jueves, 27 de junio de 2013

Sobre libros inexistentes que se han escrito muchas veces (ENSAYO)

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

CARTA DEL LECTOR

A la revista Libre de nexos:

Leo su revista cada mes y me encantan sus artículos. Sin embargo, les escribo para compartirles una reflexión y pedirles un favor. Soy un comprador compulsivo de libros que nunca leo. Durante el último año, uno de mis pocos logros dignos de ser presumidos es la construcción de una biblioteca acumuladora de polvo. Así, expongo al peligro a mis pulmones, alérgicos a la tierra y a esa humedad devoradora de paredes formada por los humores de lo guardado. Mi biblioteca se compone de libros que no leerán otros, portadas que se desprenden del lomo y hojas que empiezan a ponerse amarillentas, marchitas por tanto esperar las manos y los ojos que las rieguen con su lectura. Y cuando veo todos esos libros en mi estante, me pregunto si llegará ese día en que diga con orgullo, “estos ladrillos no solo sirven para sostener cimientos y adornar la casa”.  En ocasiones, sufro ante la perspectiva de mi muerte, y el no ser recordado por las personas que visiten mi tumba del siguiente modo: “este hombre leyó más de dos mil libros en su vida, y al final, la muerte se lo llevó por culto. Los gusanos que corromperán su cadáver podrán sentirse orgullosos de degustar un cuerpo lleno de celulosa con polillas, y cuando la carne se pudra y abra paso al esqueleto, en sus huesos se verán incrustadas las huellas de su enciclopédico saber”.

A veces medito que he comprado demasiados libros, y considero que aún no poseo los suficientes. No adquiero uno cuando pienso que debería tener aquel otro, rebajado un 30% de su precio original o que trata un tema que en ese momento me interesa (aunque después el interés se pierde en el momento que guardo el libro en la mochila, ya obtenido). Erasmo de Rotterdam decía que el poco dinero que tenía lo usaba para comprar libros y si le sobraba algo de morralla, la destinaba a comida y vestido. En mi caso, me gustaría simpatizar con esta filosofía, pero tanto libro haciendo cola en los estantes me abruma y pienso varias veces en el carácter prescindible de muchos ejemplares que he comprado. Es decir, el dinero que he desperdiciado. Tantas novelas, tanta divulgación científica, tantos manuales, tanto lodo de pantano de libros de autoayuda, o tantos mamotretos de filosofía que destruyen prometedoras carreras lectoras, me hacen pensar en que la humanidad se repite demasiado en sus libros. Miles de obras que sólo son “remakes” o directamente plagios de otras obras, o pies de página de pies de página que a su vez son pies de página de un libro citado en otro pie de página, me llevan a la conclusión de que nuestras bibliotecas carecen de síntesis. Habría que reducir el número de libros por los que vale la pena esquilmar la cartera y desgastar los ojos hasta dejarlos ciegos. El ahorro de dinero en libros apoyaría mi economía, el saber sería más concreto y libre de menudencias y poses. Finalmente podría, a diferencia de Erasmo, llegar algún día a comer en uno de esos restaurantes de luces titilantes donde hay más cubiertos y platos que comida, o vestir con decoro un saco Dolce & Gabanna.

Perdonando tanta digresión, me gustaría que me recomendaran unos pocos libros sobre los temas más importantes, para así reducir mis gastos superfluos y conformar mi biblioteca únicamente con las obras más sólidas del pensamiento contemporáneo. Como sé que su revista se especializa en confeccionar listas de los mejores libros como máquinas costureras y en decir qué escritor es mejor que otro con base en el número de entrevistas zalameras que les realizan o la cantidad de veces que tuitean para demostrar su compromiso social o los abismos de sus pensamientos, me parecen una fuente confiable para encausar por procedimientos más concretos mis ansias lectoras. Es una petición difícil, pero si es contestada, lo agradecería muchísimo.

Atte: Carlos Andrés Gallegos Valdez

RESPUESTA:

Del editor de Libre de nexos

Estimado lector:

La revista agradece su preferencia. Recibimos su misiva sin mucho interés y le pusimos poca o nula atención a lo que escribió, pero a lo que alcanzamos a entenderle, esta casa editorial cree conveniente recomendarle el siguiente artículo de nuestro reportero estrella, titulado “Los cinco libros que deberías llevarte a una isla desierta”. Léalo, y por favor, ya no mande cartas tan extensas, a nadie le importan sus preocupaciones y no tenemos tanto tiempo como para dedicarle dos minutos a sus divagaciones. Sin más, se le adjunta el artículo en cuestión:

Los cinco libros que deberías llevarte a una isla desierta

De Marcos Magallanes*

Aunque sólo recordamos como náufragos famosos a Robinson Crusoe y a Tom Hanks, sabemos que ambos personajes de ficción fueron infelices durante el tiempo que vivieron en una isla desierta, debido a que carecían de libros por leer. Semejante problemática, apoyada en absolutamente ninguna evidencia, aumenta cuando los entrevistados en revistas como la nuestra son incapaces de responder cuáles serán los libros que se llevará a leer cuando llegue a ser un náufrago barbón y maloliente en una isla. Para la gente, leer al menos un libro en semejante estado de emergencia se agrava cuando sabe que no puede elegir a la mano entre cientos de libros, pues es bien sabido que las islas no albergan bibliotecas. Así que este reportaje presentará a los cultos marinos cinco alternativas para leer con tranquilidad en una ficticia condición de desamparados sociales, esos libros que dejarán en el lector ese profundo sabor en el paladar, expresado en palabras del siguiente modo; “esta lectura está bien interesante, el tema es bueno, el autor sabe de lo que habla y lo volvería a leer otra vez… cuando naufrague y encalle en una isla solitaria”. A continuación, cinco libros que debe leer todo ser humano digno de llevar el nombre de la especie.

El primer texto, joya del pensamiento científico, se llama “Sobre la insignificancia humana” de Melanie Porter, doctora en Primatología de la Universidad de Cambridge. El estudio científico, basado en la Teoría de la Evolución de Darwin y en el odio patológico de la autora del libro a su marido, señala que la especie Homo Sapiens no ha demostrado avances significativos en el desarrollo de su inteligencia, motivo por el cual es un lastre para la Naturaleza. Haciendo una comparación con los parientes evolutivos del Hombre, principalmente los primates, Porter nos hace ver que la humanidad debería darse un tiro en la cabeza, ya que mientras los monos logran desplazarse entre los árboles con destreza, los hombres son incapaces de abrocharse las agujetas de los zapatos y eructan entre las comida.

Este libro posee estudios incontrovertibles. Se les inoculó eritoproyetina a los bonobos, y se comprobó que la especie “Pan Paniscus” tiene una mayor potencia sexual que el hombre. Cuatro de cada cinco bonobos tuvieron eyaculación precoz luego de inyectarles la hormona. El mismo estudio se realizó en un grupo de ciclistas, y se observó que uno de cada 236 ganaba el Tour de Francia. El análisis cuantitativo de los estudios no deja lugar a dudas sobre el mayor potencial de los primates. En otro análisis, la Dra. Porter demuestra que los chimpancés comunes (Pan Troglodytes) son más inteligentes que los seres humanos, ya que estos primates son capaces de cazar termitas y hormigas con un palo hueco para luego comérselas, mientras que el Homo Sapiens solo atina a atraparlas con su mano al mismo tiempo de sufrir piquetes constantes de los insectos.

El segundo libro se denomina “Cómo acabar con la economía” del mago de las finanzas mexicano Pedro Luis Irigoytía. El autor recomienda a los gobiernos dejar de gastar el dinero en superficialidades como la seguridad social y la educación, para enfocar los presupuestos públicos en conciertos gratuitos en plazas públicas y bacanales para agasajar a los inversionistas extranjeros. Critica la visión de ciertos lunáticos en cobrar más impuestos a los empresarios y ricos, asegurando que sin ese dinero no se podrían construir las residencias electrificadas y los centros comerciales para niños bien, que dan una imagen de prosperidad a una nación.  En ámbitos más concretos, Irigoytía le pide a la gente ahorrar más su salario comiendo únicamente con frijoles y tortillas, ya que así les “levantan las varillas” a millones de mexicanos en el presente. Incluso recomienda vender todos los platos y vasos de la cocina, para comer únicamente con una escudilla, al modo de Zenón el filósofo del tonel. Así, el dinero ahorrado se usaría para cubrir otras necesidades, como aumentar el ancho de banda del Internet para jugar Xbox Live o comprar un iPhone de última generación.

