lunes, 14 de julio de 2014

Utopías

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Sólo  a los reclusos del manicomio, los que detentan demasiado poder o los cándidos, les puede gustar el mundo en que viven. Los demás imprecamos las hostilidades de nuestro entorno. Los políticos son corruptos, los pobres y su miseria se incrementan, la brutalidad es el alimento de muchas personas e instituciones, los bienes están muy mal repartidos. El buzón de quejas sobre el mundo está repleto de cartas, pero los departamentos que resuelven su lectura son pocos y están disgregados. Algunos deciden inventarse mundos alternativos, ficciones de bondad, ambiciones del querer que propongan honestidad a la sordidez de la realidad. Los llaman utopías, palabra endilgada a los sueños imposibles de alcanzar.

Como el mundo está jodido desde siglos atrás, varios filósofos y escritores pusieron por escrito sus proyectos de regeneración. En su libro “Del Amanecer a la Decadencia”, el historiador de la cultura Jacques Barzun resume las principales propuestas de tres escritores utópicos del siglo XVII, Tomás Moro, Francis Bacon y Tomasso Campanella. El primero fue el teólogo inglés que popularizó “utopía”, vocablo griego que significa “ningún lugar”, como la palabra que describe los gobiernos ideales en general, y la de su isla en particular. Francis Bacon retomó el mito de Platón para crear una “Nueva Atlántida” y su ejemplar comunidad radicada en la isla de Bensalem. Campanella, poeta italiano, implantó su sociedad perfecta lejos del agua, en una “Ciudad del Sol”.  Arquitectos cuyas maquetas esbozan sociedades igualitarias, racionales, felices, (aunque en ocasiones también restrictivas y autoritarias), sus ideas invitan al desafío de la construcción pese a la antigüedad de los proyectos o la posible inviabilidad de los materiales propuestos.

Mapa de Utopía, la isla de Tomás Moro
Los tres utópicos coinciden en la desigualdad entre ricos y pobres como causa de los males sociales. Atacan la propiedad y piden que se compartan todos los bienes. Los utópicos ya eran comunistas antes de que Marx y Engels invitaran al proletariado a romper sus cadenas.  La reducción de las diferencias entre poseedores y desposeídos es una flama que aún ofrece calor a los utopistas de hoy. En un sistema económico globalizado que extiende la precariedad a los países periféricos, los países acaudalados se reúnen en clubes exclusivos para diseñar la remodelación de sus patios traseros, mientras las naciones empobrecidas reciben a los fiesteros para que hagan sus aquelarres y éstos les dejan mugre y manchas en las paredes. Desmantelar una estructura económica basada en el consumo y la especulación financiera en décimas de segundo resulta harto complicado en una actualidad que descarta el reparto de riqueza al considerarlo un regalo para viciosos. “Si son pobres, que trabajen”, “hago televisión para gente jodida que nunca saldrá de jodida”. Pero, en la profundidad de los anhelos, las personas exigen mayor seguridad social, educación libre y gratuita para los hijos, un trabajo estable que les deje un salario suficiente para cubrir sus requerimientos básicos de bienestar. En mi opinión, este sistema económico es incapaz de cubrir tales demandas. Solo una radical redistribución de los recursos equilibraría la balanza, y no tengo mucha confianza en el esquema actual del capitalismo para lograr ese reparto. Sin llegar al totalitarismo estatal y respetando las libertades individuales, la pobreza debe ser resuelta.

Otro sueño de los utopistas es la libertad de culto. Pese a basarse en éticas cristianas, estas sociedades imaginarias tienen tolerancia a las otras religiones, según lo ve Barzun. Un recordatorio ante grupos políticos que pretenden implantar morales y educaciones religiosas a la fuerza en un sistema que se dice laico. Como esas nuevas creaciones (Frente Humanista y Partido Encuentro Social) que intentarán ganarse un lugar en el ya congestionado sistema de partidos de México.*  Hablando de religión, que las mujeres puedan ser sacerdotes en la Utopía de Tomás Moro resulta una idea revolucionaria incluso ahora, en creencias fundamentadas en el patriarcado. Tommaso Campanella avalaba que las mujeres fueran un bien común también. Pensar esto en una sociedad occidental mayoritariamente monógama generaría bastantes muecas desaprobatorias hoy en día.

Tommaso Campanella, autor de "La Ciudad del Sol"
Tommaso Campanella propone que se trabaje cuatro horas al día, para crear prosperidad en toda la comunidad de Ciudad del Sol. La tecnificación de procesos antes destinados a las manos humanas y el incremento de los índices de desempleo por recortes presupuestales, abaratamiento de los salarios o aligeramiento burocrático, dejan cada vez a más personas desocupadas. En sociedades donde las personas trabajan dobles turnos y sin seguridad social, donde el comercio informal llega a un 60 por ciento como en México, una reducción de horarios podría ayudar a ampliar las posibilidades de trabajo. Así evitaría el estrés de muchos trabajadores “siempre delgados a causa del exceso de trabajo” y que los desempleados dejen ser “presa de indolencia, avaricia, mala salud, lascivia, usura y otros vicios”, parafraseando a Campanella en un fragmento rescatado por Jacques Barzun.

El progreso mediante la ciencia es la apuesta de Francis Bacon, uno de los principales consejeros del método científico y padre del empirismo británico.  En su “Nueva Atlántida”, dibuja una sociedad feliz gracias al progreso científico, una comunidad que funciona como un gran instituto de investigación.  Aunque la ciencia es una actividad intelectual que ha generado avances muy preciados a lo largo de la historia de la civilización, conviene mantenerla al servicio del hombre y no a intereses tecnócratas. Cuando los avances de la medicina se restringen al registro de patentes que beneficien al capital privado, cuando al mapa genético de la humanidad se le ponen canceles para explotar sus parcelas, en situaciones donde el capital intelectual del científico se dirija a la destrucción del planeta o el conocimiento científico sea logia masónica dirigida y manipulada por una élite sabihonda y endogámica, alejada de la sociedad que financia su mantenimiento con los impuestos, ahí es donde los utópicos deben levantar la voz para que les regresen lo que es suyo. Y así, generar varios Bensalems donde la ciencia sea algo sumamente grato.

Una propuesta interesante de Campanella es organizar la ciudad como exposición de las artes y las ciencias. Así, el ambiente urbano también sería pedagógico. Que las paredes no fueran simples murallas de contención, sino pizarrones donde la gente recibiera lecciones. El que escribe estas líneas vive en Guadalajara, una ciudad de muros descarapelados y polvorientos en muchas colonias. Las grandes construcciones, si no están manchadas o a punto de caerse, se atiborran de publicidad o de rejas electrificadas. El arte callejero está desacreditado y la arquitectura de las unidades habitacionales se construye en fotocopias, con modelos idénticos. Las paredes de los pobres solo pueden enseñar cuarteaduras y precariedad, islotes descartados por el inmenso océano de la urbe. Solo los edificios históricos podrían impartir clases, pero cada vez se deterioran más en un entorno urbano que las constriñe a la paradoja de una soledad en pleno epicentro de la ciudad. Una planeación urbana que deje de esclavizarse por los autos y los camiones ruidosos, más el rescate de espacios públicos podrían ayudar a recuperar nuestras paredes, y a tener un público con tiempo para aprender de ellas.

