lunes, 30 de septiembre de 2013

Historia del médico que vivía en una gasolinera

Nacimiento, auge y caída de un oficio en extinción: el merolico

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

La farmacia ambulante promete salud a precios de morralla. Una caja de Té Maravilloso cuesta cinco pesos, y tres por diez. El doctor que recomienda la medicina suena muy convincente por los altavoces del coche. El Té Maravilloso cura los riñones, el hígado, los trastornos en el aparato digestivo, la úlcera gástrica. Incluso desaparece el azúcar en los diabéticos y la locura de los nerviosos. Aquella voz manda traer al niño o a la niña, o vaya en lo personal, y le atenderá con el gusto que cada uno de ustedes se merece. La gente, aporreada por las dolencias que los hospitales no supieron curar, deposita sus esperanzas en aquel automóvil con lo último de la medicina herbolaria. Le prometen hechos, no palabras. Porque a las palabras el viento se las lleva, pero el Té Maravilloso sí es el bueno, sí alivia cualquier tipo de dolencia.

II

“Ustedes venden puras chingaderas, nomás andan haciendo pendeja a la gente, anden a chingar a su madre”. Las chapucerías de otros merolicos las pagaba yo. Clientes timados y burlados me llegaron a correr de pueblos, con pistola en mano, para ahuyentar al ladrón por su medicina pirata, su agua disfrazada de gotas para los ojos, las lunetas de chocolate vendidas como vitaminas, el agua y la grenetina disfrazada de ungüento. Esos son fraudes de merolicos desvergonzados. No soy un estafador, pero el merolico siempre lleva ese estigma.

El merolico debe de vivir del cuento. Hay que intoxicar con verborrea que tarde en disiparse, florear la soga que enrede a la gente. Construyes una necesidad a la gente, con oídos ya predispuestos a creer charlatanerías y bufonerías. 

III

Siempre le decía a mi padre, cuando me llevaba a trabajar con él, que sus pomadas no se vendían porque la gente ya no se golpeaba ni se enfermaba tan seguido. Los pueblos que más dinero le dejaban a la cartera paternal, para mí, eran los menos saludables.

Pero la gente se cuidó más de los merolicos que de los golpes viejos y las hinchazones. Con las crisis económicas, las ventas bajaron. Llegó un momento en que mi padre perdió su oratoria inflamada, sus historias dejaron de tener oyentes, sus engaños eran fácilmente desarticulados por oídos más escrupulosos. Guardó los altavoces, dejó de darle vuelta al casete, y su coche desvencijado dejó de pasear por el país, con su trote cansado y fatigado. Pero yo prefiero seguir creyendo que la gente se cuidó más, o incluso, como una vez le dije a mi padre, la medicina era tan buena que ya no era necesario seguir comprándola.

IV

El Bálsamo Magistral es el ungüento preferido de los ancianos. Les recuerda sus tiempos de juventud, donde las farmacias eran llamadas boticas, y las varices que hoy se curan con Goicochea antes desaparecían con el aceitito rojo, milagroso, del Bálsamo. Los viejos, cuyos cuerpos perdieron la vitalidad de una edad de oro ya lejana en el tiempo, necesitan del bastón, de aparatos ortopédicos, caminan apoyándose en las paredes y descansan a ratos porque les falta el aire. Pero los achaques no les impiden acudir, llenos de nostalgia, a la farmacia ambulante que les revive la juventud. El Bálsamo Magistral es el ungüento que se niega a morir, olvidado por las industrias farmacéuticas y los doctores de bata blanca. El merolico es atiborrado de bendiciones por los ancianos, creyentes devotos de los poderes curativos del ungüento. Conmovido, el vendedor que engaña con las palabras cede ante el llanto de algunos viejos, ya pobres y sin dinero en los bolsillos, y les regala la medicina que los transporta de nuevo al refugio del recuerdo, a sus fotografías en blanco y negro.