En un fascinante debate que toca en la mitad del libro, el distinguido economista recomienda dejar de regalar dinero a los vendedores, cantantes y payasos ambulantes que se trepan a los camiones de transporte público. Estadísticas comprueban que un adulto económicamente activo derrocha entre cuatro y trece pesos diarios cada vez que algún mercader de pulseras o un mensajero azteca alarga su mano para pedir una remuneración voluntaria. Lo anterior da un gasto de aproximadamente 300 o 400 pesos al mes. En algunos ejemplos extremos, personas caen en quiebra por dilapidar cuatro mil pesos al año en mantener el ambulantaje de “pecera”. Irigoytía piensa que ese dinero desperdiciado podría ayudar a la industria farmacéutica, ya que la costumbre mexicana y mundial de comprar analgésicos, estimulantes, ansiolíticos y antidepresivos haría más saludable a la gente y a los bolsillos del Sector Salud

“El fin de las canastas de mimbre” es un conmovedor tratado sociológico de una generación perdida. Steven Paulus, sociólogo de la Universidad de Iowa, hacía fila en un supermercado cuando observó con estupefacción la cantidad de bolsas de plástico que se usan para empacar. Al ver a los cerillos acomodar con visible torpeza los objetos en las bolsas, llegándolas a romper incluso, Paulus encontró la mecha para escribir un libro donde denunciara los valores decaídos de una sociedad fracasada.

Tras un repaso histórico de cómo las sociedades occidentales han hecho el mandado, y una serie de estudios comparativos entre culturas, Paulus concluye que la gente es presa de un delirio consumista donde las bolsas de plástico desplazan a las canastas de mimbre. El hecho de que cada vez se produzcan y se usen menos canastas de mimbre es un reflejo de los tiempos actuales. La pérdida de la tradición local por el consumismo global. El advenimiento de las empresas petroleras multinacionales que derrumba a los artesanos locales. La posmodernidad de los hidrocarburos sobre la modernidad de fibra vegetal. La sociedad post-industrial, hundida en el plástico, le da la espalda a los valores de la Ilustración y la Reforma Protestante en las que se cimentaron los hombres y mujeres occidentales.

La genialidad del libro radica en la profundidad de las reflexiones. Utilizando a Foucault, Paulus considera que el uso de la bolsa de plástico en los supermercados obedece a un discurso dominante. En base al psicoanálisis, el sociólogo piensa que la bolsa de plástico es un mecanismo de represión del yo. Con el apoyo de estudios feministas, el plástico es una imposición masculina, donde la bolsa representa el falo, y el ruido que hacen, la voluntad de imponerse sexualmente a la mujer. Paulus concluye con una poderosa conclusión: si el hombre usara más canastas de mimbre, sus estructuras mentales cambiarían hacia el servicio a los más desfavorecidos y el cuidado del medio ambiente.

En ámbitos más literarios, la autobiografía de Johnny Peace, nombrada “Yo Soy Johnny Peace”, es el retrato de un pájaro libre que vuela, lejos del “establishment” controlador de masas mediante alpiste embrutecedor de las conciencias avícolas. No obstante, Peace es el Mesías que enseñó a los jóvenes a rebelarse al poder mediante el uso de calzado sin calcetines. Entender al músico es entender su filosofía. Peace componía canciones mediante las sopas de letras que resolvía en el baño. Él mismo lo señala, “Eso me dio el poder de crear canciones y discos temáticos, que combinaran el espíritu crítico y la voluntad poética de las composiciones”. Así, una canción sobre la paz mundial se logra reuniendo todos los países que vienen en la página 34 de un número viejo de “Sopeando”. El verso “España, Alemania, Inglaterra, Francia, Ageuron, Ailati, Irlanda”, movilizó a miles de jóvenes a una revolución por la paz mundial, debido a la inclusión de tantos países en la canción de Johnny Peace. Los críticos del músico aplauden como focas amaestradas: “No le entendemos un carajo a las canciones, pero suenan desgarradoras, con un halo de rabia contenida”, dice un periodista de Rolling Stone en la contraportada del libro. La historia y la filosofía del Siglo XX se compactan en la autobiografía de un artista luminoso.

