La semana pasada acudí al Rojo Café para ver la película de
Hayao Miyazaki, “Mi vecino Totoro”. Para un hombre que no conoce más mundo que
el enclavado en las cuatro paredes de su cuarto, esta clase de experiencias
resultan ser extraordinarias. Tanto, que son tema para una crónica.
Acudí al lugar con la devoción de un hipster, o un otaku amante
de los Estudios Ghibli (compañía japonesa que hizo la película, equivalente a
Disney en Estados Unidos). Me llamó mucho la atención las buenas críticas a
Hayao Miyazaki, director de grandes obras animadas como “La Princesa Mononoke”,
“Ponyo en el acantilado”, “El increíble castillo vagabundo” o “El viaje de
Chihiro”. Nunca había visto una película del renombrado cineasta nipón, y pensé
que era una buena oportunidad para hacerlo por primera vez. Las sensaciones
finales son satisfactorias, pero de eso hablaré más adelante.
Al llegar a Rojo Café, me senté en una mesa y pedí un chocolate, pero me lo trajeron media hora después, con una mesera naufragando en mesas desocupadas. En ese lapso de tiempo muerto, revisé un programa de eventos con las actividades culturales del recinto gastronómico. Me dio coraje saber que una de mis películas favoritas de siempre, “La Vida de Brian”, una comedia del grupo británico Monty Python, fue exhibida un 2 de abril. Lo malo de encerrarse en la casa y no salir ni para tomar aire. Absorto por tanta cultura, tomé un tríptico que parecía de pasta dura para disponer de un buen rato de lectura. Pero me percate a tiempo de que era la carta. Tan imbuido me encontraba en expandir mis horizontes culturales, que pensé en leer literatura clásica allí donde decía “Frapuccino, 60 pesos”.
Al llegar a Rojo Café, me senté en una mesa y pedí un chocolate, pero me lo trajeron media hora después, con una mesera naufragando en mesas desocupadas. En ese lapso de tiempo muerto, revisé un programa de eventos con las actividades culturales del recinto gastronómico. Me dio coraje saber que una de mis películas favoritas de siempre, “La Vida de Brian”, una comedia del grupo británico Monty Python, fue exhibida un 2 de abril. Lo malo de encerrarse en la casa y no salir ni para tomar aire. Absorto por tanta cultura, tomé un tríptico que parecía de pasta dura para disponer de un buen rato de lectura. Pero me percate a tiempo de que era la carta. Tan imbuido me encontraba en expandir mis horizontes culturales, que pensé en leer literatura clásica allí donde decía “Frapuccino, 60 pesos”.
El lugar donde se exhiben las películas no es más que un
largo pasillo donde hay varias mesas para los comensales, además de un templete
donde además de cine, se exhiben algunas obras de teatro. El gran conflicto de
mostrar filmes en una cafetería es la necesidad de alargar el cuello como una
jirafa, esperando que las teorías de Lamarck respecto a la herencia de los
caracteres adquiridos se haga realidad contigo y puedas ser lo suficientemente
alto para sortear las cabezas de enfrente, esas molestas barreras que te
impiden ver a plenitud la película. Rojo Café también cuenta con unas sillas incómodas,
perfectas para delinear generaciones de ancianos encorvados y jóvenes con
achaques de viejos, además de precios prohibitivos para carteras de
desempleados como yo.
Hubo problemas con el equipo de video. Afortunadamente, se resolvieron adecuadamente. Pero el proceso previo es digno de destacar. Un
proyector que tarda horas en presentar un recuadro moribundo en una pared, una
computadora que mantiene una riña de incompatibilidades con el proyector, como
si se cayesen gordos de antemano. Los encargados de poner la cinta, de pronto
se ven rebasados por una tecnología que decide jubilarse repentinamente, y es obligada a trabajar con
golpes, como un burro mostrenco. Finalmente, cuando al fin la imagen se dignó
en aparecer, cual padre irresponsable que abandona por años a sus hijos, el
sonido de la película decidió ponerse una mordaza en la boca. Los técnicos le
devolvieron el habla a patadas, provocando un estruendo agudo y chirriante que
duró varios segundos. Lo anterior logró una sordera temporal en los asistentes
y que el sonido saliera de las bocinas como un vómito y un ronquido a la vez,
sin ecualización y con saturación. Todo esto, hasta que el inicio de “Mi vecino
Totoro” compuso del todo las cosas.
Antes de la proyección de “Mi vecino Totoro”, se mostró un
cortometraje llamado “Jacinta”. Narra la historia de una anciana que borda
telas hasta que decide morir… bordando. En el proceso, se muestra la vida de
varios ancianos, lo que genera en la obvia metáfora de la vejez como un proceso
preparatorio hacia la muerte. La animación es sobria y se prescinde del diálogo
para contarlo todo con imágenes. El corto es disfrutable si se prescinde del análisis
“hipsteriano” de los símbolos visuales y los planos cinematográficos. Hay más
honestidad en un tipo que devora palomitas mientras se emociona al escuchar la
enésima explosión de una película de “Transformers”, que en un joven que dice
aprender mucho de Dziga Vertov y entender del todo “Mullholland Drive” de David
Lynch.
Hayao Miyazaki, director de "Mi vecino Totoro" |
El filme es muy bueno. Animación inteligente sin necesidad de atiborrar de melaza o personajes estúpidos a los niños. Muestra sutilmente temas como el miedo a perder a una madre, el cuidado de la naturaleza, y la superación de los miedos, prescindiendo de sucesiones de chistes referentes a la cultura pop o lenguaje de eslóganes hechos por publicistas hipócritas de las grandes empresas. Los estudios Ghibli lo bordan con paisajes animados de gran calidad. Una gran película, para recuperar los principios básicos de una película de dibujitos.
Me fui con el propósito de salir más tiempo de mi casa y de
huir de los innecesarios comentarios de la película después de la proyección,
hechas para inflar el ego de los dueños del establecimiento. A las afueras de
Rojo Café, la noche ya presentaba su apogeo, la mayoría de los hogares y
comercios estaban cerrados y silenciosos, era hora de llegar a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario