El periodismo, la necesidad del cambio y otras derivaciones
Parte I
“Sostiene Pereira” de Antonio Tabucchi
Por Carlos Andrés
Gallegos Valdez
Sabes que no suelo hablarle a mis
retratos, porque salgo muy feo en las fotos y siento un ligero pudor de verme
petrificado por el ojo de la cámara. Pero hoy haré una excepción. ¿Conoces el
entusiasmo que provoca la lectura de un buen libro?, esos textos que al terminarlos
quisieras restregárselos en las caras de
tus amigos, para que no demoren en leerlos también. Lecturas que necesitan ser conversadas
para evitar que se pierdan en el desván de la memoria, donde la información se
arrumba, se llena de polvo y agoniza entre humedades y oscuridad. Así que te
platicaré sobre una novela que me ha hecho que quiera hablarte de un montón de
cosas apretujadas en las cajones mohosos de mi cabeza, porque creo que un libro al que solo puedes
describir con un “es bueno” parco y poco explicativo, termina por ser
intrascendente.
Te veo en la fotografía, como un
niño sonriente de jardín de niños, con camisa blanca y un libro de cuentos de
la selva en las manos. Nadie podría creer que aquel infante temeroso, callado,
pero audaz y soñador, terminara estudiando una carrera cuyo oficio pide cada
día más censurar nuestras emociones en beneficio de intereses que deben ser
ocultos, silenciados, para que esos intereses mantengan su poder. En la novela
de Tabucchi, Pereira es un periodista encargado de una sección cultural de un
periódico de Lisboa, donde publica efemérides y cuentos, pero conoce a un joven,
Monteiro Rossi, cuyos ideales terminan afectando la vida del viejo reportero.
Pereira vive una existencia donde no puede comprometer su pensamiento, porque
Portugal vive una dictadura que censura todas las ideas subversivas.
“…y el periodismo que se hace hoy en día en Portugal no prevé
ni inconscientes ni provocadores, y eso es todo”. (Pág.33)
Tú sabes que en mi corta
experiencia en el periodismo he vivido situaciones estimulantes, pero también
he conocido las deformaciones y las heridas que la profesión esconde en su
cuerpo. ¿Te acuerdas de aquella nota que no salió en el noticiero de Radio
Universidad de Ocotlán por un payaso prepotente que casi destruye mi grabadora
y que ahora es rector de un Centro Universitario? Anomalías que se tienen que
callar porque gritar significa exponerse a la inseguridad del desempleo, al contraataque
crudo y resentido de quien infunde temor mediante represalias, y lo mejor es
dejar que el silencio anule el dolor, inmune al analgésico del olvido. Porque, como dice el director del periódico de
Pereira:
“(…) somos nosotros quienes debemos estar atentos, quienes
debemos ser cautos, nosotros, los periodistas que tenemos experiencia histórica
y cultural, somos quienes tenemos que vigilarnos a nosotros mismos”. (Pág. 144)
Porque, aunque las aulas inculcan
una deontología vigorosa y los alumnos tengan una ética sorda a las componendas,
la práctica diaria del periodismo te enseña que debes evitar decir ciertas
cosas para nadar de muertito en un mar susceptible de olas furiosas. Y
periodistas aferrados a un sillón mullido, que se hacen viejos en ese asiento y
apenas duermen porque temen que otros los muevan de allí, te dicen que debes
callar, porque ellos son tus jefes y pueden quitar el asiento de tu silla
desvencijada e inestable para que caigas de culo. Como aquel jefe de El
Informador de la web de deportes.
