jueves, 24 de mayo de 2012

Un día normal (Cuento)


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez 

Vi mi foto en la portada de un periódico. Estaba en cuclillas, con la camisa desabotonada y poniéndome con premura los pantalones. En la imagen, atrás de mí, estaba una niña que se tapó su cara con una almohada. Entre ella y yo, se veía una cama sin tender. El titular del diario, en grandes letras blancas, decía “Por Califas”. No lo compré.

Me fui a la oficina. El jefe me pidió escribir unas cartas de invitación para la junta ejecutiva del próximo fin de semana, y me preguntó si no tenía inconveniente de trabajar en la oficina mañana domingo, a lo que respondí que no había ningún problema con eso porque no tenía nada que hacer. Acabé el trabajo en dos horas y después de enviar los escritos por correo electrónico, me despedí sin hablarle a nadie. No tenía ningún tema de conversación que ofrecer a mis compañeros y en el trabajo no se nos permite platicar.

El tráfico era estresante. Luego de media hora en la que mi vehículo camino a vuelta de rueda, observé un auto rojo (creo que era un Chevy) aplastado por las ruedas de un camión amarillo de esos que son propiedad de alguna empresa destinados a trasladar a los empleados al lugar de trabajo. Los paramédicos y la policía de tránsito ya prestaban atención al suceso. Adentro del coche alcancé a ver la figura de un niño muerto, bañado en sangre, y los médicos no podían sacarlo porque la puerta estaba cerrada. Vi el reloj y me di cuenta de que ya era tarde. Estaba bañado en sudor.

Abrí la puerta de la casa. Me acordé que mi mujer no salía del trabajo hasta muy noche y mis dos hijos pasarían todo el fin de semana en un campamento con los scouts. La comida estaba en el refrigerador: unas tortas de papa, arroz y ensalada. Calenté el platillo en el horno de microondas y luego me lo acabé sin muchas ganas. No tenía hambre y quería dormir.

Cuando me desperté, eran las seis de la tarde. Soñé que mis hijos corrían adelante de mí a lo largo de una banqueta que no reconocí. Alegres y con energía, me decían ‘papi, papi, ven a jugar con nosotros’, y yo iba detrás de ellos, aunque no tenía ánimo de jugar. Dormí cerca de dos horas. Tengo un amigo que asegura que si uno sueña con sus hijos, es señal de que las cosas resultan bien. Tal vez esté en lo cierto, pero no me interesa.

Fui al billar para reunirme con mis amigos. De pronto, uno de ellos me recibe en la puerta con el periódico donde aparecía mi fotografía, y luego todos los demás comenzaron a reírse y hacer bromas. Rafael, mi mejor camarada del grupo, me dijo a solas si no tenía ningún remordimiento de conciencia, qué pasaría si mi familia se enteraba y mencionó que si yo sufría las consecuencias naturales de mi acto, él de todos modos seguiría siendo el mejor de los amigos y daría su apoyo total. Le respondí que estaba bien, que no era un profeta para predecir sobre el estado de ánimo de familia en caso de saber lo del periódico y que me sentía capaz de arreglármelas sólo sin necesidad de pedir auxilio.

Cansado de la música que ponían en la rockola y medio enojado porque no ganaba ningún juego, abandoné el billar. Ya en la calle, distinguí en la parada de un semáforo a un niño que lavaba el vidrio de una camioneta con cajuela. Como pago por el servicio de limpieza, la conductora le regaló una pieza de pollo frito enrollada en una servilleta de papel. La camioneta se alejó, el chico se volvió a la baqueta sin alzar la vista y tiró el pollo. Tuve la necesidad de fumar para aminorar el viento frío de la noche y compré una cajetilla de cigarros.

Más adelante, noté a cierta distancia a un hombre que se tambaleaba en la banqueta por donde yo iba. Se paró enfrente de una casa, seguramente su casa, y tocó el cancel con una moneda. De repente, desde adentro lanzaron una botella de cerveza de vidrio a la calle. El hombre esquivó el proyectil y el envase estalló con fuerza en el pavimento. Mientras, se escuchaban gritos y palmadas. Me crucé de banqueta para evitar pisar los pedacitos de vidrio. Al alejarme de allí, pensé que no valía la pena denunciarlos ante la policía. Eran parientes míos y no quería problemas con ellos.

Me paré en una refaccionaria a comprar aceite para el motor y un lubricante para mi coche. Don Pepe, encargado del local, me entregó la cuenta. Sabía que me cobraba dinero de más, pero no quise discutir con él ni tenía ánimos para regatear. Le pagué y me traje las dos botellas en una bolsa de plástico sin agarraderas.

En el camino encontré a Mauricio, amigo mío que tiene una carnicería. Después de saludarlo, me confesó que su hija, de 17 años, estaba embarazada. Decía sentirse agobiado y enojado con el sinvergüenza del novio. “Es un inútil, no sabe hacer nada”, me repetía a cada rato. Luego me pidió un consejo. Le dije que no me sentía capaz de decirle algo, y que no era bueno dando consejos. Desilusionado y molesto, Mauricio me dijo, “a ti no te interesan los demás, ¿verdad, cabrón?” y se alejó. Al rato, empezó a dolerme el cuello por la acumulación de fatiga.

Regresé a mi casa. Prendí la televisión para que hiciese algo de ruido. Me bañé y me puse ropa para dormir. Observé mi rostro en el espejo y noté que llevaba varios días sin rasurarme, así que me quité los pelos con una navaja. Recordé todos los acontecimientos del día para asegurarme de que fuera igual a los otros días. Me reconforté mucho al darme cuenta que así era.

Como a las diez de la noche llegó mi esposa, Berenice. Me di cuenta por esa singular manera que tiene de abrir la puerta, dando un jalón brusco a la llave y dejando que la puerta se azote con fuerza contra la pared. Sin embargo, percibí que ese acto en apariencia cotidiano tenía una variable que logré descifrar cuando con el rostro descompuesto y su cuerpo a punto de desplomarse, me mostró la fotografía del diario de hoy.

Recuerdo que me dijo algo así como: “Hijo de puta, ladino, miserable. ¿Cómo pudiste hacerle esto a mí y a tus hijos?”. Luego corrió a su cuarto, empezó a hacer la maleta y me gritó “la casa es tuya, pero me encargaré de que mis hijos no vuelvan  a verte jamás”. Sentí que tenía algo que decir y le pedí que no hiciera locuras. No me escuchó.

Ya en la puerta, bastante alterada, me preguntó si no tenía motivo para disculparme y si estaba consciente de lo que había hecho. Le contesté que tenía tantas cosas en la cabeza que me sentía incapaz de explicar el asunto de la fotografía. Ella me preguntó si estaba arrepentido. “Claro que sí”, respondí. No me creyó.

Obstinada en irse con la noche encima, mi prudencia la invitó a dormir en la casa: “Ya habrá tiempo de esclarecer ese tema, te lo prometo”. Berenice no dijo una sola palabra, lloraba profusamente y no me miraba. Tras minutos de silencio, habló:

“Lo que más me pone triste es que no muestres nada de arrepentimiento. ¡Mírate!, estás allí de pie como si nada hubiera pasado. Es como si no te importara. ¡Dime algo, lo que sea!”

“Vamos a dormir, tengo mucho sueño y estoy cansado”, fue lo único que le dije.

Se fue.

Cuando me acosté, sentí bastante frío. Desdoblé una cobija guardada en el ropero de mi esposa, me la arropé en todo mi cuerpo y el frío no desapareció. Ya no tenía sueño y me senté en la sala. Busqué en mi pantalón que llevé puesto todo el día la cajetilla de cigarros. Fumé con premura los tres únicos cigarros que tenía la caja. Miré la calle por la ventana de la sala; vacía y arrullada por el canto de los grillos. Chequé el reloj, faltaban diez minutos para la media noche. Reparé en que el microondas seguía encendido y con la puerta abierta, desconecté el aparato y reflexioné sobre el cuantioso gasto de energía que necesitan los objetos que no brillan con luz propia.
  

martes, 8 de mayo de 2012

Cinco de las peores películas que he visto.


