No hay algo que discrimine más o
provoque oposiciones de clase tan violentas, como los cánones de fealdad. Pero
incluso en la estética de lo horrible existen notables diferencias. Los negligentes de la apariencia corporal,
los fregados de la ciática, los ojerosos con antifaz de ladrón permanente que
le roban el sueño a la madrugada, los barbudos neo-hippies, los que tienen la
panza pintarrajeada por estrías toscamente delineadas, los que tienen barros
más difíciles de expulsar que los gorrones de las fiestas o los borrachines
maratonistas de los bares, todos esos pertenecen a la categoría underground y
contracultural de lo pinche feo. Estos ejemplares biológicos de lo grotesco
parecen idénticos, pero así como entre los perros hay razas, aquellos hombres y
mujeres desgraciados, hechos con la verga y no con pincel, se dividen en dos
categorías principales. Los feos y los que se sienten feos.
Semejante catálogo de inmundicias
no expulsa su hediondez cuando los familiares y amigos abren el bote de la
leche caducada y empiezan a oler. El rostro se les descompone mientras te dicen
“pero que gordo estás”, “te pusiste más llenito” o “deberías hacer más
ejercicio”. Es allí cuando se diferencian los feos de los que se sienten feos.
Al feo le vale madres el comentario sibilino de la tía igualmente gorda o de la
prima repelente. Al que se siente feo, semejantes descripciones le resultan
verdades científicas, dogmas de fe. Con la misma precisión que hacen gala los
matemáticos para resolver teoremas, los que se sienten feos se colocan el sambenito
de lo horrendo en sus almas y se tapan la cara o se esconden en un rincón para
que la gente los deje de ver. Al feo no le importa si colocan su rostro en un museo
de Ripley o en el Semanario de lo Insólito, es feliz presumiendo la poca
enjundia y esmero con las cuales sus padres hicieron la tarea de procrearlo. El
otro feo se coloca voluntariamente la marca de Caín para auto flagelarse en la
imposibilidad del cambio, fueron las brujas o las maldiciones quienes lo
hicieron así de aborrecible.
El feo por convicción suele
calzar pantalones tan libertinos que ni se ruborizan en mostrar el culo. Es un
rebelde de la lactancia, bebé lloroso y despreocupado con el pañal cagado
haciendo peso en la cintura. Se calzan el pantalón en la pelvis para que no les
apriete la barriga. Agradecido por todo lo que Dios coloca en su cuerpo, el feo
sentimental realiza ofrendas a sus fluidos corporales. Se deja las lagañas en
los ojos porque lo que el Creador da, el hombre no lo puede quitar. Se come los
mocos porque los infantes, ángeles de Dios, también lo hacen y hay que
mantenerse puros como los niños para llegar al Reino de los Cielos. Como la
Naturaleza dio la saliva a los perros para limpiarse, el feo se vuelve
animalista y los imita, harto de la dominación antropocéntrica que menosprecia
el valor de todas las especies que viven en la Tierra. La comezón se vuelve una
pulsión tan natural como el comer. Tirarse pedos resultan liberaciones de la
represión del Ello, en términos freudianos, o crítica subversiva de las
apariencias burguesas, en términos comunistas.
Los feos que aprenden a aceptar
lo chingados y execrables que están, suelen vivir en paz, alcanzando la quietud
de espíritu y la iluminación que aún encuentran los filósofos, los religiosos y
los drogadictos. Para los tristes acomplejados que se niegan a ser feos les
quedan dos alternativas. La primera es aceptar su condición como el cerdo que
se acostumbró al chiquero, haciendo todo lo que mencioné líneas atrás y
agregando más símbolos decadentes de distinción. Así como al tragón se le
conoce por el modo en que agarra el taco, al que se siente feo se le reconoce
por sus camisetas desfajadas, sus zapatos empolvados, las rasgaduras de sus
pantalones, lo despeinado del pelo, el aliento cadavérico del perezoso que
olvidó el cepillo de dientes, los restos de baba que maquillan de blanco los
cachetes o del que escupe con ánimo de
quitarse un resfriado. Algunas tribus
urbanas utilizan el cuerpo como signos de identidad, los emos usan flequillo,
los aspirantes a invidentes llamados hipsters miran con gafas de pasta, los
góticos visten de negro. Los que se sienten feos prefieren no utilizarlo, son
platónicos en potencia, ¿para qué preocuparse por lo corporal si podemos vivir
en el mundo de las Ideas, siempre inmutables, siempre estables?.
La segunda alternativa del
sentimentalmente horrible es evadir su realidad con los estupefacientes,
alucinógenos y narcóticos que vende esos carteles legales del narcotráfico
llamados medios de comunicación masivos. Los feos sin autoestima son una
lucrativa y millonaria fuente de negocios para cirujanos plásticos, empresas de
cosméticos y tintes para el pelo, vendedores de productos milagro, compañías de
lácteos, diseñadores de modas, perfumerías, farmacéuticas fabricantes de
vitaminas y hasta nutricionistas. La publicidad y los programas de televisión
se alían para seguir haciendo valer menos a esos títeres grotescos sin
autoestima, para venderles fajas reductoras, yogures light, pastillas
milagrosas, cremas que quitan las arrugas y blanquean la piel (pobres
afroamericanos, quien diría que el Nivea logra lo que el Ku Klux Klan jamás
pudo) y desodorantes que funcionan como Viagra para “tetos” y frikis. Toda
esta parafernalia provocó la más conmovedora decadencia del sentimentalmente
feo, el que quiere ser bonito y luce aún más fregado, como un Frankenstein
maquillado con pedazos de cadáveres. El feo que se acepta a si mismo lo ve con
sorna, el feo sentimental que sigue la primera alternativa lo mira con
desprecio, y los bellos, esas caras lindas con la cabeza de tambor, les cantan
a esos monos de circo la frasecita que cantaban en aquella adaptación
descerebrada que Televisa hizo del cuento Patito
Feo. “Nadie pasa de esta esquina, aquí mandan las divinas, porque somos
gasolina, gasolina de verdad”.
Considero que lo feo siempre
existirá, y es necesario que siga existiendo. Lo feo nos recuerda las
imperfecciones de la vida, lo grotesco nos brinda la comedia que necesitamos
para derribar lo solemne y las pretensiones de acomodar la realidad a nuestro
control. Por eso el feo aceptado, el tipo que sabe que ESTÁ HECHO mierda con
esa cara que se carga, es un tipo ecuánime, porque acepta lo que es, no lo que su
orgullo le dice que es o lo que los otros opinen de él. El sentimentalmente feo
es un pavo real hinchado de soberbia, un tipo que se piensa perfecto y cuando
se mira al espejo se frustra, perdiendo contacto con la realidad, CONSIDERÁNDOSE
mierda. Así que lo mejor será dejar de tomar demasiado en serio nuestras
imperfecciones, obsesionándonos en el abandono corporal y de imagen, o
drogándonos con falsas promesas de belleza. Al final, la muerte nos hará a
todos completamente aborrecibles. Y nadie encontraría un placer estético en un
cadáver putrefacto, con la carne hinchada y devorado por los gusanos, aunque
hay gente para todo.
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