miércoles, 25 de abril de 2012

Bosque de la Primavera, el incendio de la responsabilidad social.

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Más de cuatro mil hectáreas pulverizadas por el fuego,  un aire infestado de contaminantes expertos en taladrar pulmones, el humo y las llamas que consumen árboles y matorrales, brigadistas y bomberos luchando para apresar al fuego y evitar que siga caminando con impune libertad,  aumento de ingresos en las farmacias por la venta de cubre bocas e inhaladores, todo se acumula por el incendio del Bosque de la Primavera. Otra agresión a la ya de por sí disminuida calidad del aire de la ciudad y un buen momento para reivindicar las prédicas ambientalistas cuyo efecto motivador e inflamador de voluntades se extinguirán en cuanto se olvide este suceso.

Este nuevo golpe al bosque más importante de Guadalajara, más allá de las quejas y lamentaciones, nos debe poner cara a cara con nuestros hábitos y costumbres. La radiografía de toda una ciudadanía presenta fracturas y malformaciones en todo un modo de pensar. La quema de miles de árboles no significa que otros miles se preservarán. El dióxido de carbono y el polvo inhalado en las últimas horas es un llamado de atención a una sociedad que piensa cuidar el medio ambiente comprando botellas recicladas y envolturas de pan “amigables con la ecología (sic)”, pegando calcomanías de apoyo a la Naturaleza en los autos, prohibiendo las corridas de toros, repitiendo constante y sin entendimiento los riesgos del calentamiento global, y por supuesto, practicando la concientización ambiental con videos de focas desolladas y ballenas desangradas, que haría palidecer al editor de “Alarma” u otras publicaciones similares. Medio ambientalismo light, compromiso ecológico mínimo o nulo.  


Ahogado el niño, tapan el pozo. Incendios van y vienen, nada importará en el futuro. La opinión pública sufre de amnesia y los políticos sólo se preocuparán por ganar elecciones. En momentos como éste, ya no es suficiente que los brigadistas tomen mangueras y rocíen cientos de litros de agua en hectáreas ennegrecidas por el fuego. Los encargados del bosque mas los funcionarios encargados del medio ambiente “lamentarán los hechos”, se manifestarán “decepcionados por lo ocurrido”, y repetirán los lineamientos de seguridad con tono de súplica. Pero no pasará de allí.

No se tienen noticias de los detonadores del incendio. Otra vez. Se abrirán expedientes contra “los que resulten responsables” y luego el expediente se archivará en alguna oscura bodega de casos judiciales. Pero las balas apuntan a determinados blancos. Están los exhibicionistas del picnic maravillados de disfrutar la Naturaleza e imprudentes en cuidarla. O ejidatarios dueños de tierras ociosas, expertos en quemas agrícolas e incapaces de florecer  terrenos de cultivo decentes. O los posibles inversores en construcción, deseosos de construir nuevos fraccionamientos y ganar millones de pesos a costa de desaparecer las extensiones boscosas en una ciudad atiborrada de viviendas y guetos opulentos. Que tal los políticos, muchas veces coludidos con los pirómanos del bosque y bomberos “fashion”, con cámaras y fotógrafos a su alrededor, al momento de apagar el fuego. O la mayoría de la ciudadanía (me incluyo) preocupada en la desgracia actual del enfermo e inoperante (incluso partícipe) de la gestación de su enfermedad.

Ahora todos nos quejamos de los incendios del Bosque de la Primavera. Es la lógica de los tiempos recientes: si no me afecta directamente, no hay problema en que le afecte a otros. Se suspenden clases en más de cien escuelas primarias y secundarias, por lo que llegó el momento de quejarse por el riesgo de incubar niños asmáticos y conciertos de tos. La gente sale a la calle, en su rol de corredores madrugadores, y se molestan por el humo que aspiran. Si, ahora todos nos quejamos, pero actos similares, no tan espectaculares, pero si crónicos y graduales, seguirán sucediendo. Como el uso descarado de los automóviles, la contaminación de ríos y lagos, arrojar basura en la calle, niños obesos por la contaminación alimenticia de lo chatarra, agricultores que queman sus tierras y autoridades empeñadas en construir puentes viales y fraccionamientos con cercas electrificadas. Todo seguirá igual que antes.


El esfuerzo de respirar un aire al fin amigable a nuestro organismo es un trabajo diario, que implica el compromiso de cada uno de nosotros. Con pequeñas acciones, contrarias a todo lo que he descrito, se podría reducir al menos los efectos de la contaminación en cualquiera de sus formas. Poner el ejemplo, en todos los niveles, es algo que ya suena a utopía. Por más campañas publicitarias y determinaciones de la SEMADES u otro organismo público, las hectáreas fértiles del Bosque de la Primavera seguirán desapareciendo, si al menos no se intenta trabajar en una cultura más respetuosa con la Naturaleza. Pero temo que los efectos a corto y mediano plazo no se harán notar. Es posible que estemos en un punto sin retorno.

Esta fue la postal que me encontré anoche, en mi casa. Los vientos helados de una noche enrojecida por el incendio huían, para pedir clemencia. Por un mejor cuidado del medio ambiente, por la desaparición de ambiciones mezquinas que desprecien a la Naturaleza, un pedido de auxilio para recordar que tenemos un bosque, un pulmón de oxígeno que nos ayuda a seguir viviendo en esta ciudad donde la salud se mide por los niveles de imecas y por el nivel de hollín de los aparatos respiratorios de los ciudadanos

lunes, 23 de abril de 2012

Homenaje al libro.


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Amado por “culturetas” de ocasión y defenestrado por personas que sólo pueden sumar cifras de dos dígitos por calculadora, el libro es parte de la vida de toda la humanidad. Bandera de egocentrismo académico y estigma para conseguir novia de cuerpo sospechosamente anoréxico,  refugio para personas solitarias y tema de conversación en Starbucks, los libros son vituperados, amados, coleccionados, maltratados, fotocopiados, autografiados y rayados con marcadores de aceite desde tiempos remotos. El libro, en este día de fiesta, es el pretexto perfecto para decir: “He leído a Dostoievski y a Víctor Hugo”, y que nuestros amigos se sorprendan mientras piensen, “nuestro amigo es un pinche ratón de biblioteca, de seguro no tiene vida social y debe ser un sangrón de primera”.

Hay gente que compra los libros por la legibilidad de sus caracteres, la calidad de la pasta dura, el colorido de la portada, el porcentaje de descuento que poseen o la cantidad de páginas que contiene. Pocos, por no decir nadie, los adquiere por la calidad del escrito o la importancia cultural del autor. Eso sí, hay una convención que nunca cambiará en un cliente de librería. Es el acto casi religioso de adquirir un libro nuevo, arrancarle el plástico, oler con fruición las hojas, para acto seguido alzar el ejemplar en algún rincón olvidado de tu casa y no volverlo a abrir hasta que el blanco del papel se vuelva amarillento. También el café es parte del modus vivendi de un lector, usado como energético para afrontar la pesada penitencia de leer “Ulises” de James Joyce o entender las ecuaciones de Baldor.

Los libros, ese sinónimo de cultura tan sobreestimado y tan infravalorado a la vez. Existen académicos, influidos por los postulados del posmodernismo, que piensan en emular a Umberto Eco y quieren descubrir intenciones ocultas hasta en la tipografía del texto. Pretenden que el libro sea el centro del mundo y del conocimiento, cuando no es más que una porción, como el ciego que toca la oreja del elefante y cree que es un papalote o algo similar. Pero también están los profetas del empirismo “a la fuerza”, que no leen libros porque son un fastidio pero siguen siendo timados por los comerciantes, perdiendo sus empleos, y empleando un vocabulario cuyas palabras pueden contarse con los dedos de las manos.