En una realidad donde los enfermos se mueren en las salas de espera, las embarazadas dan a luz en los patios de los hospitales, los convalecientes agonizan porque no tienen dinero que los resucite y el acceso de los remedios requieren expediente bancario en Suiza antes que seguro médico universal, faltan los hospitales públicos gratuitos soñados por Moro, Bacon y Campanella. En un mundo donde abundan los requiebros y las gambetas interpretativas de los leguleyos, bien haría falta suprimir la abogacía, como en las utopías del Siglo XVII (bueno, no iría tan lejos, hay algunos abogados que realmente defienden un estado de derecho). Para que el comercio sea justo, habría que aplicar reglamentaciones estatales justas, como soñaba Moro, muy a pesar de la esquizofrenia de tipos como esos locutores de radio americanos que abjuran contra los apóstatas del libre mercado. Muchas de las realidades concretas empezaron con imaginaciones inviables. Los utópicos del Siglo XVII podrán ser idealistas, excesivamente benévolos con el hombre, desconocedores de las complejidades que siempre resultan de solucionar problemas sociales, o algunos detalles de sus utopías sean extraños o desagradables (en los tres utópicos permean ciertas prácticas como la eugenesia o el esclavismo), pero sus imaginaciones han traspasado el imaginario cultural occidental y por lo tanto, aún tienen voz para darse a escuchar. Porque sus inquietudes, a 400 años de distancia, siguen siendo las nuestras.

Fuente: Barzun, Jacques. "Del amanecer a la decadencia. Quinientos años de vida cultural en Occidente". Taurus, 2005.

*Sé que MORENA, el partido político de López Obrador, también mamará del presupuesto gubernamental. Como este asunto está fuera del tema del ensayo, sólo diré que el problema con los nuevos partidos no es tanto su número, si no el elevado mantenimiento que reciben del INE. 

martes, 29 de abril de 2014

Mi gusto por los diccionarios

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Siento una atracción inexplicable por los diccionarios. Tal vez haciendo honor a mí comer desmesurado, tengo predilección por los diccionarios cuya amplitud recuerdan a los banquetes. Diccionarios tan gordos que se desparraman en varios tomos y tan pesados que se podrían usar en los gimnasios. Diccionarios enciclopédicos que lo tienen todo, léxico florido, lenguaje pomposo, biografías parcas y mapamundis coloridos. Diccionarios especializados que nunca se dan a entender, apabullan a los advenedizos e inconforman a los eruditos. Diccionarios que te reciben con un soplido de polvo porque casi no se leen y otros que cojean de alguna pasta porque no los saben tratar. Diccionarios escolares, confeti que adornan las papelerías y que deberían incluir un microscopio para ver las letras.  Diccionarios cuya vastedad incluyan todas las palabras de las bibliotecas, todos los dichos de las conversaciones, todas las retóricas de los discursos y todos los conceptos de las ciencias. Diccionarios que encierren el mundo conocido para comprender mejor la vida. Diccionarios, amigos con la palabra que completa la intención del decir, anticuarios de un tesoro en permanente renovación, maestros que explican, pedantes que aparentan conocer, siempre concisos y nunca difusos, aunque a veces demasiado obvios (Devolución: acción y efecto de devolver).

Cuando era niño, en los tiempos libres del Internado para niños donde estudiaba la primaria, solía llevar a todos lados un diccionario. Leía aquellas letras diminutas sin mucha atención, prefería mirar aquellas palabras en negritas, pasar con avidez las páginas, pesar el libro con las manos, oler las hojas amarillentas y mientras tanto, imaginarme con la propiedad de todo ese vocabulario y mis planes de explotación de esa posesión. Pasaba horas cargando aquel tumba burros como lectura y fetiche, satisfecho de tener aquel salón de trofeos donde todas las palabras coleccionadas muestran su brillo iluminador. Aquel pobre diccionario, cansado de tantos trotes y costales en el lomo, se avejentó con premura. Primero fueron las pastas, luego parte del lomo se dislocó y el hueso se zafó en forma de delgados hilos, se ensució con la tierra donde yo solía dejarlo mientras jugaba futbol, y al final muchas hojas se desprendieron. Lo dejé morir antes de perder todo el vocabulario, hasta que mi mamá recogió el cadáver y lo sepultó en una bolsa de basura.

Aprendí a encontrar las palabras con rapidez de cronómetro. Mientras otros niños se extraviaban buscando “numismática”, comenzando de la letra “n”, yo aprendí a viajar por el diccionario con habilidades de taxista, sabiendo las principales rutas y avenidas, y los modos de cortar trayectos para ganarle tiempo a la congestionadas urbe de las palabras. En las tardes, una joven profesora no suficientemente valorada de nombre Mayte nos ponía a buscar palabras en los diccionarios destartalados y pintarrajeados que estaban apilados en unos casilleros. Una actividad lúdica destinada para acelerar el paso rumbo al atardecer sirvió para aprender léxico extravagante y pulir mi lupa detectivesca en un libro de pistas ordenadas, pero con archivos gigantescos.

Luego vi una película de Woody Allen, “Pícaros ladrones”, donde una pareja que se hizo millonaria vendiendo galletas memorizaba todas las palabras que empezaban con la letra “a” para conquistar sofisticación y alta cultura. Iban a empezar con la letra “b”, pero el filme terminó con Allen y su esposa igual de brutos que antes. En algún momento de la proyección cinematográfica, albergué la esperanza  de emular a ese matrimonio con la mano guiadora de mi memoria registradora de datos inútiles y chucherías varias. Pero luego me topé que mi diccionario enciclopédico (de recién compra) tenía como doscientas mil palabras y desistí de ofrecerle semejantes empachos a mi cerebro subiendo aquella torre de Babel de la lengua castellana. Tal vez debí aprender otras cosas de aquella película, como poner un negocio para ganar dinero, o al menos, robar un banco como lo intentó Woody Allen, actor hecho para las sesiones de diván del psicoanálisis, nunca para planear asaltos.