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

El séptimo arte, incubadora de grandes historias, también es caldo de cultivo para microbios e infecciones virales convertidas en películas terribles. Carretadas de celuloide que debieron quemarse, millones de dólares tirados a la basura y el tiempo desperdiciado que no volverá, son el resumen de muchos filmes que sólo aumentan la obscenidad de una industria enfocada en los ingresos fáciles sobre la calidad, sostenidas en un público que decide ver esta clase de historias. Dentro de ese público, un servidor ha contribuido a la disminución de neuronas en su cerebro, apoyando estas demostraciones de impudicia y sinrazón. A continuación, cinco de las peores películas que he visto.

1.- Zapata: el sueño del héroe

Emiliano Zapata puede comunicarse con los caballos con solo mirarlos y es descendiente directo de la estirpe de Cuauhtémoc, ya que le queman los pies al igual que al último tlatoani azteca. Un pastiche de astrología, chamanismo y falta de apego a una mínima coherencia histórica tiran por la borda la poca credibilidad de Alfonso Arau como director de cine, en un filme lleno de actuaciones bochornosas y un guión lleno de balas tranquilizadoras para animales salvajes. La prensa elevó el status de la película tan rápido como la denostaron después de su proyección en 2004.

El cantante Alejandro Fernández demostró un amaneramiento involuntario en su personaje, y Lucero fue la parte cómica de la película con su ridículo acento español. Jesús Ochoa, por su parte, nos deleita en su papel de Victoriano Huerta, con una miscelánea de diálogos arrastrados por una voz silente, mirada extraviada al firmamento y repetición compulsiva de risitas diabólicas. Los resultados en pantalla demostraron la caducidad de un director que cuatro años antes puso en serio peligro la credibilidad de Woody Allen en “Cachitos Picantes”, película olvidable donde el comediante interpreto a un marido judío cornudo que mató a su mujer y la cortó en trozos. Y todavía hay gente que cree en Arau.  

2.- Gol 2

Soy un gran fanático del futbol (se puede constar en mi otro blog: ceroaceroesbostezar.blogspot.mx). Pero esta película es una telenovela de dos horas con algunas escenas editadas de partidos de futbol. Santiago Muñez, interpretado por el actor mexicano Kuno Becker,  es transferido  al Real Madrid mientras el raquítico guión es alimentado de situaciones melodramáticas. El protagonista se enreda con una conductora de televisión que le zorrea minuto si y minuto también, conoce a un hermano perdido, choca su auto en una calle de Madrid, y pierde el amor de su novia inglesa. Una historia digna de escritores de historietas baratas de periodicidad semanal.

La edición de los partidos es horrenda, demostrando que era más emocionante ver videos en You Tube sobre la Champions League del Real Madrid en 2006 que pagar la entrada para ver la película. Llegó un momento en que nada de lo que hacían los personajes te llamaba la atención y ni siquiera el futbol capta el interés al final, con final inverosímil típico de esta clase de películas. Ni siquiera los cameos de Zidane, Beckham o Raúl salvan el colapso. Gol 1 era un churro digerible, pero Gol 2 es una diarrea cinematográfica. Hay quienes dicen que Gol 3, la rúbrica de esta trilogía de cintas, sacada directamente a DVD y que narra la historia de dos ingleses que juegan el Mundial de Alemania 2006 con su selección, es peor.  Prefiero no comprobarlo.

3.- Dr. Dolittle 2

La película perfecta para dormir a niños hiperactivos y castigar a infantes latosos, la secuela del doctor que habla con los animales es perfecta para curar el insomnio y comprobar que Eddie Murphy dejó de ser gracioso hace más de una década (o tal vez nunca lo fue). La comedia física y de muecas sólo provoca grandes bostezos en los espectadores  y la interacción entre Murphy y los animales es un interminable tratado de desprecio mutuo, pues la química que se pretende con los personajes deviene en combustión espontánea.

La historia es simple, los animales del bosque le piden a su amigo Dolittle que luche contra la deforestación que pretende realizar una empresa. Por lo demás, el guión es una enorme zanja de 81 minutos donde las risas, que debían provenir de Eddie Murphy y sus diálogos con los animales parlantes, se tropiezan en un letargo profundo. Festival de cabezas oscilantes y ojos entrecerrados, la cinta familiar se convirtió en un infomercial para trasnochadores. Eddie Murphy luego haría bodrios como “Pluto Nash”, una coladera en la que Warner Brothers gastó 100 millones de dólares (de los cuales 20 millones se embolsó el actor afroamericano), y sólo recuperó tres.

4.- Adivina con quién salgo o Mr.Woodcock

Lo malo de ver películas en los camiones es que no puedes elegirlas. Un día, mientras iba a estudiar a Ocotlán, mientras la noche impedía matar el tiempo leyendo o viendo el paisaje, me topé con las aventuras de Mr. Woodcock, un profesor rudo de educación física que corteja a la madre de un ex alumno suyo que lo detesta.  Hacía falta la luz, tanto en el camión como en el filme, ya fuera para hacer otra cosa en el viaje o para que la película se volviera interesante por alguna experiencia espiritual.

Lo malo de ver películas en los camiones es  estar despierto. Apoyar la cabeza en el respaldo para atraer el sueño y que este, reacio, no llegue a ti. Entonces te abandona y te deja a merced de la decadencia de Billy Bob Thornton y Susan Sarandon (ganadora del Oscar como mejor actriz), y la estupidez del papel de Sean William Scott, actor mejor conocido por sus intervenciones de chico guaperas en American Pie, el tratamiento Ludovico de cerebros adolescentes más eficaz  de todo el mundo.  Los estereotipos americanos suceden uno tras otro como pasarela de Miss Universo: el profesor macarra que hace la vida imposible a sus alumnos, el niño gordo de la clase del que todos se ríen de él, el cultivo de la imagen y el éxito publicitario como la estrella de Oriente de los jóvenes estadounidenses, y las caras estreñidas de los actores al momento de recibir golpes. Hora y media sin una sola risa. El entretenimiento fácil volvió por sus fueros.

Lo malo de ver películas en los camiones es simplemente verlas. Hacer lo que se pueda, como llevar una botella de cloroformo o pastillas de Zanax, en vez de participar en la dudosa calidad del cine de viajes. Por cierto, recordé que Sean William Scott también participó en Los Duques de Hazzard y Jackass 3D. Un dato muy explicativo.

5.- Chiquito pero peligroso

Un crítico dijo de este filme que provocaba menos risas que “La lista de Schindler”. Se quedó corto. No sólo no es divertido, sino que es una invitación al azote. Sus escenas cómicas dan asco y sus chistes dan pena ajena, de ese tipo de vergüenza que hace que veas la película de reojo, tapándote la cara con el antebrazo y con tus manos sudorosas, atenazadas con fuerza en el asiento. Los hermanitos Wayans, los tres chiflados del cine de Hollywood, atacan con otro producto para débiles mentales, como si “¿Y dónde están las rubias?” y la franquicia  “Scary Movie”  no han sido suficientes para perpetuar el ejército de púberes con acné que ríen idiotizados cualquier gracia. Pero más tonto yo, por ver esta... rapsodia a los golpes en los huevos.

Keenen Ivory desde la dirección,  Marlon y Shawn desde la actuación, trabajan en conjunto para entregarnos una plasta de engrudo donde, si metemos la mano muy hasta el fondo, encontraremos los indicios de un guión cinematográfico. Un hombre pequeño y un hombre de estatura promedio, ambos anormales, son unos rateros que roban un diamante. Con la policía tras de ellos, esconden la joya en una casa. Da la casualidad de que en esa casa vive una pareja que desea tener un hijo, y los ladrones aprovechan para presentar al enano como un bebé recién nacido. El resto, una sucesión de chistes y gags sobre fluidos del cuerpo, con alusiones al sexo y a la mujer como objeto para tener sexo con ella, el enano agarrándole las tetas a la esposa y primerísimos planos a traseros y escotes. En resumen, mierda, culos, miados, vaginas y testículos abollados, se reúnen para dejar maloliente toda la película y provocar naúseas y vómitos en quien esto escribe. El final sólo es la cúspide de todo el cerro de desechos equinos que los hermanos Wayans prepararon a sus espectadores.