Mi relación con los libros es un mundo de claroscuros. He leído buenos, malos, muy malos, pésimos, y la obra de autoayuda de Osho y Og Mandino. Grandes novelas como “Los Miserables”, “Crimen y Castigo” o “Grandes Esperanzas” han deleitado mis ratos libres con historias épicas. Pero no todo es disfrute. He sufrido con Marvin Harris gracias a los reportes de lectura de Antropología, he reído con las descripciones tan arquetípicas de Dan Brown, he sufrido de quebrantos en mi razón tratando de entender una sola oración de Jurgen Habermas o Martin Heidegger, y no terminé de colorear “Huckleberry Finn”, en su versión infantil. Logré sacar decenas de ejemplares de las bibliotecas para entregarlos en la mitad de su lectura luego de una semana, deshojé la Biblia cuando era niño porque me gustaba cargarla bajo mi regazo como evangelista o testigo de Jehova y aprendí que gente como Shaquille O’Neal, Rhonda Byrne o el imbécil que tradujo “El Gran Gatsby” de Scott Fitzgerald deben tener una orden de restricción a escribir libros.

 George Bush hace gala de su erudición y vasta afición a la lectura
Nunca olvidaré aquellas tardes en las que, sin mucho por hacer en los tiempos muertos en el Internado donde estudié la primaria, sacaba mi libro de historia de México de sexto año y leía acontecimientos que en aquel momento me parecían impresionantes. Me imaginaba siendo Pedro María Anaya, respondiendo a los invasores gringos con ademanes declamatorios, “si tuviéramos parque, ustedes no estarían aquí”.  O Ignacio Zaragoza, con sus lentes de Nerd del siglo XIX,  comunicando al presidente Juárez “las armas nacionales se han cubierto de gloria”, aunque un año después de la Batalla de Puebla el ejército francés hizo inútil aquella victoria militar. Con ese libro también aprendí que Guadalupe Victoria no era una señora vieja que rezaba todos los días en la iglesia y que de la guerra cristera hasta nuestros tiempos México es un país moderno y con progreso, lleno de paz y prosperidad. Bueno, era la inocencia de niño.

Reconozco que soy un ejemplar exótico a la hora de hablar de los libros. Excentricidad que llega a ser “farolismo”, como esas personas que acuden a conciertos de Plácido Domingo sin tener una jodida idea (o al menos sensibilidad) sobre música clásica. Me acuerdo de los títulos de muchas obras y de los nombres de cientos de escritores, pero la mayoría pendientes por leer. Cargo con cinco o seis libros en la mochila, para entretenerme con los semáforos de las avenidas o la música de piano tan soporífera que ponen de “soundtrack” en algunos camiones. Me atiborro de datos inútiles en las enciclopedias generales (como el nombre de una escritora bosnia desconocida o el tamaño del planeta Urano), pantagruélico de conocimiento, y al día siguiente me olvido de esa información, con una  memoria que empequeñece cual Gulliver en Lilliput, país de los enanos.

¿Cómo escribió este hombre su libro?. Peor aún, ¿sabe que lo escrito en esa especie de ladrillo representa un libro?


El que no lee ni los volantes de restaurantes orientales, es objeto de escarnio público, aunque una mayoría aplastante prefiera ver los melodramas de Televisa o las adaptaciones del “Señor de los Anillos” en el cine. Nuestro muñeco de plástico, Enrique Peña Nieto, el hombre del pelo más enhiesto del país, en vez de adjudicar libros de Carlos Fuentes a Enrique Krauze, debió reflexionar. “Aquellos que me critican por mi fodongería lectora son los mismos que escriben con emoticones y ortografía cavernaria, que seguramente tampoco han leído de un libro más que la contraportada y reprueban exámenes de lecto-comprensión en sus escuelas”. Al fin y al cabo, los que leen muchos libros no hacen ganar elecciones. Gracias a Dios, añado.