Un niño me hizo plática y aprovechando que tenía mi diccionario, me pidió buscar en él palabras obscenas. “¿Sí está “pendejo” en el diccionario?, a ver, dime qué es lo que dice”, me decía risueño y a la vez interesado. Leyendo las definiciones, era evidente que aquel diccionario no tenía el alma pícara del lépero o del artesano de albures, eran explicaciones demasiado escuetas, formales, y no venían los ejemplos en manuscritas.  Con la curiosidad instaurada, los dos nuevos amigos buscamos puto, baboso, verga, entre otras elegancias. Como era un niño excesivamente bien hablado (cuando decía algo), en un principio me perturbaba encontrar aquellas palabrejas en un libro muy educado. Pero los mejores diccionarios contienen todas las palabras, incluso las bochornosas que ruborizan a los beatos y festejan los pelados. Luego me enojé con unos compañeritos y, haciendo un uso apropiado de las reglas gramaticales del número, les dije a grito llorón “chingen a sus madres”, para que ninguno quedara exento de mi desprecio.

Con los diccionarios enciclopédicos aprendí a memorizar nombres. Así, podría saber que Alejo Carpentier era un escritor cubano autor de “El recurso del método”, sin leer la mencionada obra. Un saber de trivia, importante para ganar juegos de Maratón y ser juzgado de “enciclopedia andante” en las conversaciones, pero sin la profundidad o el conocimiento extendido del dato. Me gustan los diccionarios enciclopédicos porque generan un convencimiento inicial de sabiduría total. Allí está todo, esos libros son dioses que todo lo ven y todo lo saben. Pero no terminas por congeniar con estos seres, demasiado serios y escuetos para generar amistades largas, como las novelas. Son gente que charlan para ganar debates escolares o en los minutos previos de los exámenes, son el chico listo de la clase que responde dudas con cierta condescendencia y saca dieces. Pero les falta la chispa de los diálogos disparatados y las risas que provocan las anécdotas más extravagantes. La desmesura de las enciclopedias resumen el mundo pero no terminan por explicarlo, es un novio de beso, pero torpe para las caricias lascivas del amante. Al final, las enciclopedias me atraen, pero terminan por volverse predecibles en el tono, aunque vastas en el contenido.

En mi vida me he topado con muchos diccionarios y me he propuesto resumirlos de algún modo. Los diccionarios de inglés-español, por ejemplo, traducen la palabra pero omiten los sentidos, volviendo su propósito principal, traducir, en una labor siempre imperfecta y mutilada. Mejores son los diccionarios con las definiciones en inglés, pero su abundante léxico siempre termina por hacerme usar el diccionario inglés-español, ese muchacho tísico que palidece en dos idiomas. Los diccionarios filosóficos, por otro lado, se vuelven tratados mastodónticos de temas que se entienden mejor en la práctica (la moral), simples recopiladores de biografías o evangelios según San Bunge, San Voltaire o el beato Savater (este último no alcanza la canonización para los feligreses de la filosofía). Los diccionarios especializados en ciencias sociales parecen guías telefónicas, repletas de nombres propias y números de cita; los que hablan de ciencias naturales se asemejan a guías telefónicas escritas en alfabeto chino o cirílico. Los diccionarios de literatura sirven muy bien como catálogo para comprar en las librerías. Finalmente, los glosarios, pequeños diccionarios que se anexan en la parte final de los libros académicos, terminan por ser la sección más consultada y leída de todo el texto. Pienso que los diccionarios generales terminan de ser más satisfactorios que los especializados, porque al menos contienen los vocablos que dice todo el mundo y no los que usan unos cuantos.

Agradezco a los diccionarios por ampliar mi afición a la lectura, reconocer la riqueza del lenguaje que hablo y escribo, y amar la personalidad propia que desprende cada palabra, apreciar su identidad y admirar a quienes las usan con mano diestra para dotarle significados estimulantes mediante la literatura o las charlas. Diccionarios a los que nunca entiendes las abreviaturas que preceden a las acepciones. Diccionarios que terminan fatigados por aprehender todos los significados y matices de las palabras. Diccionarios que me recuerdan la infancia, los sueños, la vida, emociones inabarcables que estos libros intentan capturar con el largo inventario que archivan alfabéticamente en sus abundantes registros. 

domingo, 27 de abril de 2014

Ensayos católicos

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

Sobre la canonización de Juan Pablo II

Reconozco que en mi infancia, la figura del papa Juan Pablo II me llamaba mucho la atención. Mis padres insistían en la bondad y el amor que aquel hombre derramaba en los fieles católicos, y la mayoría de los católicos posee una opinión elevada del ahora papa santo. Cuando Juan Pablo II vino por quinta y última vez a México, en 2003, seguí con atención la gira papal que culminó con la beatificación de Juan Diego, y me sorprendió bastante la multitud que urgía por saludarlo, pedirle algún milagro, tocar al hombre de carne o hueso o cualquier gesto  que soliviantara la fe mexicana y justificara el amor a un papa que los entendió como ningún otro. Maltrecho y disminuido por el mal de Parkinson, Juan Pablo II apenas podía hablar a los feligreses, arrastrando las palabras y con pausas que llegaban a ser exasperantes. Y sin embargo, estos le respondían con un fervor y una pasión inusitados.  ¿Cómo logró tener tanta popularidad Juan Pablo II, ese magnetismo que provoca que creyentes como mi madre se levanten a las tres de la mañana para presenciar en vivo su canonización?. Aún no lo entiendo, pero trataré de explicar algo de esto.

Los detractores de Karol Wojtyla tienen argumentos para tirar el mito. La omisión que hizo a múltiples casos de pedofilia, como los del cardenal de Boston Bernard Shaw, o Marcial Maciel, líder de los Legionarios de Cristo, en mi opinión es una mancha en que la Iglesia Católica (y Juan Pablo II en su momento) no ha hecho lo suficiente para erradicar. Otras críticas apuntan a la postura conservadora del papa en temas sociales como la sexualidad, el uso del condón o los matrimonios entre personas del mismo sexo, además de ser contrario a teologías renovadoras del cristianismo como la Teología de la Liberación y mantener intactas estructuras corruptas del Vaticano, como la banca. Juan Pablo II también fue cuestionado por solapar dictadores como el chileno Augusto Pinochet, o no apoyar lo suficiente a obispos que se opusieron a las dictaduras de América Latina, como el caso del salvadoreño Oscar Arnulfo Romero. Me parecen críticas pertinentes, pero quedarse con estos aspectos sería ver apenas una parte de la figura del papa polaco.

Fue, posiblemente, un papa que entendió la influencia de su figura para mantenerla con credibilidad hacia el creyente católico. De allí sus frecuentes viajes alrededor del mundo, una combinación de parafernalia, estadios repletos y gestos encaminados a la excitación de los sentimientos populares (“México, siempre fiel”, o agacharse para besar el suelo del país donde se encontraba), que reforzaron la presencia de la Iglesia Católica en muchos países y reavivo la fe en otros, mostrándose deliberadamente como “un gran Papa que se entregaba a sí mismo y su fe al mundo”, de acuerdo al historiador Tony Judt. Más que un santo, Juan Pablo II fue alguien que entendió el tiempo que vivía, y aprovechó los recursos de la modernidad (medios de comunicación, por ejemplo), para dar un portazo a las anquilosadas formas de dirigirse a la gente de anteriores papas. Fue, por así decirlo, un maestro del marketing religioso.