Este purgante cinematográfico fue reconocido como la película con peor actor, peor reparto y peor remake, en el año 2006. Tres Razzies ganados a toda ley. 

miércoles, 2 de mayo de 2012

Carta a mi tía en su cumpleaños (guárdese después de leer):


Leí una novela en el que su protagonista decía: “se siente la necesidad de hacer algo, de ir a alguna parte”. La frase aplica como anillo al dedo en mi vida, y supongo que esa sensación de moverse surge de ver a aquellos por quienes sentimos admiración del legado que presumen.  La historia de una mujer que trabaja en una oficina como secretaria y recepcionista, soltera, hermana de muchos y tía de otros tantos, tiene sentido en una actualidad hambrienta de referencias para sostenerse al mundo. Al menos para mí, hurgar en su legado tiene una gran importancia. Me refiero a usted, Blanca Valdez Padilla, que hoy cumple un año más de vida.

Momento idóneo para redescubrir vivencias tan comunes que se vuelven leyendas. Como las veces que nos decía, “y no quiero que se levanten de la mesa hasta que el plato esté limpiecito, mis cabrones”. Decías aquello por joder, ciertamente, pero en aquellas confrontaciones me parece hallar la génesis de un carácter fuerte, capacitado para soportar las más duras tormentas y poner el ejemplo con la práctica. O las tardes de lotería, esas en las que admiré su prodigiosa memoria al jugar hasta con cuatro plantillas a la vez y me divertí con sus berrinches cada vez que no ganabas el juego y exigía justicia al que gritaba los nombres de las cartas que revisara bien la baraja. Había veces que a su memoria le faltaba concentración, pero ¡ah como nos divertíamos!
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Confieso que hay muchas veces que me fastidia ir a su casa. Soy un hombre comodino y amante de los placeres mundanos (confort) que ofrece mi hogar, lo reconozco. También confieso mi incredulidad por su insistencia en que la vaya a ver, cuando la mayoría del tiempo me repliego en la soledad y no le dirijo más allá de diez o quince palabras en las seis horas que estoy allí. Pero con una simple mirada, un simple beso en la mejilla y una sola pregunta, “¿cómo estás?”, solo eso es suficiente para saber que usted está allí, y yo estoy presente. Para quererla como a una madre, y para amarme como a un hijo.

No sé si podré cumplirle aquella promesa que le hice cuando era niño. Le dije que iba a comprarte un auto deportivo, esos de asientos movedizos y techo convertible, cuando fuera adulto y ganara dinero. Todos hemos dicho muchas cosas, de las que podemos arrepentirnos o simplemente dispensarlas como parte del anecdotario. No me pida el auto, porque no lo voy a tener.  Elegí una carrera destinada a los ascetas, paraíso de los agujeros legales en materia laboral, pero semilla de una gran parte de lo que soy ahora. Espero que esté orgulloso de mí, como la vez que brillaron sus ojos cuando me puso el birrete y la toga para mi graduación de preparatoria o la vez que me ayudó a comprar la computadora con la que ahora escribo estas palabras.

Usted fue la primera en llamarme por el nombre, del cual lleno los registros escolares y las identificaciones oficiales. Las muestras de afecto y cariño de los seres que me aman tienen sentido al ser prologadas con el nombre propio. Prácticamente me hizo ser parte del mundo y tener una identidad propia desde el comienzo. Ahora la mayoría me llama Andrés, y el recuerdo de aquel sacerdote, el hombre que la rescató de la minusvalía escolar y le ayudó a estudiar Secretariado para conseguir el trabajo que tiene ahora, ese sujeto al que nunca he conocido en persona, me llega a la mente. Tal vez la historia sería diferente si sólo me llamara Carlos, como mi padre, pero hacía falta una segunda identidad, la cual cobró vida hasta lograr su independencia, y hacerme más diferente y único al mismo tiempo. Tal vez yo no fuera el mismo si se refirieran a mí como Carlos hijo. Y eso fue gracias a usted.
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Usted es bien peleonera. Libra batallas imposibles y crispa los pelos cuando empiezas a retar a alguno de los sobrinos a que se atraganten con las tortillas o el arroz de las comidas domingueras. A veces me dan ganas de ponerme audífonos o salir corriendo, pero luego me río y me tranquilizo. Su locura es sana, hasta agradable de atestiguar. Finalmente, es así como ejerce su docencia. En ese sentido, sus enseñanzas han sido vastas y valiosas, aunque arrojadas con la fuerza que viaja una roca grande hacia el precipicio de un barranco. Pero la docencia que marca es aquella que se hace escuchar.