Aunque haya voces agoreras que pronostiquen la defunción del libro (una tontería cuya bibliografía cubriría todas las estanterías de la Biblioteca del Congreso en Washington), este seguirá existiendo. Será protagonista de grandes acontecimientos, como lecturas en voz alta los 23 de abril, objeto de cambalache en tianguis culturales patrocinados por departamentos de cultura estatales, como base para recargar proyectores en las universidades, objeto de veneración por acumuladores de polvo y tierra, y objeto contundente para golpear cabezas de personas non gratas. Pero, haciendo un análisis más sereno y al mismo tiempo más entrañable, el libro es la columna que sostiene el mundo, el transmisor del legado de toda una especie. Gracias a nosotros mismos, la humanidad, por regalarnos el único objeto de valor en este mundo, el puntal de la civilización moderna. El libro.

Conociendo a Totoro: Crónica desquiciada de un periodista en paro

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

   La semana pasada acudí al Rojo Café para ver la película de Hayao Miyazaki, “Mi vecino Totoro”. Para un hombre que no conoce más mundo que el enclavado en las cuatro paredes de su cuarto, esta clase de experiencias resultan ser extraordinarias. Tanto, que son tema para una crónica.

   Acudí al lugar con la devoción de un hipster, o un otaku amante de los Estudios Ghibli (compañía japonesa que hizo la película, equivalente a Disney en Estados Unidos). Me llamó mucho la atención las buenas críticas a Hayao Miyazaki, director de grandes obras animadas como “La Princesa Mononoke”, “Ponyo en el acantilado”, “El increíble castillo vagabundo” o “El viaje de Chihiro”. Nunca había visto una película del renombrado cineasta nipón, y pensé que era una buena oportunidad para hacerlo por primera vez. Las sensaciones finales son satisfactorias, pero de eso hablaré más adelante.


   Al llegar a Rojo Café, me senté en una mesa y pedí un chocolate, pero me lo trajeron media hora después, con una mesera naufragando en mesas desocupadas. En ese lapso de tiempo muerto, revisé un programa de eventos con las actividades culturales del recinto gastronómico. Me dio coraje saber que una de mis películas favoritas de siempre, “La Vida de Brian”, una comedia del grupo británico Monty Python, fue exhibida un 2 de abril. Lo malo de encerrarse en la casa y no salir ni para tomar aire. Absorto por tanta cultura, tomé un tríptico que parecía de pasta dura para disponer de un buen rato de lectura. Pero me percate a tiempo de que era la carta. Tan imbuido me encontraba en expandir mis horizontes culturales, que pensé en leer literatura clásica allí donde decía “Frapuccino, 60 pesos”.  

   El lugar donde se exhiben las películas no es más que un largo pasillo donde hay varias mesas para los comensales, además de un templete donde además de cine, se exhiben algunas obras de teatro. El gran conflicto de mostrar filmes en una cafetería es la necesidad de alargar el cuello como una jirafa, esperando que las teorías de Lamarck respecto a la herencia de los caracteres adquiridos se haga realidad contigo y puedas ser lo suficientemente alto para sortear las cabezas de enfrente, esas molestas barreras que te impiden ver a plenitud la película. Rojo Café también cuenta con unas sillas incómodas, perfectas para delinear generaciones de ancianos encorvados y jóvenes con achaques de viejos, además de precios prohibitivos para carteras de desempleados como yo.




    Hubo problemas con el equipo de video. Afortunadamente, se resolvieron adecuadamente. Pero el proceso previo es digno de destacar. Un proyector que tarda horas en presentar un recuadro moribundo en una pared, una computadora que mantiene una riña de incompatibilidades con el proyector, como si se cayesen gordos de antemano. Los encargados de poner la cinta, de pronto se ven rebasados por una tecnología que decide jubilarse repentinamente, y es obligada a trabajar con golpes, como un burro mostrenco. Finalmente, cuando al fin la imagen se dignó en aparecer, cual padre irresponsable que abandona por años a sus hijos, el sonido de la película decidió ponerse una mordaza en la boca. Los técnicos le devolvieron el habla a patadas, provocando un estruendo agudo y chirriante que duró varios segundos. Lo anterior logró una sordera temporal en los asistentes y que el sonido saliera de las bocinas como un vómito y un ronquido a la vez, sin ecualización y con saturación. Todo esto, hasta que el inicio de “Mi vecino Totoro” compuso del todo las cosas.