Finalmente, “Sombras nada más”, de Gonzalo Montes, es una novela poderosa que resume la búsqueda del hombre por responder el sentido de su existencia. El amor y el desamor, la salud y la enfermedad, la ignorancia y el saber, la fe y la razón, lo material y lo espiritual, el Ying y el Yang, se contraponen en todo el escrito buscando el fin último de la vida humana. “Sombras nada más” es la vida en tu vida, es el amor en tu amor.

Aurora, una mujer de 34 años, vive entregada en un surrealista mundo de pasadizos y aposentos donde la protagonista es oprimida por batientes, marcos de cristal y un cielo de cemento (casa). Desea escapar de esta caverna que limita la expresión de sus sentimientos y conoce a una serie de estrambóticos personajes (el vecino, el que barre la calle, la señora que vende dulces, el vendedor de raspados, el puberto que la mira con ojos anhelantes, la viejita de enfrente), que conducirán sus inquietudes intelectuales hacia “el lugar donde todo está y todo se encuentra, sabiéndolo buscar y pedir”. Allí conocerá por primera vez el amor en un hombre que le habla con el lenguaje del amor sincero (“solo son diez con cincuenta”) y encontrará sentido a su vida cuando encuentre algo que no había encontrado en otros lugares (“Mira, aquí si había jamón de pavo Fud”).


La enfermedad narrativa de Gonzalo Montes lo lleva a una terapia intensiva de varios autores: la hemorragia verbal de Carlos Fuentes, las frases ininteligibles del Ulises de James Joyce, y las filias sexuales del Marqués de Sade, viajan como virus dentro del organismo de las letras, que a su vez denotan una prosa onírica a lo Paulo Coelho y reflexiones sobre el amor al modo de Ediciones Harlequín. Montes, un escritor centelleante, chispeante, fogoso y pasional, logra abrir un nuevo horizonte en la literatura mexicana y universal. Esta conmovedora novela ganó el Premio Nacional de Literatura, el Premio Carlos Monsiváis a los escritores comprometidos, y es muy probable que gane también el Premio Nobel, porque una novela tan extraordinaria debería ser juzgada por la Academia sueca como se merece. De lo contrario, cometerían un crimen histórico.

*Marcos Magallanes escribe desde hace doce años en la revista. Es sociólogo por la Universidad Nacional Autónoma de México, y es conocido por sus libros de ensayos "Peor es nada" (2006), "Por qué López Obrador es un peligro para México" (2007), y "Conversaciones con Vargas Llosa en Skype" (2009), además de su reciente obra de cuentos "Los inteligentes no ven Televisa" (2012), publicado por Editorial Cemento y Grava.

martes, 25 de junio de 2013

Los rusos atacan Nueva York

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

“Yo lo vi. Era un grupo de terroristas, de la Unión Soviética. Fabricaron una bomba atómica, y la arrojaron al Polo Sur. Entonces, toda la Tierra se congeló. En las principales ciudades, el hielo cubría las calles y los edificios…..”

Cuando el filósofo y escritor Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura,  agradeció a su maestro de la primaria, el señor Germain, por convertir a un niño pobre de Argelia en un hombre de bien.  No obstante, hay hombres que convierten en niños pobres a sus alumnos. Son personas que necesitan ser orientadas, más que ser orientadores. Maestros desdichados convertidos en mofa por los alumnos, expertos en transformar en caricatura a los adultos que no tuvieron a un Germain cuando eran niños. Profesores que laboran en una secundaria por la paga, por ser muy amigos del Sindicato, o porque piensan que es una profesión sencilla. El tipo de maestros cuya persistencia en la memoria se presenta de dos modos, o desaparece con el tiempo, o permanece en el recuerdo a base de anécdotas que incitan a la sorna. El mejor ejemplo de lo segundo es un profesor que yo tuve en la secundaria, de nombre Rodolfo Solórzano, cuyos desvaríos son el perfecto ejemplo de la anti-docencia, al puro estilo del profesor que cambió el significado de una oración religiosa por no saber de gramática en “El periquillo sarniento”.