Veo a mis compañeros que
prosiguen en el periodismo y los admiro porque son atletas de largo fondo, con
el espíritu de Maratón que resiste cualquier atisbo de cansancio. Pero pese a
esa resistencia no pueden evitar quejarse del cuerpo que se cansa. Cuando
tienen directores que piensan como Silva, el amigo de Pereira:
“(…) la
opinión pública es un truco que han inventado los anglosajones, los ingleses y
los americanos, son ellos los que nos están llenando de mierda (…) nosotros
somos gente del sur, Pereira, y nosotros obedecemos a quien grita más, a quien
manda (…) nosotros siempre hemos tenido necesidad de un jefe” (Pág. 55)
No pueden evitar responder, como
Pereira:
“Pero yo soy
un periodista, replicó Pereira. ¿Y qué?, dijo Silva. Que tengo que ser libre, e
informar a la gente de manera correcta”. (Pág. 56)
Y siguen luchando, y hacen bien,
porque yo sigo creyendo en un periodismo que informe a las personas sobre los
temas que deberían interesarles, que robustezca el ejercicio democrático necesario
para que una sociedad se oponga al mandato que quiere oponerse gritando. Veo algunos
periódicos como los de la Organización Editorial Mexicana que solo ponen su
papel al servicio del que les pague mejor. Mientras, la censura sobre ciertos
temas atiborran los diarios de palabras que tan no dicen nada, que parecen
estar en blanco
“(…) eso ya me ha ocurrido, ver periódicos (…) con grandes
espacios en blanco, da mucha rabia y una profunda melancolía”. (Pág. 109)
En estos casos, parece que la
calle, o camareros inquietos como Miguel, el hombre que le sirve a Pereira sus
limonadas y omelettes en la Calle Orquidea, está mejor informada que los mismos
periodistas:
“Simplemente, las voces corrían, iban de boca en boca, para
estar informados había que preguntar en los cafés, escuchar las charlas, era la
única manera para estar al corriente” (Pág. 49)
Pero tal vez estoy diciendo puras
incoherencias. Hace rato que no sostengo conversaciones estimulantes, porque
todas mis inquietudes emocionales e intelectuales las repliego a la sequía de
una soledad autoimpuesta. Mis soliloquios me sorprenden en la desnudez de la
calle, y para evitar que me digan loco, prefiero hablar contigo, una fotografía
vieja de quince años de antigüedad. Como no puedo vencer mis obsesiones, como
el perder tiempo en Internet mientras la tesis permanece inactiva y el trabajo
pendiente se acumula como agua en un desagüe de lavadero empachado de sobras de
comida, rindo devoción a un pasado escolar y laboral exitoso, sin construir
méritos para un presente y un futuro más halagüeños.
Una de mis pasiones que he dejado
aparcada, y tú eres testigo de ello, es la escritura. Mi padre siempre dice que
me ponga a escribir porque tengo una pluma muy buena y mis escritos tienen un
impacto intelectual y emocional fuertes. “Pero no te da la gana hacerlo, y allí
andas perdiendo el tiempo”, me reprocha. Tal vez me habla así para motivarme,
posiblemente sobrevalora mi trabajo porque me ve con los ojos cegadores y
amorosos de un padre. Pero he ido a talleres de crónica, de ensayo, y amigos y
compañeros me muestran su gusto por lo que plasmo en mis escritos. “Deberías de
publicar tus textos en alguna revista o compilarlos en algún libro”, me dicen.
Yo siempre digo que lo haré, pero nunca lo hago. Como mis avances para la
tesis, como muchas cosas que la vida ya me exige poner al corriente para evitar
la frustración y el arrepentimiento de una vida inútil, como le pasa a Pereira
a lo largo de la novela.
“(…) no me
siento culpable de nada, pero sin embargo siento el deseo de arrepentirme”.
(Pág. 101)
¿Y si con todo lo que la gente
dice que yo sé, me las arreglo para generar un impacto en los demás?. Mis
pretextos son iguales a los de Pereira, pero cada cierto tiempo mi yo interno,
el que pugna por florecer con la naturalidad del niño que posa sonriente en la
foto, me dice algo parecido a la señora Delgado:
“Pues
entonces haga algo. ¿Algo como qué?, contestó Pereira. Bueno, dijo la señora
Delgado, usted es un intelectual, diga lo que está pasando en Europa, exprese
su libre pensamiento (…)”. (Pág. 62)
“Haré lo que
pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como
éste, yo no soy Thomas Mann, solo soy el oscuro director de la página cultural
de un modesto periódico (…). Lo comprendo, replicó la señora Delgado, pero tal
vez pueda hacerse todo, basta con tener voluntad para ello”. (Pág. 64)
¿O será que hace falta subirme al quehacer de la historia,
como Marta, la novia de Monteiro Rossi, le dijo a Pereira?
“(…) señor
Pereira, ha estado usted realmente magnífico, debería ser uno de los nuestros. Pereira
sintió una leve irritación, sostiene, y se quitó la chaqueta. Escuche,
señorita, replicó, yo no soy ni de los de ustedes ni de los otros, prefiero
actuar por mi cuenta (…), de sus historias prefiero no estar al corriente, no
soy un cronista. Marta (…) dijo: Nosotros no hacemos la crónica, eso es lo que
me gustaría que entendiera, nosotros vivimos la Historia” (Pág. 82)
Tal vez sobrevaloro demasiado mis
capacidades, pero siento que es aún mayor mi sufrimiento artificiosamente edificado,
de esos sufrimientos de los cuales uno parece regodearse tanto que no parecen
tal cosa, sino placeres masoquistas. Pereira se mete a la playa con trajes de
cuerpo completo, para que no le vean la panza, y a mí me pasa lo mismo cuando
prefiero vestir con camisas holgadas y largas, detesto ponerme el cinturón o me
apena vestirme con playeras pegadas al cuerpo.