Juan Pablo II también tenía un agudo olfato político. Los polacos, tan devotamente católicos como los mexicanos, están muy agradecidos por su labor para derrocar el gobierno comunista de su país y hallaron en él motivación para descorrer la cortina soviética. Wojtyla apoyó a líderes sindicales como Lech Walesa (Premio Nobel de la Paz) para lograr el derecho del pueblo a la libre asociación, lo que fue el inicio de una serie de acontecimientos que terminarían con la influencia de la Unión Soviética en Polonia. La oposición de Wojytla a los totalitarismos se puede entender por la dureza de su infancia y juventud, en las cuales perdió a su madre a los ocho años, su hermano a los once y su padre a los diecinueve, en plena Segunda Guerra Mundial. El sándwich soviético-nazi producto del pacto Ribbentrop-Molotov sobre su país, además de las atrocidades perpetradas por alemanes (el campo de concentración de Auschwitz) y soviéticos (la matanza de Katyn) que Wojtyla y sus compatriotas sufrieron en carne propia, pudo contribuir a su oposición posterior a todo tipo de totalitarismo. (Película recomendada: “El Pianista”). En síntesis, Juan Pablo II hizo de la resistencia pacífica un arma letal para terminar con el totalitarismo en Polonia y prestó sus habilidades políticas para acabar con la Guerra Fría.

No me corresponde juzgar los méritos de Karol Wojtyla para ser canonizado (eso es tema de la Iglesia Católica y sus creyentes), pero hay que hacer un esfuerzo por comprender a un papa que no dejó indiferente a casi nadie. Para mí los únicos santos son mis padres.  Siempre me pareció excesivo el uso que la Iglesia Católica de mi país le dio a Juan Pablo II para encender la fe de los feligreses, mientras se tapaban los ojos con temas peliagudos con la pedofilia y la vida lujosa de cardenales como Juan Sandoval Iñiguez. Pero con todo y sus errores, su inflexibilidad teológica o los crímenes que solapó, podríamos ir más allá de las adhesiones y los rechazos que provoca su silueta, y al menos aceptar que Juan Pablo II es una de las figuras clave para entender la historia contemporánea de Europa y el mundo. Así podríamos entender mejor a Karol Wojtyla, el hombre.

II

La renovación de Juan XXIII

Si hay alguna palabra con la que se puede definir a Angelo Giuseppe Roncalli, Juan XXIII, es la de renovador. El papa italiano, también canonizado este 27 de abril, fue el artífice para el Concilio Vaticano II, definida por el historiador Francois Chevalier, como “una extraordinaria apertura de la Iglesia hacia la modernidad”.  

Creyentes católicos más veteranos recuerdan a Juan XXIII con gran respeto y le tienen estimación. Pero a mí, que me adjudican el conocimiento de los nombres de todos los papas (y de sus hijos), no entendía la labor apostólica de un papa al que solo recordaba por su nombre común y el elevado número romano que ostentaba (como si no hubiera suficientes Juan por el mundo). Pero me puse a revisar algunos logros del obispo Roncalli, y puedo entender mejor la opinión positiva que recibió en todo el mundo, católico o no.

Juan XXIII abogó por acercarse a dialogar con los protestantes, en vez de cerrarles las puertas, en un acercamiento ecuménico que vino bien a la tolerancia de los católicos. Es una enseñanza que bien podrían retomar algunos feligreses de la Iglesia romana, con sus papeles que exorcizan a los demonios “aleluyos” rezando “Este hogar es católico”. O aquellos que se magullan las pieles por devaneos interpretativos de algún versículo bíblico. Básicamente, Juan XXIII dio un gran paso para que las disputas entre católicos y protestantes (en sus múltiples denominaciones y presentaciones), encarnizadas desde el siglo XVI, llegaran a coincidir por sus semejanzas. En su encíclica “Pacem in terris” de 1961, Juan XXIII solicitó un acercamiento a los creyentes de otras religiones y la coexistencia entre bloques políticos (recordemos que estábamos en una Guerra Fría donde estadounidenses y soviéticos se tenían pavor entre ellos, por lo que construían misiles y mandaban satélites al espacio para darse valor). Nada mejor que la tolerancia  y el diálogo ecuménico para evitar las absurdas guerras de religión que han dado tanto descrédito a las creencias divinas y al hombre en general, como las Cruzadas, la Guerra de los Treinta Años o la masacre de San Bartolomé en Francia.

Durante su mandato, de 1958 a 1963, Juan XXIII también se preocupó por sacar a los católicos beatos de su encierro en las iglesias con sus caras compungidas y menesterosas, recordándoles en su encíclica “Mater et Magistra”, sus responsabilidades  en la vida social.  En la misma encíclica, realizó una crítica de las desigualdades e injusticias económicas para exponer un proyecto donde se pusiera por encima los valores del hombre, se erradicaran las estructuras socioeconómicas amparadas en la diferencia entre poseedores y desposeídos, y en la atención de las necesidades. Posiblemente esté elaborando una relación espuria, pero este llamamiento pudo inspirar la renovación del clero católico, sobre todo los sacerdotes más jóvenes, para abrazar una nueva visión de la doctrina cristiana conocida como la Teología de la Liberación, de gran impacto en algunas órdenes religiosas como los jesuitas y en algunos lugares especialmente injustos como América Latina. Básicamente, esta teología combinaba el cristianismo con la teoría social marxista para dar apoyo a los pobres y combatir la miseria social mediante la fe y la acción. Esta combinación fue muy criticada por algunos sectores conservadores de la Iglesia, principalmente el cardenal alemán Joseph Ratzinger, a quién después se le conocería como Benedicto XVI, el sucesor de Juan Pablo II. (Recomendación fílmica: "El crimen del Padre Amaro", la historia del sacerdote interpretado por Damián Alcázar).

La labor que definió todo el papado de Giuseppe Roncalli fue el Concilio Vaticano II. El primer Concilio, celebrado en 1869 y 1870, sirvió principalmente para decretar que el Papa era perfecto y no tenía razones para equivocarse (la doctrina de la infalibilidad papal). Pio IX, el hombre que la convocó, fue uno de los papas más conservadores que existió, defensor fiero de las propiedades de la Iglesia, azote de los liberales, los socialistas y cualquier ideología contraria a la perfección de su sagrada figura. El segundo Concilio tuvo objetivos menos pedantes, pero al mismo tiempo más ambiciosos, que el mismo Juan XXIII sintetizó como “elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo”, en el que se incluyeran todos los temas que atañen al católico en particular y al ser humano en general, como la cultura, la familia, el Estado o el mundo físico. Para renovar la doctrina católica, se reunieron más de dos mil sacerdotes de todo el mundo en el Vaticano desde 1962, pero Juan XXIII no pudo terminar el Concilio, pues murió un año después. A veces pienso si la Iglesia no necesitará una renovación similar ahora, más allá de los gestos populares del actual papa Pancho, sobretodo en una época donde la pedofilia, la corrupción y la intolerancia de los jerarcas católicos regatean las enseñanzas cristianas y las reducen a letras muertas.