A mi maestro le decían “Jirafales”, como el personaje del Chavo del Ocho. Era alto, una obviedad decirlo. Pero su presencia física, además de la estatura, no dejaba indiferente a nadie. Rodolfo Solórzano era un señor de pelo entrecano que frisaba los 55 años, usaba lentes, llevaba una brocha negra como bigote y su cara estaba llena de arrugas y papadas. Su voz era clara, resonante para un salón de clases, pero un tanto monótona para llamar la atención de sus alumnos. Siempre vestía de pantalón azul de mezclilla, camisas de botones y tenis de suelas fatigadas. Caminaba erguido, aunque con perpetuo aura de preocupación. Nunca lo vi gritar enfurecido a algún alumno, pero tampoco era un maestro que intentara ganarse alguna simpatía saludando o platicando con otros adolescentes fuera de clase. Un maestro con vida y estampa de burócrata.

Rodolfo Solórzano impartió las clases de Historia Universal II y Geografía Universal II. Bueno, impartir es una palabra muy generosa. Lo que hacía este profesor era despachar las materias, con la desgana de un encargado de ventanilla en cualquier secretaría de gobierno. No improvisaba, no explicaba, no aclaraba dudas, sólo pasaba lista y se sentaba en la silla de su escritorio con una taza de café en mano, mientras nos encargaba cualquier actividad para pasar el rato. Un día le pregunté quién era el primer virrey de la Nueva España. No contestó, dijo que lo investigaría otro día. “Jirafales” era un pez que vivía mejor en los limitados acuarios de sus silencios. Mientras menos le cuestionaran, mejor. Una leyenda de pasillos aseguraba que Solórzano perdió su anterior trabajo de maestro por acosar sexualmente a una chica. Pero el sacerdocio escolar lo reintegró a la vida docente en una nueva parroquia, una escuela secundaria técnica ubicada en un rincón olvidado de un barranco. Y así fue como llegué a conocerlo. 

Las clases eran orientaciones vocacionales para los alumnos. Un día éramos copistas de la Edad Media, Transcribíamos palabra por palabra tres o cuatro párrafos de nuestro libro de Historia o Geografía, para ver si mediante la repetición amanuense se nos pegaba algún suceso desperdigado de la Primera Guerra Mundial o un país desconocido de Asia en nuestras molleras. Otro día éramos cartógrafos. Con papel cebolla, calcábamos los mapas que venían en los libros mientras distinguíamos cada país de otro con lápices de colores (en mi mapa, el verde era España y el amarillo era Francia). El resto de los días nuestros oficios variaban: espectadores de películas (algunas tan educativas como “El hombre araña” o “Corazón de Caballero”, esta última para aprender de los imperios absolutistas del Siglo XVII), geómetras que diseñaban mapas conceptuales (copiados del libro, naturalmente), lanzadores de papeles ensalivados hechos bolita o delincuentes menores parados enfrente de clase con pizarrón blanco de fondo. A veces hacíamos resúmenes, algo más cercano a lo que hace un estudiante. Pero al final, al profesor le entregábamos cualquier hoja de papel rellena de garabatos y dibujitos; de todos modos nunca se fijaba si estaba bien o mal hecho.  Rodolfo Solórzano era mi talismán para elevar el promedio escolar, no me esforzaba demasiado y sacaba nueves o dieces en la boleta gracias a sus clases. Lo que se llama un “profe barco”. Pero descubrí que “Jirafales” también traía su propio talismán.