V

Mis medicinas tenían una gran virtud. Eran baratas de hacer. Para el té, compraba costales de preparado de plantas en el Mercado Corona. En una dulcería adquiría bolsas, y en una imprenta clandestina del barrio de San Juan Bosco obtenía las cajas. Cuando metía los montoncitos de té en las bolsas, para su posterior empaquetado, parecía estar agarrando tierra en mis manos. Lleno de polvo, disfrutaba del olor de menta y plantas aromáticas de aquella tierra que se tomaba disuelta en agua caliente.

Debo confesar algo. El Té Maravilloso era el mismo que el Té Japonés. Solo cambiaban los nombres y las cajas. Curaban las mismas enfermedades y tenían idénticos compuestos de malabar, palo de Brasil, genciana, colombo y otras plantas. Otro té, el de los Siete Azahares, era el mejor remedio contra los nervios, los ataques epilépticos, las jaquecas, el insomnio y la presión alta. Ese té sabía delicioso, gracias a sus azahares de cítricos y el toronjil. Otras plantas, como la tila de estrella o la tila de trompo, remitían a sensaciones de tranquilidad y sosiego. También vendía Té Adelgazante, pero no me animé a anunciarlo en voz alta.

VI

Mi madre siempre decía que mi papá decidió ser merolico porque no le gustaba trabajar. Agarró una chamba que no demandaba mucho gasto físico, donde los billetes llegaban mansos y sin tener que buscarlos. El vendedor no tenía que desplazarse por sí mismo, para eso tenía su vehículo. Mientras los clientes llegaban a comprarle las pomadas o el té, mi padre no necesitaba poner la atención esclava y alienante del trabajador de una industria. Podía leer alguna revista de vaqueros del Viejo Oeste o verles el culo a las muchachas que pasaban por allí.

Ahora pienso que mi madre no le reprochaba a mi padre su pereza, sino su ausencia. Durante los largos viajes que él hacía por Michoacán o algún otro estado de la República, ella siempre recelaba de la vida aventurera y vagabunda de su marido. Estoy seguro que mi madre hubiese querido que su esposo trabajara en alguna fábrica, en un negocio particular fijo, con horario preestablecido, con prestaciones de ley y seguro médico. Aún cuando ganase menos dinero. Pero mi padre era demasiado perezoso para dejar su chamba, decía mi madre mientras cosía una servilleta, con la paciencia que Penélope espero a Ulises en Ítaca.

VII

Los merolicos confieren de credibilidad a sus medicinas inventando contraindicaciones y efectos secundarios. Al paciente de cuerpo magullado, se le recomienda untar, frotar, friccionar, dar masaje en la parte afectada en la noche, para que a la mañana siguiente se pueda mojar y bañar sin ningún riesgo. Ciertos tés perdían su poder curativo si entraban en contacto con la carne de puerco. Algunos merolicos temen que las cápsulas vitamínicas sean masticadas, por su repugnante sabor a chocolate. Otras indicaciones son más generales, como dejar fuera el medicamento al alcance de los niños o tomar el té únicamente en ayunas y antes de acostarse.

Pero las contraindicaciones suelen cambiar, dependiendo las circunstancias. Huandacareo es un municipio de Michoacán que vive de la ganadería porcina. El merolico que vendía té recomendaba no consumir puerco. Ante el riesgo de seguir las precauciones demasiado al pie de la letra, con la consiguiente disminución de ventas, los carniceros y ganaderos pidieron al doctor de las bocinas estentóreas una excepción a la regla. Los habitantes de Huandacareo son los únicos que pueden beber té y comer carnitas sin sufrir daños a la salud.

VIII

Mis pomadas y ungüentos tenían nombres más variados. Vendía Bálsamo Magistral, pomada de Guayaquil, pomadas naturales de árnica y belladona, aceite de víbora con veneno de abeja, pomada de las siete flores, pomada de ajolote con árnica, aceite del roble, aceite volcánico y pomada de cebo de coyote. Muchos nombres y su manufactura era la misma.