Tampoco tengo la última palabra en si Juan XXIII merece la canonización. Es posible que haya obviado sus defectos, que seguramente los tuvo. Pero también en Roncalli hay que analizar al hombre para entender su importancia en la Iglesia Católica y en la historia contemporánea. Acudir a sus misiones pastorales en Grecia y Turquía, donde el contacto con las iglesias ortodoxas de aquellos países le enseñó la importancia del ecumenismo en la vida social en general. O aquellos tiempos donde estuvo en el Hospital militar de Bérgamo, en Italia, donde observó los estragos de la Segunda Guerra Mundial en gente inocente mientras sectores de la Iglesia Católica colaboraban con los regímenes fascistas que provocaban aquél horror (Película a ver: "Amén"). Tal vez Juan XXIII vio todo aquello y encontró las fuerzas para poder hacer algo por su Iglesia.

jueves, 24 de abril de 2014

BUSCANDO EN MIS PAPELES

Ensayos sobre lecturas, temas variopintos y otras ocurrencias

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

Esa música es de nacos

Confieso que tengo cierto miedo de exponer mis preferencias musicales. Temo al ‘qué dirán’ de las murmuraciones de los melómanos beatos, de los censores con el olor canino para distinguir los sonidos perfumados de los malolientes. Los caballeros de la buena música desenfundan sus espadas y las clavan en forma de etiquetas a los paganos. ¿Escuchas pop?, ¡pero si eso es música para mariquitas!; ¿reggaetón?, ¡pero si nada más te falta el solvente para monear!; ¡esas bandas para fresas y hipsters se cagan al escuchar el poder del metal!. Expresar tu ignorancia en la música te vuelve sensible a las orejas de burro, correctivo pedagógico de los maestros de orquesta. No tengo el alma estoica para sufrir escarnios públicos, flagelaciones que me ha tocado ver en páginas de Internet con jueces que acusan  con base en sentencias del tipo ¡Esto ya se volvió un Vive Latindio!, ¡Quédense con su festival de chakas mientras yo me voy a Coachella! o ¡estos villamelones no distinguen entre Frederic Chopin y Richard Clayderman!.

Tal vez por esa animadversión a ese Ministerio de la Verdad, creo concordar con el sociólogo francés Pierre Bourdieu cuando analiza el gusto musical y su capacidad de distinción entre grupos y clases sociales; "No hay quizá nada más difícil de soportar que los malos gustos de los demás. La intolerancia estética puede tener una violencia terrible. Los gustos son inseparables de las repulsiones; la aversión por estilos de vida diferentes es probablemente una de las más poderosas barreras entre las clases", señala en “El origen y la evolución de las especies de melómanos”, una entrevista recopilada en el libro “Sociología y Cultura”. Los sacerdotes que protegen el dogma incrustado en sus reproductores de música prefieren evitar a los infieles con la barrera de sus audífonos. Cada quien le reza a su santo, como los amantes de la ópera que detestan las melenas largas y los libretos nuevos, los músicos de jazz que se distinguen de los “cuadrados” o los llamados hipsters, que se desmarcan del “mainstream” recitando nombres de grupos tan desconocidos que parecen ficticios.

Continúa Bourdieu, "ser 'insensible a la música' es una forma especialmente inconfesable de barbarie: la 'élite' y las 'masas', el arte y el cuerpo...".  Yo aclararía “ser insensible a determinados géneros musicales o ser sensible a los géneros equivocados”. Si el metal es un montón de ruido, es que no entiendes la complejidad de tan agresivo sonido. Si los grupos de rock indie alternativo se oyen todos iguales, es que las corporaciones te taladraron el cerebro con Britney Spears o Lady Gaga. Si la cumbia te hace mover los pies, eres un pobre diablo que debe ser marcado con la Estrella de David de lo “naco”. ¿Cómo vas a saber de Schubert, si apenas te alcanza el capital cultural para escuchar recopilatorios gruperos proporcionados por algún Robin Hood que vende su mercancía a diez pesos?. Lo que pasa es que yo escucho a Radiohead, y tú a la Banda Astilleros, por eso no podemos hablar como hermanos de sangre.

Concuerdo que hay música interesante, con el suficiente potencial estético de emocionar el alma y el cuerpo. Y claro está, también hay música bastante mala e irritante. Pero siempre hay modo de proteger los oídos, aunque sea con una almohada.  Tampoco voy a pretender decir cuál música es buena o mala, porque como decía Le Rochefoucauld, citado por Bourdieu, "nuestro amor propio sufre con más impaciencia la crítica de nuestros gustos que la de nuestras opiniones".

II

Al final del viaje

Desde 1977, dos veteranos fotógrafos no dejan de retratar al Sistema Solar. Las lentes de sus cámaras le han proporcionado al hombre los mejores rostros de nuestros vecinos, los planetas, específicamente aquellos gigantescos compañeros que exhalan gas frío porque están alejados del calor del Sol (Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón, antes de que perdiera su reputación noble y pasara a ser un simple plebeyo de nuestro barrio). Las sondas Voyager 1 y Voyager 2 conocieron cara a cara los luminosos anillos de Saturno, el enigmático lunar que tiene Júpiter en la cara (los astrónomos la llaman la Gran Mancha Roja), y el agua congelada de Titán, satélite de Saturno, que disparó la imaginación de una segunda casa para el hombre, tema recurrente en escritores de ciencia ficción.

Estos fotógrafos ya no pueden volver a casa. Las sondas son invulnerables a la nostalgia y fueron bautizadas con la maldición del judío errante, aunque no cometieron crimen alguno para tal castigo. Seguirán captando el Universo hasta el 2025, fecha en que la NASA calcula sus epitafios.  Las Voyager, separadas una de la otra, son seres solitarios y vagabundos,  son la obra humana que más alejada está de la humanidad. Voyager 1 ya cruzó la frontera del Sistema Solar y se dirige al asilo  de ancianos del centro de la Vía Láctea, Voyager 2 está a punto de hacer lo mismo. Mientras tanto seguirán fisgoneando el entorno y le tomarán fotografías sin parar (no saben otro oficio), para ver si hallan nuevos soles y nuevos planetas.  Lo más probable es que no les alcance el tiempo.