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Antonio Tabucchi (1943-2012), italiano, autor de "Sostiene Pereira" |
En momentos pienso que mi
conciencia me pida cambiar, pero yo no quiero hacerlo. Soy demasiado comodino
para hacerlo. Tal vez necesite hablar con alguien como doctor Cardoso, ir a su
clínica talasoterápica para combatir su mala salud y platicar con él sobre su
vida, confesarle mi necesidad de
arrepentimiento y los cambios que sufre su vida. El me expondrá la teoría
filosófico-médica de la personalidad donde a ésta se le ve como una
confederación de almas, lideradas por un yo hegemónico que dirige nuestro
carácter. Y me diría algo similar a lo que le dijo a Pereira.
“Tal vez (…)
tras una paciente erosión haya un yo hegemónico que esté ocupando el liderazgo
de la confederación de almas, señor Pereira, y usted no puede hacer nada, tan
solo puede, eventualmente, apoyarlo”. (Pág. 104)
“(…) de todas
formas no puede actuar de otra manera, no lo conseguiría y entraría en
conflicto consigo mismo, y si quiere arrepentirse de su vida, arrepiéntase (…)
si usted piensa que esos chicos tienen razón y que hasta ahora su vida ha sido
inútil, piénselo tranquilamente, quizá de ahora en adelante su vida ya no le
parecerá inútil, déjese llevar por su nuevo yo hegemónico y no compense su
sufrimiento con la comida y con limonadas llenas de azúcar” (Pág. 105).
Mi padre me ha dicho que cambiar
no es algo fácil, para esto hay que sacrificar cosas que nos gustan hacer en
beneficio de otras más importantes a mediano o largo plazo. El problema es que lo que me gusta es tan
atractivo que no es fácil dejarlo. Casi como una adicción. Siempre he ido por
la vida con mi máscara de humildad, pero soy más soberbio de lo que he imaginado.
Déjame contarte algo que me paso hace dos semanas. Cuando fui a sacar libros
que nunca leo en la biblioteca del CUCSH, no miré a los ojos a la encargada del
lugar, dando la impresión de un trato desdeñoso. Ella me dijo con toda la
intención de ser escuchada “estoy sorprendida por este muchacho, cuando iba en
la licenciatura era diferente y ahora ni me dirige la mirada”. Me hice el tonto
en un principio, pero minutos después le tuve que pedir disculpas. “No tienes
que pedirme nada, solo piénsalo, tú eras diferente, tómalo en cuenta”. ¿En qué
momento me transformé?. Hay conductas que se hacen tan habituales por
repetición que al final te conviertes en otra persona.
“¿Y qué
quedaría de mi?, yo soy lo que soy, con mis recuerdos, con mi vida pasada (…), usted
necesita elaborar el luto, necesita decir adiós a su vida pasada, necesita
vivir en el presente, un hombre no puede vivir como usted, señor Pereira,
pensando en el pasado. ¿Y mis recuerdos? (…). Serían tan solo memoria (…) y no
invadirían de forma tan avasalladora su presente (…) si continúa así acabará
convirtiéndose en una especie de fetichista de sus recuerdos, quizá se pondrá a
hablar con la fotografía de su esposa. Pereira se limpió la boca con la
servilleta, bajó el tono de voz y dijo. Ya lo hago, doctor Cardoso”. (Pág. 133
y 134)
A diferencia de Pereira, es posible
que pueda tomar las cosas positivas de mi pasado, pero sin duda coincido en la
necesidad de vivir en el presente. Considero que la mejor manera de que el
hombre transforme su personalidad es haciendo lo mismo que Cardoso le pide a
Pereira. Dejar atrás el pasado, es el cliché que siempre se nos dice, pero uno
de los costales que continúan cargándose a lo largo de nuestras vidas.