   Antes de la proyección de “Mi vecino Totoro”, se mostró un cortometraje llamado “Jacinta”. Narra la historia de una anciana que borda telas hasta que decide morir… bordando. En el proceso, se muestra la vida de varios ancianos, lo que genera en la obvia metáfora de la vejez como un proceso preparatorio hacia la muerte. La animación es sobria y se prescinde del diálogo para contarlo todo con imágenes. El corto es disfrutable si se prescinde del análisis “hipsteriano” de los símbolos visuales y los planos cinematográficos. Hay más honestidad en un tipo que devora palomitas mientras se emociona al escuchar la enésima explosión de una película de “Transformers”, que en un joven que dice aprender mucho de Dziga Vertov y entender del todo “Mullholland Drive” de David Lynch.

Hayao Miyazaki, director de "Mi vecino Totoro"
   “Mi vecino Totoro” es un entrañable fin de 1988 sobre una familia, compuesta por dos niñas y su padre, que viven en una casa de campo por allá de la década de los cincuenta. Cuando al inicio, muestran a los “duendes del polvo”, pensé que esa era una buena excusa para no limpiar mi cuarto. Después de presentar a los personajes y los ambientes, con una extraordinaria animación (a pesar del bajo presupuesto), Mei, la hermana menor, conoce a Totoro, un animal parecido a un oso (¿o era un conejo, o un Furbie?), que logra el cariño de las niñas y del público pese a no tener un solo diálogo. Totoro, que funge un papel parecido al espíritu del bosque (o una metáfora de esas que les encantan a los críticos de cine), logra hacer crecer las semillas, usar de manera correcta un paraguas para protegerse de la lluvia (en la mejor escena de la película) y ayuda a Satsuki a encontrar a su hermana Mei (y de paso ver a su madre en el hospital) con la ayuda del “Gatobús”, un original medio de transporte que yo usaría sin ninguna duda como sustituto del transporte público de Guadalajara.


   El filme es muy bueno. Animación inteligente sin necesidad de atiborrar de melaza o personajes estúpidos a los niños. Muestra sutilmente temas como el miedo a perder a una madre, el cuidado de la naturaleza, y la superación de los miedos, prescindiendo de sucesiones de chistes referentes a la cultura pop o lenguaje de eslóganes hechos por publicistas hipócritas de las grandes empresas. Los estudios Ghibli lo bordan con paisajes animados de gran calidad. Una gran película, para recuperar los principios básicos de una película de dibujitos.

   Me fui con el propósito de salir más tiempo de mi casa y de huir de los innecesarios comentarios de la película después de la proyección, hechas para inflar el ego de los dueños del establecimiento. A las afueras de Rojo Café, la noche ya presentaba su apogeo, la mayoría de los hogares y comercios estaban cerrados y silenciosos, era hora de llegar a casa.

sábado, 21 de abril de 2012

Manual para destruir los libros de autoayuda. Reseña de "Cuerpos sin edad, mentes ni tiempo", de Deepak Chopra



Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Leí buena parte del libro y me temí lo peor. No me gusto. Lo hallé pesado, monótono, aburrido, inescrutable. La obra maestra de la filosofía light, carnada para lectores incautos, la más abstrusa combinación de pensamiento oriental con pseudociencia. Deepak Chopra no me dejó absolutamente nada de provecho, sólo un dolor de cabeza gradual al leer cada párrafo y la incómoda sensación del tiempo perdido que nunca regresará.