Pero las sondas aún guardan la esperanza de abandonar la soledad de su destierro. Dentro de las Voyager, vienen unos discos de oro, con los sonidos de la Tierra que saludarán a la vida extraterrestre que tenga la fortuna de escucharlas. En esos discos, se grabaron bienvenidas terrícolas en más de 50 idiomas, imágenes de la Tierra y canciones representativas de las naciones del mundo. Si la hipotética vida inteligente encuentra la razón de ser de esos artefactos ovalados, la humanidad tendrá un compañero grano dentro de la inmensa arena del universo.

III

¿Por qué es necesario reírse en los velorios?

Si la muerte se entromete subrepticiamente en la conversación, siempre le hago la misma petición a mis padres. Cuando yo me muera, quiero que hagan una fiesta en mi honor. Que maten al cerdo más gordo, lo sirvan en carnitas y se saturen hasta la indigestión en memoria de mi cuerpo marchito.  Ese día, la música tiene que ser alegre y fácil de bailar. Quienes más me conozcan, armen un cónclave ruidoso para contar las tonterías, los atropellos, las seducciones fallidas y los rebuznos que solía hacer el difunto cuando aún tenía vida. Me gustaría que las risas ahogaran los llantos, para que la tristeza se difumine o al menos se sienta sonrojada entre tanta algarabía. Y si se olvidaron de reír, pueden contratar a alguien como Chivolito para que anime el ambiente con buenos chistes (a cual más colorados, mejor).

La ejemplar crónica de Alberto Salcedo Ramos, “El bufón de los velorios”, cuenta la historia de Chivolito, hombre al que contratan en un pequeño poblado de Colombia para amenizar las reuniones de los muertos. Más no puedo contarles, deben leer el escrito.  Pero si hay personas capaces de exorcizar la oscuridad y la adustez de los trajes negros que atavían los velorios con la afrenta espiritual de unas buenas risotadas (con todo y el incentivo del dinerito), tal vez mis visitantes al funeral se invadan de semejante virtud y eviten situaciones que suelen darse en los sepelios. Como el llanto gritón que pide respuestas a algo que no tiene solución y cuyo sofoco se contagia de unos a otros, terminando en inundación lo que antes era lluvia. O el abrazo tísico e impotente de quien da el pésame por mero contrato social.


Si me quieren tanto que no pueden evitar llorar mi descenso dantesco a los infiernos, al menos ríanse de la muerte en general.  En México lo hacemos desde mucho tiempo atrás, con los grabados de José Guadalupe Posada, los cráneos azucarados y la poesía satírica de las calaveritas que se ciñe al corsé de la rima. La risa puede convertir el adiós en una efusiva mandadera de besos y eufóricas pancartas verbales de agradecimiento y un más optimista “hasta luego”. Cuando su compañero Graham Chapman murió, los integrantes del grupo cómico británico Monty Python le cantaron “Siempre mira el lado brillante de la vida”, en vez de dedicarle recuerdos llorosos. O si nada de eso resulta, pídanle a Chivolito que les cuente el chiste del hombre de las dos próstatas. Ese nunca falla.


FRASE

“(…) quienes pretendan seriamente buscar o preservar la verdad deberían considerarse obligados a analizar de qué manera podrían expresarse sin las oscuridades, las ambigüedades o los equívocos a que están expuestos naturalmente las palabras de los hombres cuando no se pone cuidado en ellas” (John Locke. Ensayo sobre el entendimiento humano)

viernes, 18 de abril de 2014

CONVERSACIONES SOBRE LITERATURA

El periodismo, la necesidad del cambio y otras derivaciones

Parte I

“Sostiene Pereira” de Antonio Tabucchi

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Sabes que no suelo hablarle a mis retratos, porque salgo muy feo en las fotos y siento un ligero pudor de verme petrificado por el ojo de la cámara. Pero hoy haré una excepción. ¿Conoces el entusiasmo que provoca la lectura de un buen libro?, esos textos que al terminarlos quisieras restregárselos  en las caras de tus amigos, para que no demoren en leerlos también. Lecturas que necesitan ser conversadas para evitar que se pierdan en el desván de la memoria, donde la información se arrumba, se llena de polvo y agoniza entre humedades y oscuridad. Así que te platicaré sobre una novela que me ha hecho que quiera hablarte de un montón de cosas apretujadas en las cajones mohosos de mi cabeza,  porque creo que un libro al que solo puedes describir con un “es bueno” parco y poco explicativo, termina por ser intrascendente.


Te veo en la fotografía, como un niño sonriente de jardín de niños, con camisa blanca y un libro de cuentos de la selva en las manos. Nadie podría creer que aquel infante temeroso, callado, pero audaz y soñador, terminara estudiando una carrera cuyo oficio pide cada día más censurar nuestras emociones en beneficio de intereses que deben ser ocultos, silenciados, para que esos intereses mantengan su poder. En la novela de Tabucchi, Pereira es un periodista encargado de una sección cultural de un periódico de Lisboa, donde publica efemérides y cuentos, pero conoce a un joven, Monteiro Rossi, cuyos ideales terminan afectando la vida del viejo reportero. Pereira vive una existencia donde no puede comprometer su pensamiento, porque Portugal vive una dictadura que censura todas las ideas subversivas.

“…y el periodismo que se hace hoy en día en Portugal no prevé ni inconscientes ni provocadores, y eso es todo”. (Pág.33)

Tú sabes que en mi corta experiencia en el periodismo he vivido situaciones estimulantes, pero también he conocido las deformaciones y las heridas que la profesión esconde en su cuerpo. ¿Te acuerdas de aquella nota que no salió en el noticiero de Radio Universidad de Ocotlán por un payaso prepotente que casi destruye mi grabadora y que ahora es rector de un Centro Universitario? Anomalías que se tienen que callar porque gritar significa exponerse a la inseguridad del desempleo, al contraataque crudo y resentido de quien infunde temor mediante represalias, y lo mejor es dejar que el silencio anule el dolor, inmune al analgésico del olvido.  Porque, como dice el director del periódico de Pereira:

“(…) somos nosotros quienes debemos estar atentos, quienes debemos ser cautos, nosotros, los periodistas que tenemos experiencia histórica y cultural, somos quienes tenemos que vigilarnos a nosotros mismos”. (Pág. 144)

Porque, aunque las aulas inculcan una deontología vigorosa y los alumnos tengan una ética sorda a las componendas, la práctica diaria del periodismo te enseña que debes evitar decir ciertas cosas para nadar de muertito en un mar susceptible de olas furiosas. Y periodistas aferrados a un sillón mullido, que se hacen viejos en ese asiento y apenas duermen porque temen que otros los muevan de allí, te dicen que debes callar, porque ellos son tus jefes y pueden quitar el asiento de tu silla desvencijada e inestable para que caigas de culo. Como aquel jefe de El Informador de la web de deportes.