Eso sí, la fortaleza no se muestra a gritos, porque es debilidad. No le grite tanto a mi abuelo, tal vez hubo muchas conductas de él que no le gustaron, pero ya es un hombre mayor y merece un mejor trato. A veces pienso que hay días en que las hermanas Valdez Padilla disfrutan de tirarse cacerolazos una a la otra, imponga algo de cordura. Déjese querer un poco más por los niños, no muerden (tal vez ese consejo debo aplicármelo yo mismo) y miénteles la madre en buen plan, con ese arrullo tan suyo con el que haces reír a los bebés.  Tire sus máscaras de jefe de tránsito regañado a la basura. No las necesita. El mundo ya tiene demasiados actores en escena.  
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Una noche, me apersoné con mi cuerpo de pre púber en una reunión de adultos, en casa de tía Trina. Estaban mis tíos, algunos primos a los que se les asomaban las ganas de casarse, mis abuelitos y mis padres. Me preguntaron si me parecía ver en ti a una persona normal o discapacitada. Respondí que eras una mujer normal. Mi padre me dio un sermón esa noche sobre el hecho de que usted era una mujer discapacitada, y casi me mostró las muletas y la silla de ruedas que usted tiene como evidencias nunca antes vistas. No respondí con propiedad. Pero hoy considero que el hecho de que no pueda caminar con los dos pies o requerir de la ayuda de terceros para ir al trabajo no significa que sea una mujer discapacitada. Las piernas inmóviles de accidentes lejanos son sólo testimonios de la lucha de alguien que desafió al mundo, miró de frente a las circunstancias, y logró bordar una carrera laboral y una familia que le tiene aprecio. Muchos “normales” no hacen eso. Tú legado, hecho con las herramientas que ofrecen las ideas que viajan de la cabeza al firmamento, es único y propio, ejemplo y admiración de terceros.

No sé si la discapacidad que hoy tiene fue agravada aquel día, en la casa de Tangancícuaro donde mi abuelo hacía el bolillo más caliente y migajón del pueblo. Cuando me dijeron que había llegado, corrí para abrazarla, pero usted no estaba preparada para responder a ese abrazo y la tumbé al suelo. Me regañaron y me sentí culpable. Hoy, entiendo que aquel arrebato debió ser repetido mayor número de veces. Mil veces preferible noquear a un familiar de afecto que despreciarlo en la indiferencia. Sólo fue una caída, dirá usted. Es cierto, sólo fue una caída, con todo lo que eso significa recordarlo ahora. Hoy le daré de nuevo ese abrazo, nada más sosténgase de alguna parte.

Muchas felicidades

Andrés

martes, 1 de mayo de 2012

Debate Jalisco: el simulacro de una política infomercial

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

El océano de los qué, y el desierto de los cómos. El debate como discurso político y vitrina de propuestas falleció hace tiempo. El cadáver murió hace años y nadie ha enterrado sus restos. Lo sucedido hoy con los candidatos a gobernador de Jalisco, resultó ser una obscenidad esperada, amparada en la cultura de personas que ya no esperan lo mejor, sino lo menos peor. Fue un debate cohibido, intrascendente, monótono. Pero el periodismo seguirá adicto al moderno narcótico de los opinólogos; hablar de las sobras de la comida como si fuesen el platillo principal del restaurante.