No hallo razones para aprender de un señor que hace trizas conceptos científicos de física cuántica, una de las materias más difíciles y asombrosas que existen, para amoldarlos a su conveniencia, desarrollando teorías de curación que no han curado a nadie, pero dejan carteras gordas en los bolsillos del autor (Chopra ha vendido más de 10 millones de ejemplares de sus libros solo en Estados Unidos). La idea de controlar la cuántica a mi conveniencia para retrasar el envejecimiento y ser joven es sencillamente ridícula. Chopra solo demuestra la peligrosidad de combinar religión con ciencia, y la pérdida de rumbo de la sociedad en general en confiar su salud mental en esquizofrénicos que se aprovechan de la ignorancia de las personas y hablan con términos pomposos, científicos, para aparentar autoridad.


El reino de los charlatanes se posa en las librerías, en el pensamiento de la sociedad, y nadie mueve un dedo para remover los tumores cancerígenos que ocasionan. Desafían la cordura, despiertan la locura en quienes los leen y provocan daños, a veces irreparables, en aquellas personas que reciben su influencia. Los discípulos choprianos son reconocibles a ojos-vista. Hablan con extrañas palabras, con aires de elegidos. Ponen los ojos en blanco cada vez que el maestro habla, y le dan la razón en todo. Como no tienen ideas propias, estos alumnos repiten a pie juntillas las lecciones del profesor, retan a los disidentes, y construyen dogmas de fe. Basta ya. No se puede vivir en un lugar donde el engaño triunfe, donde los lobos vestidos de cordero digan que pueden curar a alguien con el poder de la medicina cuántica.

La única solución para no envejecer espiritualmente es trabajar, reconociendo errores y usando la disciplina para amar. Y si un día las enfermedades me hacen viejo y achacoso, iré con un doctor de bata blanca y estetoscopio, no con un charlatán. Para mantenerse sano de libros como los de Chopra, hace falta ser lo suficientemente íntegros con nuestra propia inteligencia, y huir de esta “nueva era”, la era de las leyes universales edulcoradas para las clases sociales de consumo, esa era del “todo vale”, la era donde un sujeto puede ganar mucho dinero vendiendo espejitos, usando pseudociencia para curar el cáncer, ganar millones de dólares y mantener dormidos a una generación de lectores que piensan que la vida es tan bonita como la pintan los más absurdos tratados de autoayuda.

Compre este libro si pertenece a esa extraña estirpe de lectores de charlas tan insípidas como sonsonete de cafetera, partícipe de esas conversaciones  tan artificiales como olor a aromatizante de baño, y aficionado a purificar su alma citadina de perfumes orientales. Lea este ejemplar si es de esas personas a las que les gusta que le vean la cara. En caso contrario, huya de Deepak Chopra con la velocidad de un corredor de 100 metros.

P.D.- Deepak Chopra plagió la obra de Robert Sapolsky, profesor de la Universidad de Stanford, titulada “Behavioral Endocrinology”  para realizar este libro

jueves, 19 de abril de 2012

La Revolución Mexicana: Ensayo anti-patriota y blasfemo


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

   Miles de mexicanos repitieron durante años la doctrina del catecismo laico, y el dogma se convirtió en realidad. Cuando un mexicano quiere escapar del presente, se refugia en un pasado utópico, en la tierra de la leche y miel, llena de corridos, cartucheras y adelitas. México recuerda de vez en tanto la Revolución, la prueba fehaciente de un país que mira hacia atrás cuando los demás caminan hacia adelante.

   La Revolución significa el ideario de generaciones educadas en discursos políticos, televisión abierta y libros de historia escolares. Las consecuencias son en su mayoría funestas: maestros sindicalizados que protestan para mantener un empleo para el que no están capacitados, manutención de empresas petroleras inoperantes e incapaces de competir con el mundo globalizado, hordas de burócratas cuyo único servicio público es cobrar el aguinaldo de fin de año, tierras ociosas y sin cultivar, política basada en el parentesco y el pillaje, “gafapastas” anacrónicos que aún debaten lo que Álvaro Obregón pudo realizar por México de haber conservado el brazo que perdió en la batalla de Celaya, etcétera. Cada 20 de noviembre, miles de niños, estudiantes de primaria educados por los videojuegos y el Internet, fungen sus papeles revolucionarios en obras de teatro y danzas autóctonas que pretenden aferrarse a un pasado cada vez más distante de la realidad.