Veo a mis compañeros que prosiguen en el periodismo y los admiro porque son atletas de largo fondo, con el espíritu de Maratón que resiste cualquier atisbo de cansancio. Pero pese a esa resistencia no pueden evitar quejarse del cuerpo que se cansa. Cuando tienen directores que piensan como Silva, el amigo de Pereira:

“(…) la opinión pública es un truco que han inventado los anglosajones, los ingleses y los americanos, son ellos los que nos están llenando de mierda (…) nosotros somos gente del sur, Pereira, y nosotros obedecemos a quien grita más, a quien manda (…) nosotros siempre hemos tenido necesidad de un jefe” (Pág. 55)

No pueden evitar responder, como Pereira:

“Pero yo soy un periodista, replicó Pereira. ¿Y qué?, dijo Silva. Que tengo que ser libre, e informar a la gente de manera correcta”. (Pág. 56)

Y siguen luchando, y hacen bien, porque yo sigo creyendo en un periodismo que informe a las personas sobre los temas que deberían interesarles, que robustezca el ejercicio democrático necesario para que una sociedad se oponga al mandato que quiere oponerse gritando. Veo algunos periódicos como los de la Organización Editorial Mexicana que solo ponen su papel al servicio del que les pague mejor. Mientras, la censura sobre ciertos temas atiborran los diarios de palabras que tan no dicen nada, que parecen estar en blanco

“(…) eso ya me ha ocurrido, ver periódicos (…) con grandes espacios en blanco, da mucha rabia y una profunda melancolía”. (Pág. 109)

En estos casos, parece que la calle, o camareros inquietos como Miguel, el hombre que le sirve a Pereira sus limonadas y omelettes en la Calle Orquidea, está mejor informada que los mismos periodistas:

“Simplemente, las voces corrían, iban de boca en boca, para estar informados había que preguntar en los cafés, escuchar las charlas, era la única manera para estar al corriente” (Pág. 49)

Pero tal vez estoy diciendo puras incoherencias. Hace rato que no sostengo conversaciones estimulantes, porque todas mis inquietudes emocionales e intelectuales las repliego a la sequía de una soledad autoimpuesta. Mis soliloquios me sorprenden en la desnudez de la calle, y para evitar que me digan loco, prefiero hablar contigo, una fotografía vieja de quince años de antigüedad. Como no puedo vencer mis obsesiones, como el perder tiempo en Internet mientras la tesis permanece inactiva y el trabajo pendiente se acumula como agua en un desagüe de lavadero empachado de sobras de comida, rindo devoción a un pasado escolar y laboral exitoso, sin construir méritos para un presente y un futuro más halagüeños.  

Una de mis pasiones que he dejado aparcada, y tú eres testigo de ello, es la escritura. Mi padre siempre dice que me ponga a escribir porque tengo una pluma muy buena y mis escritos tienen un impacto intelectual y emocional fuertes. “Pero no te da la gana hacerlo, y allí andas perdiendo el tiempo”, me reprocha. Tal vez me habla así para motivarme, posiblemente sobrevalora mi trabajo porque me ve con los ojos cegadores y amorosos de un padre. Pero he ido a talleres de crónica, de ensayo, y amigos y compañeros me muestran su gusto por lo que plasmo en mis escritos. “Deberías de publicar tus textos en alguna revista o compilarlos en algún libro”, me dicen. Yo siempre digo que lo haré, pero nunca lo hago. Como mis avances para la tesis, como muchas cosas que la vida ya me exige poner al corriente para evitar la frustración y el arrepentimiento de una vida inútil, como le pasa a Pereira a lo largo de la novela.

“(…) no me siento culpable de nada, pero sin embargo siento el deseo de arrepentirme”. (Pág. 101)

¿Y si con todo lo que la gente dice que yo sé, me las arreglo para generar un impacto en los demás?. Mis pretextos son iguales a los de Pereira, pero cada cierto tiempo mi yo interno, el que pugna por florecer con la naturalidad del niño que posa sonriente en la foto, me dice algo parecido a la señora Delgado:

“Pues entonces haga algo. ¿Algo como qué?, contestó Pereira. Bueno, dijo la señora Delgado, usted es un intelectual, diga lo que está pasando en Europa, exprese su libre pensamiento (…)”. (Pág. 62)

“Haré lo que pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como éste, yo no soy Thomas Mann, solo soy el oscuro director de la página cultural de un modesto periódico (…). Lo comprendo, replicó la señora Delgado, pero tal vez pueda hacerse todo, basta con tener voluntad para ello”. (Pág. 64)

¿O será que hace falta subirme al quehacer de la historia, como Marta, la novia de Monteiro Rossi, le dijo a Pereira?

“(…) señor Pereira, ha estado usted realmente magnífico, debería ser uno de los nuestros. Pereira sintió una leve irritación, sostiene, y se quitó la chaqueta. Escuche, señorita, replicó, yo no soy ni de los de ustedes ni de los otros, prefiero actuar por mi cuenta (…), de sus historias prefiero no estar al corriente, no soy un cronista. Marta (…) dijo: Nosotros no hacemos la crónica, eso es lo que me gustaría que entendiera, nosotros vivimos la Historia” (Pág. 82)

Tal vez sobrevaloro demasiado mis capacidades, pero siento que es aún mayor mi sufrimiento artificiosamente edificado, de esos sufrimientos de los cuales uno parece regodearse tanto que no parecen tal cosa, sino placeres masoquistas. Pereira se mete a la playa con trajes de cuerpo completo, para que no le vean la panza, y a mí me pasa lo mismo cuando prefiero vestir con camisas holgadas y largas, detesto ponerme el cinturón o me apena vestirme con playeras pegadas al cuerpo.  

Antonio Tabucchi (1943-2012), italiano, autor de "Sostiene Pereira"
En momentos pienso que mi conciencia me pida cambiar, pero yo no quiero hacerlo. Soy demasiado comodino para hacerlo. Tal vez necesite hablar con alguien como doctor Cardoso, ir a su clínica talasoterápica para combatir su mala salud y platicar con él sobre su vida,  confesarle mi necesidad de arrepentimiento y los cambios que sufre su vida. El me expondrá la teoría filosófico-médica de la personalidad donde a ésta se le ve como una confederación de almas, lideradas por un yo hegemónico que dirige nuestro carácter. Y me diría algo similar a lo que le dijo a Pereira.

“Tal vez (…) tras una paciente erosión haya un yo hegemónico que esté ocupando el liderazgo de la confederación de almas, señor Pereira, y usted no puede hacer nada, tan solo puede, eventualmente, apoyarlo”. (Pág. 104)

“(…) de todas formas no puede actuar de otra manera, no lo conseguiría y entraría en conflicto consigo mismo, y si quiere arrepentirse de su vida, arrepiéntase (…) si usted piensa que esos chicos tienen razón y que hasta ahora su vida ha sido inútil, piénselo tranquilamente, quizá de ahora en adelante su vida ya no le parecerá inútil, déjese llevar por su nuevo yo hegemónico y no compense su sufrimiento con la comida y con limonadas llenas de azúcar” (Pág. 105).