Una mañana de sol y árboles atraídos por las últimas brisas frescas que escapan del calor de mediodía, Solórzano sacó un pedazo de metal de su bolsillo trasero.  Nos dijo que era un amuleto de los siete metales “traído de Alemania”. Ese talismán era capaz de armonizar las energías positivas y expulsar las energías negativas, atraer dinero y salud, y generar paz interior a quien lo poseía. Para desafiar a los incrédulos y su complejo de Santo Tomás (“hasta no ver, no creer”), el profesor exorcizó los demonios y las vibras negativas de una compañera de clase, moviendo el amuleto como si manipulara una lámpara de mano y repitiendo para sí algún tipo de conjuro o hechizo. Cuando terminó, “Jirafales” le preguntó a mi compañera si se sentía mejor, recibiendo una respuesta afirmativa. Esto animó a Solórzano a revelarnos los misterios de aquella piedra filosofal que le había cambiado su existencia.

Contó que un día, agobiado por el rumbo que llevaba su vida, visitó a una astróloga y hechicera. Ella le dio el amuleto de los siete metales y tenía la capacidad de hacer regresiones con sus clientes. Solórzano miró su pasado con la ayuda de la astróloga, y encontró que alguien intentó matarlo con un machetazo. Luego, el profesor amaneció tirado en un desierto, y sintió que un camello le arrancaba los pelos de la cabeza. Durante la regresión, sintió que alguien le tocaba el hombro derecho con insistencia. Eran las huellas del machetazo. Para evitar los conflictos que pudieran surgir del pasado, la hechicera le entregó el talismán germano y le enseñó un ejercicio para liberar las tensiones negativas. Acto seguido, él (todos), cerramos los ojos y comenzamos a inhalar con la nariz y exhalar por la boca. La técnica de relajación nos enseñó a viajar al centro de la Tierra mediante hilos anudados en nuestros culos.

Mis compañeros de escuela eran personas insoportables para él. Exigía silencio y regañaba a los alumnos con bravatas directas. Un día retó a un compañero diciéndole: “yo soy una persona muy inteligente”. Sonreí como idiota. El profesor me sorprendió y me paró al frente con otros delincuentes el resto de la clase. Juré por los vivos y los muertos que no me había burlado de él, pero mis súplicas fueron inútiles. Estaba asustado. Por mi condición de estudiante ejemplar y ver que semejante estatus se veía en peligro, temí lo peor. Pensé que Solórzano me bajaría puntos, me mandaría a la Dirección por mala conducta, pero no lo hizo. Le pedí disculpas y el incidente quedó olvidado. En el fondo, noté que mi profesor era un hombre honesto, sabedor de sus propias limitaciones. Dentro de su espíritu, Solórzano sabía que era maestro por circunstancias, al no encontrar su lugar en el mundo.

A veces me pregunto si Camus, mientras leía la conmovedora carta a Monsieur Germain, también recordaba a aquellos maestros que no le aportaron ni un gramo de sal durante su posterior vida escolar. Quiero pensar que también los recordaba, pero en un grado de estima mucho menor que a Germain. Pero los malos profesores también dejan huella. Por sus rostros de caricatura, su caminar chistoso, su voz aguda que provoca carcajadas inoportunas, por sus zapatos mal boleados, sus ojos virolos, por ser flacos como un fideo o gordos como una pelota, tartamudear, sudar de modo incontrolable, o por un inoportuno tic en los labios. Más allá de sus imposturas físicas, sus yerros intelectuales también generan docencia, sirviendo como ejemplo de lo indebido, en una profesión de especial importancia social como la del profesor. En mi caso, Rodolfo Solórzano no provocó un efecto parecido al del señor Germain, ese impacto lo he recibido de otros profesores cuyas historias merecen contarse en otro momento. No obstante, sin los malos maestros de escuela, no sabríamos distinguir entre una fosa oceánica y una fosa séptica. Además, las anécdotas divertidas que se cuentan a los amigos se perderían. A “Jirafales”, por tantas horas de risa, le agradezco. Pero nada más.

“(…) Vi como Nueva York se congeló toda, con sus edificios tan altos. Vi como la Estatua de la Libertad estaba llena de hielo. Fue culpa de los rusos, que arrojaron una bomba atómica al Polo Sur e hicieron que toda la Tierra (también Nueva York) se congelara. Y gracias a eso, se provocó la Guerra Fría. Se llamaba ‘Un día después de mañana’ (sic). ¿Acaso no tendrán el video para presentarlo en clase?”