Hace tiempo que al debate político le urge un cambio de ropa. Los candidatos confunden la presentación de propuestas con discursos circunscritos al cliché. Tres minutos de intervención para dar paso al desperdicio de palabras, que salen atropelladas y maltratadas por el uso infértil que se realizan de ellas, para dar paso a sentencias mil veces repetidas. Los políticos adoptan siempre las mismas posturas: tono de voz edulcorante, mímica robotizada y artificial muy parecida al de un ventrílocuo inexperto, lecturas titubeantes y quebradas por los nervios, y repetición cansina de eslóganes de campaña. El formato de estos pasquines está desgastado, y ya no funciona ni como cotilleo del día siguiente.


Una buena palabra para resumir el debate es irritación. Irritación por las manos epilépticas de Aristóteles Sandoval,  la voz de ultratumba de Fernando Garza, los continuos pleitos de verduleras iniciados por Fernando Guzmán, la obsesión de la candidata del PANAL en reprobar exámenes de dicción y lectura en voz alta, y la numerología sin contexto de Enrique Alfaro. A la magia de la retórica se le vieron los hilos: políticos que atacaban a otros con recortes de periódicos, discursos magnetofónicos sin respuestas claras e infomerciales que retaban el sonido de la chicharra de los tres minutos. Ni ciertos momentos de seriedad de Enrique Alfaro, el que más se tomó en serio el debate,  salvaron el galimatías colectivo. Otra oportunidad más que la política jalisciense deja pasar.

Se disertaron vaguedades. Se habló sobre la posibilidad de colocar un profesor al frente de la Secretaría de Educación Jalisco, pero no se mencionaron nombres de candidatos o proyectos de los mismos. La inauguración de ficticias universidades estatales, rurales y técnicas derivó en la ignorancia de la calidad de las enseñanzas a impartir o el tipo de materias a enseñar. Hubo promesas de repartir miles de empleos, pero nada sobre el ramo, duración o salario de los mismos. Menciones a la utopía jalisciense del futuro se dieron a montones, pero el Jalisco del presente fue absuelto por la ridícula conformidad de echarles la culpa a los malos gobiernos que “robaron al pueblo”.

Las soluciones se simplifican. Dar computadoras e Internet a los alumnos no resuelve la baja calidad escolar. Tener más policías resguardando la seguridad sólo agrava la miopía existente del tema, consistente en privilegiar cantidad sobre calidad. Construir vialidades y avenidas de múltiples carriles incrementa la reclusión de los ciudadanos de a pie y la adoración al Dios Automóvil. Los empleos no servirán de nada si se pepenan. Se podrán crear programas que reactiven la inversión privada, pero nunca a costa de destrozar los recursos naturales y despreciar el tesoro más infravalorado de los jaliscienses, el conocimiento.

Cuando no hay espacio para los cómos, los qué se vuelven más disparatados. Ejemplos hubo varios. La creación de bancos para pobres sin fondos económicos para abrirlos. Alimentación con desayunos escolares a los niños de primaria como despensas disimuladas de campaña. Suministro desbocado de recursos a la cultura, el ente totémico que nadie ha sabido explicar su importancia para el estado. Y por otro lado, la omisión a las necesidades de 120 municipios jaliscienses que ven como la Zona Metropolitana de Guadalajara devora la atención y los recursos gubernamentales. Sólo faltó el político que construirá el río para que haya un puente. Como se dice en el argot, más de lo mismo.

Reseñar atrocidades es la afición del masoquista. Pero, al modo de un asesino serial, me gusta destripar acontecimientos como el debate de los candidatos a gobernador de Jalisco.  El consumo de un producto sintético, con fondos blancos y ademanes estudiados, incuba un sabor anodino en las papilas gustativas de los ciudadanos que quieren estar un poco más informados de la gente que los va a gobernar seis años. Habría que cambiar el formato de un debate hecho de cara a la instantaneidad del televisor, empecinada en mostrar rostros guapos y sonrisas forzadas con pinzas de cerrajero. Los proyectos se califican por el diseño de los trajes, los ademanes oratorios y el amor a primera vista con el primer plano de una cámara. De lo otro, de lo importante… seguimos esperando.