Por Andrés Gallegos
No me gusta la fiesta brava. Moralmente me causa conflictos
y como arte no le encuentro su sentido estético. Leí extractos de "Muerte
en la Tarde" de Ernest Hemingway, y varios de los cuentos que le dedica a
la tauromaquia. Me parecieron buenos, pero no logré desentrañar y apropiarme de
la pasión instintiva que emanan sus descripciones de esta actividad. A veces
leo crónicas taurinas, y disfruto el uso del lenguaje y la jerga que hacen los
periodistas especializados, aún sin comprender por qué un matador merecía dos
orejas en lugar de una, o cuándo una faena es atractiva o insípida para los
tendidos. Mi padre es un gran aficionado de la fiesta brava, y cuando habla de
toros y toreros me encanta oírlo por la pasión que imprime a sus juicios e
historias, pero permanezco como observador pasivo de esas recreaciones
teatrales.
Una vez vi por televisión a Julián López "El
Juli", indultando a un toro en la Plaza México. Me sentí aliviado porque
le perdonaban la vida al toro, aún con el dolor de las banderillas colgándole
del morrillo. Llegué a sentir admiración por los trotes de ballet de los
caballos de Pablo Hermoso de Mendoza para evitar la cornada del toro, pero
luego algún tonto montado en un caballo protegido con armadura medieval le
aplicaba pinchazos al animal con una mezcla de crueldad y torpeza, buscando a
tientas la parte más sensible del astado, y se perdía ese ligero
involucramiento mío en la fiesta brava. Mi padre me contó la historia de un ganadero
que regresaba a sus toros indultados a la plaza, con la corrida ya terminada, y
los mataba con una pistola, ya que sus animales “debían morirse en el ruedo”. El
relato me pareció terrible.
Estos acercamientos a la fiesta taurina no lograron
engancharme a su ritual y simbolismos. Pero al mismo tiempo, me hizo conocer
muchas historias acerca de mi padre. Por ejemplo, cuando de niño vendía tacos
de frijoles con longaniza, de tortilla de harina, en la Plaza de Toros “La
Morena”, de Villa de Purificación, como medio para aportar a la economía
familiar. Al mismo tiempo, se sorprendía
al ver aterrizar las avionetas en el pueblo, mientras los toreros se bajaban y
se dirigían al ruedo ya vestidos de luces. Y mientras compartía esa infancia y
adolescencia en medio de los burladeros y tendidos, mientras me explicaba que
el toro es la verdadera estrella de la tauromaquia porque es el principal
protagonista de una escenificación de la vida y la muerte, mientras me decía
que los toros con verdadera nobleza siempre embisten la muleta y están destinados
para vivir por última vez en el ruedo, mientras en sus pláticas casi me hacía
ver el traje de luces y la espada en sus manos, yo por dentro me decía y aún me
digo, “no sé exactamente de qué me habla mi padre, pero es algo que ama y todas
las cosas que él ama también las amo yo, así que haré un esfuerzo por
enamorarme de ese romanticismo y hacerlo parte de mi”.
Ese esfuerzo de empatía con mi padre, me hace muy receloso
de los anti-taurinos, sobre todo de aquellos cuyo celo prohibicionista los
lleva a actos tan moralmente repugnantes como celebrar la muerte de un torero
por una cornada, o como sucedió esta semana, festejar que el torero Rodolfo
Rodríguez “El Pana” terminara cuadrapléjico. Comprendo que hay activistas con
argumentos racionales para prohibir las corridas de toros. Michel de Montaigne
le ha dedicado pasajes hermosos en sus “Ensayos” a los animales, alabando la
capacidad de cuidarse a sí mismos, su nobleza y amor, el temple ante las
adversidades y la comprensión instintiva de ideas que llevan tiempo a los seres
humanos asimilar mediante la razón. Peter Singer, filósofo australiano, asegura
que los animales tienen el rasgo fundamental de sentir el dolor, y que
deberíamos tomar esto en cuenta a la hora de tratar a nuestras mascotas, o
cuando pensamos en la procedencia de la carne que nos comemos (de allí que
Singer también defienda el vegetarianismo como dieta común para la humanidad).
Son ideas atractivas, que tal vez yo no practique pero reflexiono sobre las
mismas. Mismas ideas que llevan a activistas con buenas intenciones a defender la
prohibición de la tauromaquia. Pero algunos, no todos, pasan de la oposición al
odio visceral, y es algo que particularmente me pone de malas.
Y cuando algún anti-taurino descerebrado desea lo peor a
toreros desafortunados como El Pana, no puedo dejar de pensar en la familia de
este adulto mayor de 64 años, y sobre todo, en la historia de vida de Rodolfo Rodríguez, quien perdió la vida tras quedar cuadrapléjico. El Pana era un ídolo
del pueblo, que perdió los mejores años de su carrera por su necedad en
criticar a matadores y empresarios, pero sobretodo, por su alcoholismo,
enfermedad que le devoró sus ganancias y su vida. Torero peculiar, locuaz y
excesivo, dedicó una corrida en la Plaza México a las prostitutas, por ser las
musas que lo acompañaron en su aventura por los ruedos. Cuando logró recuperar
su carrera, ya tenía 50 años, pero El Pana se resistió a que la vida le
arrebatara el traje de luces, y siguió toreando, pese a estar claramente
incapacitado para hacerlo. Tlaxcalteca de origen humilde, carismático y
demasiado apegado a sus múltiples vicios, El Pana es el ejemplo de miles de
vidas humanas, que entregan todas sus
facultades y defectos a una pasión que los hace vivir pero les consume hasta el
último gramo del cuerpo. En el caso de Rodolfo Rodríguez, no entendió que una
pasión mal atemperada nos vuelve insensatos y esclavos, él no supo dejarla a
tiempo, y terminó por costarle el resto de su vida.
No me gusta la tauromaquia. Pero no la odio. Y cuando cretinos aseguran que la fiesta
brava solo les puede gustar a salvajes y crueles sin educación, pienso en las historias
paternas. Pienso en cómo iba los fines de semana a la Plaza México en el tiempo
libre que le dejaba su instrucción militar en el Colegio del Aire, en sus
pláticas sabrosas con otros taurinos en la Plaza Nuevo Progreso, y principalmente,
en aquel niño al que la existencia de un toro de lidia le permitió vivir un
poco mejor, tanto económica como sentimentalmente. Y tal vez, repasando esas
historias, llegue a comprender al fin “las razones que la razón que no entiende”
que llevaron a mi padre a amar las corridas de toros. Pero si continuará sin
entender nada, no quisiera que prohibieran la Fiesta Brava, porque con ella, se
llevarían parte de las vivencias de mi padre y de muchos hombres que llegaron a
amar el ritual y los simbolismos de la tauromaquia.