebido, en una profesión de especial importancia social como la del profesor. En mi caso, Rodolfo Solórzano no provocó un efecto parecido al del señor Germain, ese impacto lo he recibido de otros profesores cuyas historias merecen contarse en otro momento. No obstante, sin los malos maestros de escuela, no sabríamos distinguir entre una fosa oceánica y una fosa séptica. Además, las anécdotas divertidas que se cuentan a los amigos se perderían. A “Jirafales”, por tantas horas de risa, le agradezco. Pero nada más.

“(…) Vi como Nueva York se congeló toda, con sus edificios tan altos. Vi como la Estatua de la Libertad estaba llena de hielo. Fue culpa de los rusos, que arrojaron una bomba atómica al Polo Sur e hicieron que toda la Tierra (también Nueva York) se congelara. Y gracias a eso, se provocó la Guerra Fría. Se llamaba ‘Un día después de mañana’ (sic). ¿Acaso no tendrán el video para presentarlo en clase?”

viernes, 15 de febrero de 2013

La religión de las dietas


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

   Para aliviar la pereza, Dios creó el trabajo. Para acabar con la lujuria, se inventaron los cinturones de castidad, los pelos en la mano y las religiones monoteístas. Para abatir la gula, la humanidad se impuso a sí misma la dictadura de las dietas. La alimentación, indispensable para la vida de las personas, se convirtió en un recurso mal repartido como casi todos los objetos valiosos de este mundo. Millones de personas mueren de hambre, y otros tantos se mueren de comida. A los suicidas de amplio estómago, a los acopiadores de comida chatarra, a los adictos al colesterol alto, las grasas “trans” y los carbohidratos inútiles, a todos ellos se les presentan las dietas como penitencias para aliviar el pecado. El pecado de retar a Dios en su última cena y pedir doble ración de cuerpo de Cristo en todos los desayunos, comidas, cenas y entremeses de la vida terrenal.

   Las dietas surgen cuando los gordos y los obesos notan incompatibles sus intereses con los deseos estéticos de la sociedad o con las quejas recurrentes de un cuerpo maltrecho, incapaz de trasladar excesos de grasa sin sufrir ciertos achaques. En el primer caso, cientos de carteles publicitarios, folletos de nutrición, secciones de cocina sana en la televisión,  modelos anoréxicas, metrosexuales con pectorales de roca, y comentarios sibilinos de familiares y amigos del tipo “¡Ay!, te creció un poco la pancita” o “Estás algo crecidito, ¿eh?”, movilizan al pecador de gula a una reconversión milagrosa.  En el segundo panorama, los fanáticos del aceite espumoso en las cazuelas y los frecuentadores de taquerías se enfrentan a sus pesadillas corporales; pulmones silbadores, piernas de elefante, brazos esponjados, caras abotagadas, camisas que no cubren todo el frente, pantalones que no cierran, arterias congestionadas de triglicéridos, corazón con tanque de oxígeno incorporado, entre otros síntomas que impiden al goloso conciliar el sueño. Cuando el hombre se fastidia del sonido de la cornucopia, hace trámites para resguardarse en la vida monacal de las dietas. Para lograr éxito en el monasterio, los dueños de panzas esféricas deben probar una corona llena de espinas que el hombre común y sedentario ve difícil colocarse en la cabeza. A esa aureola se denomina fuerza de voluntad.

   En los detractores de lo esbelto, la dieta es un enfrentamiento con el modus vivendi, un régimen molesto e incómodo para salir de la rutina. Para mantener el privilegio de soportar mejor los atracones que la gente delgada, la fuerza de voluntad a menudo sucumbe ante la tentación del antojo. El antojo remueve con furia las facultades olfativas de una persona que ha convivido a lo largo de su existencia con perfumes de barbacoa, tripa, birria y otras esencias, a menudo extraídas de rosticerías, parrillas y freidoras. En estos casos, el pan o la tortilla susurran al inconsciente, “hoy no hagas ejercicio”, “mejor mañana inicias con la dieta”, o “no pasa nada si te zampas dos o tres de buche”. La tentación siempre radica en el futuro. ¿Han visto los carteles de “hoy no fío, mañana sí”?, la voluntad débil, la que se posterga para mañana, siempre vive de lo fiado, sin ser de fiar. Para hacer una dieta, se necesita poseer una estoica disciplina para no derrumbarse por enésima vez en los excesos; el antojo invade, cual Atila el Huno, sobre la corrupción y la decadencia romana de los tragones profesionales. Una voluntad empequeñecida por la comida sólo refuerza un apacible prólogo del remordimiento, es el perpetuo recreo escolar sin una segunda campanada.