En estos días mi madre se fue a Michoacán, su tierra, para
pasar unos días de vacaciones. Cerca de su pueblo natal, Tangancícuaro, está el
lago de Camécuaro, un hallazgo de aguas cristalinas recién nacidas de los
veneros, sabinos viejos que cobijan de brisa fresca a sus visitantes y
conversaciones animadas con el sonido ambiente de los chapoteos, las risas
estridentes y el crujir de unas buenas tostadas de frijoles. Se fue sola, y
tanto mi padre y yo pensamos que nuestra mamá estará muy contenta por allá,
revivirá su pasado con la sonrisa furtiva que la nostalgia coloca en nuestras
caras y reirá envuelta en una conjunción de nuevas anécdotas y viejas historias
que reafirman la unión familiar. Es la primera vez que recuerdo que mi mamá
acude a su tierra sola, sin la presencia del llorón de su hijo y el enojón de
su marido, y la noté muy entusiasmada por estas vacaciones. A falta de dinero
para el viaje, aprovechó un aventón de sus patrones que también visitarían
Michoacán, y se fue, siguiendo las razones del corazón. “Espero que no me
extrañen y aprendan a mantenerse sin mí”, nos dijo, “ya no estará mamá Chichotas
que les haga todo a sus niñotes”, complementó. Creo que mamá llegará de
Michoacán con mejor ánimo, como Pereira luego de su visita a la clínica y a las
playas de Coimbra.
“Las razones
del corazón son las más importantes, es necesario seguir siempre las razones
del corazón, esto no lo dicen los diez mandamientos, pero se lo digo yo, de
todos modos hay que mantener los ojos muy abiertos (…)”. (Pág. 39)
“Es difícil tener
convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene
Pereira”. (Pág. 40)
Cuando viajábamos a Michoacán, la mayoría de las veces
volvíamos con una retahíla de lamentaciones e increpaciones sobre la vida de
nuestros familiares. Que si tal prima debía dejar a su marido golpeador, que si
otra sobrina cuidaba mal a las criaturas, que si otra prima era una fodonga,
que si determinado tío era un insoportable y equis tía, una ridícula. Entonces
me llegaba a preguntar, ¿para qué visitábamos a personas que sólo nos causaban
problemas, que sólo exponían nuestro bienestar común, frágil a los defectos de
otros?. Tal vez nos pasaba lo que a Pereira, que llegó a cuidar de Monteiro
Rossi como un hijo para protegerlo de la policía. No sabíamos porque lo
hacíamos, pero siempre terminábamos haciendo lo que el alma nos dictaba.
“No sé por qué hago todo esto por usted, Monteiro Rossi, dijo
Pereira. Quizá porque usted es una buena persona, respondió Monteiro Rossi. Eso
es demasiado simple, replicó Pereira, el mundo está lleno de buenas personas
que no van en busca de problemas. Pues entonces no lo sé, dijo Monteiro Rossi (…)
El problema es que tampoco yo lo sé, dijo Pereira (…)”. (Pág. 152)
Seguramente ya te cansé con la
innecesaria prolongación de mis delirios. Pero qué le vamos a hacer. Sólo
déjame contarte algo más. A mi madre le gusta mucho el mar. La hace sentir más tranquila,
dice. Me parece que yo aún no se apreciar las propiedades terapéuticas que
ejerce la monótona inmensidad de litros de agua salada que invaden el paisaje
hasta donde el horizonte nos permite ver. Yo veo la playa como un lugar
demasiado grande, con demasiadas personas en época vacacional, con demasiada
arena que se adhiere a los costados de mis dedos y quema las plantas de los
pies. Pero al leer “Sostiene Pereira”, me entraron ganas de ir a las playas de
Coimbra. Y yo tampoco he ido a alguna clínica para relajación, a veces las
prejuzgo como propaganda new age, repletas de flores aromáticas, velas
encendidas y música “para relajar” que más bien induce al sopor. Pero me dieron
ganas de pedirle a Pereira el domicilio de la clínica de Parede para
conversar con algún doctor como Cardoso sobre Daudet y sus cuentos patrióticos, el arrepentimiento en Balzac, oponernos a los regímenes fascistas y las dictaduras, dejar de agradecer que la policía vele nuestros sueños, que Manuel el camarero
nos cuente que hay de nuevo en las noticias, volver a creer en el periodismo, y
a través de los ojos de Pereira, encontrar la vista para aferrarnos a la vida y
dejar de pensar en la muerte, porque a través de la literatura y la vida
siempre encontramos motivos para olvidarnos de la resurrección de la carne, de
las porteras confidentes de la policía y encontrar el nuevo yo hegemónico que mantenga
inutilizables nuestras necrológicas. Ahora te dejo, memoria de mis años
infantiles, porque hay que pensar en el presente.