   Reúnes toda la motivación que tu adormecido cerebro es capaz de acumular, predispones tus emociones de aspirar a la “élite intelectual”, como un hombre renovado con sus efímeros propósitos de año nuevo, cuando abres el periódico y lees una tediosa entrevista donde el director de equis obra de teatro explica su puesta en escena de la ¡Revolución Mexicana!. Ya bastante tenemos con estatuas conmemorativas, nombres de calles, y acervo histórico de los Libros de Texto Gratuito, como para soportar tanta ensoñación y “redención de nuestro pasado”, como si el mundo se detuviese en 1910. Los gobiernos piden “ayudar a la cultura” como si solicitaran caridad. Quiero socorrer a la cultura, de verdad, pero ella no me deja.

La fotografía "pop" de la Revolución.
   Es triste repasar la historia y saber que los temas de la Revolución los aprendiste mediante postales y poses dramatizadas por literatos frustrados devenidos en historiadores. Te hablan de Zapata, y te llega a la mente el lema “Tierra y Libertad” como si el campesino morelense lo recitara en una ópera, con ademanes afectados y vista hundida en la pared más lejana del teatro.  O la historia de Pancho Villa como un Robin Hood duranguense, con su eterno bigote y sus “dos viejas a la orilla”. Madero es el Mahatma Gandhi nacional, sólo que el “estadista” llamó a las armas por necesidad de abatir el cáncer porfirista y fue cruelmente asesinado por el villano más malo y caricaturesco de la historia mexicana, Victoriano Huerta, más unidimensional que una película de Vin Diesel, el traidor por excelencia, al que sólo le falta ponerle un parche en el ojo y una pata de palo para hacerlo más malévolo.

   Con el desarrollo de las campañas presidenciales, no faltará aquel candidato de izquierda que recuerde a Zapata como el espíritu del campesino mexicano “ideal”, aquel que sufre cuando le quitan sus semillas y sus tierras, es “tranzado” por los intermediarios y los “pillos del PRIAN y el imperio norteamericano”, y viste de sombrero con calzones de manta para preservar su “identidad” y sus “costumbres”, como señalan los trasnochados intelectuales que jamás han arado la tierra. O el candidato de derecha rescatando a Madero, el demócrata, el espíritu libre de Coahuila, el terrateniente que sacrificó su vida por entregarle a México el “sufragio efectivo no reelección (léase de corrido)”, ese derecho a elegir al representante de gobierno del cual el votante no sabe cómo se llama ni su expediente delictivo, perdón, político, ese derecho que el partido “del cambio” tiró a la basura con gobiernos defectuosos. O al candidato de “los poderes fácticos”, reivindicando los “principios” de la Revolución, esa razón por la cual gobernaron un país durante 70 años como un régimen corporativo y repartieron el botín de todo un país a las familias leales, los zalameros y los hijos de los jefes del partido.

La lucha armada de 1910, gran argumento para mantener a niños pegados al televisor.

   Lo más triste de todo es que la Revolución no te dejará sólo, aunque quieras. Lo encontrarás en las más "elevadas" manifestaciones culturales del país, en los letreros de las calles, en casi toda la pintura de la segunda mitad del siglo XX, en los políticos que presumen la biblia sagrada de aquella época (la Constitución) pero no se saben los artículos de la misma, en los discursos políticos, en el apartado “Novela de la Revolución” de los cursos de literatura mexicana, en la música “autóctona” y en los turistas que piensan que México es un país de enanos con bigote y bebedores de tequila. Tendrás que convivir con ella, como lo has hecho todos los días de tu vida. Y sigues esclavizada a ella, como lo demuestra el hecho de que el autor de este ensayo siga escribiendo “revolución” con letra mayúscula, como si fuese la encarnación de Dios.