   Si se logra acrecentar la voluntad, el nuevo régimen dietético se presenta al recién incorporado a sus filas como una religión con muchas sectas. Cientos de dietas desfilan en pasarela y muestran sus atributos, obra, vida y milagros. Por ejemplo, tenemos a la dieta del Dr. Atkins, que exige a su feligrés dejar de lado las tortillas, las frutas y todo lo que apeste a carbohidratos, y concentrarse en la ingestión de proteínas. Otras propuestas para bajar de peso se basan en comer un solo platillo al día, atrabancarse de frutas y verduras, desechar las carnes rojas en favor de un vegetarianismo cercano a las prédicas de los ecologistas políticamente correctos, beber fibras para aflojar los esfínteres y rellenar los cántaros de nuestras vejigas tomando litros y litros de agua. Los nutriólogos son aficionados a las matemáticas, porque cada comida que proponen en sus dietas es pesada, medida y contada. La calculadora se convierte en herramienta de primera mano para sus practicantes. Las dietas racionadas se trasladan al laboratorio. La comida se mide en onzas y gramos; el agua, en sorbos y mililitros. Ante un panorama tan imbricado, el aspirante a bajar las lonjas se desanima y corre a la rosticería más cercana, pero incluso quienes realizan dieta y logran reducir algunos cientos de gramos pierden la batalla ante Juan Orozco*. El pecador baja la guardia, los kilitos perdidos regresan a casa, y el pecado aloja sus chivas en la panza.

   Así pues, las dietas muestran a los gordos el camino a una vida carente de enchiladas y huaraches repletos de carne. Pero hacerlas demanda la renuncia a los banquetes dionisiacos. El placer de comer es inhibido por la abstinencia, y pasar hambre no es más un defecto sino un sacrificio para acercarse a la divinidad. El nuevo Dios a glorificar tiene sus seguidores en personas que compran libros de nutrición, se inscriben en gimnasios y medios maratones, consumen barras energéticas, alertan a los no creyentes sobre los peligros de los transgénicos y la comida procesada, y levantan altares a las zanahorias, el brócoli y la papaya. Ante la expansión del imperio del mal, que construye McDonalds, Taco Bell y Donkin Donuts como carnadas para atrapar a peces con aspiraciones a ser ballenas, el Dios saludable pone a disposición de los ateos y diabólicos las dietas; esos Padres Nuestros y Aves Marías que se rezan como penitencia para curarnos del pecado de alimentarnos con holgura. Las dietas también enfrentan las contradicciones evolutivas del Homo Sapiens. La selección natural, que elige a los más fuertes y aptos para la vida, parecería bendecir a los cuerpos normales y libres de enfermedades; también descarta a los pasados de peso con maldiciones como la hipertensión arterial, el colesterol alto, la diabetes y la obesidad, esa moderna epidemia que asusta a los centros de salud y aumenta los presupuestos públicos para su combate. No obstante, los porcentajes de gente con sobrepeso aumentan, provistos de paladares omnívoros híper desarrollados y cisternas repletas de grasa listas para hipotéticas hibernaciones, para terror de los fieles al Dios saludable. Las mutaciones se convierten en norma y no en excepción. Posiblemente, la evolución piense en un hombre robusto y rechoncho en una próxima generación. ¿Y si al final los gordos se comen a Darwin?. El tiempo lo juzgará.


* Juan Orozco, de la frase popular: “Soy como Juan Orozco, cuando como no conozco”