Mi padre me ha dicho que cambiar no es algo fácil, para esto hay que sacrificar cosas que nos gustan hacer en beneficio de otras más importantes a mediano o largo plazo.  El problema es que lo que me gusta es tan atractivo que no es fácil dejarlo. Casi como una adicción. Siempre he ido por la vida con mi máscara de humildad, pero soy más soberbio de lo que he imaginado. Déjame contarte algo que me paso hace dos semanas. Cuando fui a sacar libros que nunca leo en la biblioteca del CUCSH, no miré a los ojos a la encargada del lugar, dando la impresión de un trato desdeñoso. Ella me dijo con toda la intención de ser escuchada “estoy sorprendida por este muchacho, cuando iba en la licenciatura era diferente y ahora ni me dirige la mirada”. Me hice el tonto en un principio, pero minutos después le tuve que pedir disculpas. “No tienes que pedirme nada, solo piénsalo, tú eras diferente, tómalo en cuenta”. ¿En qué momento me transformé?. Hay conductas que se hacen tan habituales por repetición que al final te conviertes en otra persona.  

“¿Y qué quedaría de mi?, yo soy lo que soy, con mis recuerdos, con mi vida pasada (…), usted necesita elaborar el luto, necesita decir adiós a su vida pasada, necesita vivir en el presente, un hombre no puede vivir como usted, señor Pereira, pensando en el pasado. ¿Y mis recuerdos? (…). Serían tan solo memoria (…) y no invadirían de forma tan avasalladora su presente (…) si continúa así acabará convirtiéndose en una especie de fetichista de sus recuerdos, quizá se pondrá a hablar con la fotografía de su esposa. Pereira se limpió la boca con la servilleta, bajó el tono de voz y dijo. Ya lo hago, doctor Cardoso”. (Pág. 133 y 134)

A diferencia de Pereira, es posible que pueda tomar las cosas positivas de mi pasado, pero sin duda coincido en la necesidad de vivir en el presente. Considero que la mejor manera de que el hombre transforme su personalidad es haciendo lo mismo que Cardoso le pide a Pereira. Dejar atrás el pasado, es el cliché que siempre se nos dice, pero uno de los costales que continúan cargándose a lo largo de nuestras vidas.

En estos días mi madre se fue a Michoacán, su tierra, para pasar unos días de vacaciones. Cerca de su pueblo natal, Tangancícuaro, está el lago de Camécuaro, un hallazgo de aguas cristalinas recién nacidas de los veneros, sabinos viejos que cobijan de brisa fresca a sus visitantes y conversaciones animadas con el sonido ambiente de los chapoteos, las risas estridentes y el crujir de unas buenas tostadas de frijoles. Se fue sola, y tanto mi padre y yo pensamos que nuestra mamá estará muy contenta por allá, revivirá su pasado con la sonrisa furtiva que la nostalgia coloca en nuestras caras y reirá envuelta en una conjunción de nuevas anécdotas y viejas historias que reafirman la unión familiar. Es la primera vez que recuerdo que mi mamá acude a su tierra sola, sin la presencia del llorón de su hijo y el enojón de su marido, y la noté muy entusiasmada por estas vacaciones. A falta de dinero para el viaje, aprovechó un aventón de sus patrones que también visitarían Michoacán, y se fue, siguiendo las razones del corazón. “Espero que no me extrañen y aprendan a mantenerse sin mí”, nos dijo, “ya no estará mamá Chichotas que les haga todo a sus niñotes”, complementó. Creo que mamá llegará de Michoacán con mejor ánimo, como Pereira luego de su visita a la clínica y a las playas de Coimbra.

“Las razones del corazón son las más importantes, es necesario seguir siempre las razones del corazón, esto no lo dicen los diez mandamientos, pero se lo digo yo, de todos modos hay que mantener los ojos muy abiertos (…)”. (Pág. 39)

“Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira”. (Pág. 40)

Cuando viajábamos a Michoacán, la mayoría de las veces volvíamos con una retahíla de lamentaciones e increpaciones sobre la vida de nuestros familiares. Que si tal prima debía dejar a su marido golpeador, que si otra sobrina cuidaba mal a las criaturas, que si otra prima era una fodonga, que si determinado tío era un insoportable y equis tía, una ridícula. Entonces me llegaba a preguntar, ¿para qué visitábamos a personas que sólo nos causaban problemas, que sólo exponían nuestro bienestar común, frágil a los defectos de otros?. Tal vez nos pasaba lo que a Pereira, que llegó a cuidar de Monteiro Rossi como un hijo para protegerlo de la policía. No sabíamos porque lo hacíamos, pero siempre terminábamos haciendo lo que el alma nos dictaba.

“No sé por qué hago todo esto por usted, Monteiro Rossi, dijo Pereira. Quizá porque usted es una buena persona, respondió Monteiro Rossi. Eso es demasiado simple, replicó Pereira, el mundo está lleno de buenas personas que no van en busca de problemas. Pues entonces no lo sé, dijo Monteiro Rossi (…) El problema es que tampoco yo lo sé, dijo Pereira (…)”. (Pág. 152)

Seguramente ya te cansé con la innecesaria prolongación de mis delirios. Pero qué le vamos a hacer. Sólo déjame contarte algo más. A mi madre le gusta mucho el mar. La hace sentir más tranquila, dice. Me parece que yo aún no se apreciar las propiedades terapéuticas que ejerce la monótona inmensidad de litros de agua salada que invaden el paisaje hasta donde el horizonte nos permite ver. Yo veo la playa como un lugar demasiado grande, con demasiadas personas en época vacacional, con demasiada arena que se adhiere a los costados de mis dedos y quema las plantas de los pies. Pero al leer “Sostiene Pereira”, me entraron ganas de ir a las playas de Coimbra. Y yo tampoco he ido a alguna clínica para relajación, a veces las prejuzgo como propaganda new age, repletas de flores aromáticas, velas encendidas y música “para relajar” que más bien induce al sopor. Pero me dieron ganas de pedirle a Pereira el domicilio de la clínica de Parede para conversar con algún doctor como Cardoso sobre Daudet y sus cuentos patrióticos, el arrepentimiento en Balzac, oponernos a los regímenes fascistas y las dictaduras, dejar de agradecer que la policía vele nuestros sueños, que Manuel el camarero nos cuente que hay de nuevo en las noticias, volver a creer en el periodismo, y a través de los ojos de Pereira, encontrar la vista para aferrarnos a la vida y dejar de pensar en la muerte, porque a través de la literatura y la vida siempre encontramos motivos para olvidarnos de la resurrección de la carne, de las porteras confidentes de la policía y encontrar el nuevo yo hegemónico que mantenga inutilizables nuestras necrológicas. Ahora te dejo, memoria de mis años infantiles, porque hay que pensar en el presente.