Ponía montones de vaselina en la lumbre, en un bote grande de metal,  para que se calentara hasta derretirse. Mis ungüentos cambiaban de color gracias a una sustancia llamada anilina, colorante que utilizan los carniceros para darle una presentación estética agradable a sus carnitas de puerco. Si hacía aceite de víbora con veneno de abeja, compraba anilina amarilla y la combinaba con la vaselina. Si hacía Aceite del Roble, la anilina verde era mejor colorante. A la vaselina y la anilina le agregaba trementina, alcanfor y salicilato de metilo, sustancias que conseguía baratas en “Químicos La Paz” y otros laboratorios caseros y clandestinos. Esos tres eran los químicos que le daban cierto toque curativo a mis remedios. Los frascos de los ungüentos los conseguía en tiendas de venta de plásticos en las cercanías del Mercado Corona.

Obtenía grandes ganancias con estas pomadas. Para hacer el Bálsamo Magistral, cada frasco me salía en un peso con cincuenta centavos o dos pesos. El producto lo vendía uno en veinte y tres por cuarenta pesos. Pero el dinero que ganaba haciendo medicamento barato lo perdía en gasolina, reparaciones a mi coche, hospedajes en hoteles cuando viajaba fuera de Guadalajara y otros gastos. Ahora pienso que ese dinero nunca me rindió por una revancha ética y moral del destino. Los merolicos engañan, aunque sea un poquito, y por eso pienso que ganan dinero mal habido.

IX

Cuando mi papá me llevaba de viaje, siempre supe que su destino favorito era Michoacán. Ha viajado por muchos otros estados, pero éste es el que más le gusta. Le encantaban los pueblos mágicos, toda la meseta purépecha del estado, se enamoró del lago de Patzcuaro y su isla Janitzio. De Morelia decía que era una ciudad espléndida y tranquila donde además se ganaba muy buen dinero. Zamora y Zacapu eran pueblos agradables a la vista y lucrativos para nuestros intereses económicos. Todos los baches de las carreteras y los remolinos de tierra que forman las brechas michoacanas, mi padre las recorrió y conoce como la palma de su mano.

Yo también adquirí esa admiración por un estado que atestiguó algunos de los mejores momentos padre-hijo que jamás he tenido. Hoy, Michoacán es la tierra de los narcotraficantes, de los Caballeros Templarios, de los peores índices en educación básica, donde los pueblos llegan a esconderse en la sierra para protegerse del ejército y las miradas curiosas. Llegué a conocer la Tierra Caliente del estado por su predisposición a caer en la verborrea botánica de mi papá, no por sus negocios criminales. De Apatzingán, Nueva Italia, Aguililla y todos esos poblados, solamente me molestaba el calor sofocante y pesado del verano, que te hacía abrir las ventanas del coche todo el tiempo y pasear por sus calles sin camisa puesta. En mi imagen de Tierra Caliente no hay narcotraficantes, ya fuera porque se sabían esconder muy bien o yo no los percibía.

Si los vendedores de mercachifles van a esas tierras actualmente, será para que los roben. La inseguridad convierte al merolico en un ludópata de la osadía.

X

Una visión romántica encumbra al merolico como el Robin Hood de la medicina. Les roba a las farmacéuticas para curar conjuntivitis, cataratas y enrojecimiento de los ojos a los pobres. Las gotas Ista-Sol, que se consiguen en una farmacia Guadalajara a sesenta y nueve pesos el frasco, le salen en catorce pesos al merolico que adquiere la mercancía al mayoreo. Pero los vendedores ambulantes, con su vocación de corsarios, imitaron la fórmula de los Laboratorios Grin. En cada frasco gastan tres pesos, y venden su remedio oftalmológico pirata a 30 pesos un gotero y dos por cincuenta.

Las gotas Ista-Sol fueron el producto de moda en los noventa, como los cubos Rubik en los ochenta o los iPod en la primera década del Siglo XXI. Un frasco con diez mililitros de medicina que prometía dejar unos ojos nuevos, relucientes, limpios de tormentas borrosas que anunciasen cegueras lluviosas, podía costarle a los merolicos cincuenta centavos en aquella década. Robin Hood se transformaba en usurero y vendía a los pobres ese mismo frasco a veinte pesos. 

Curar los ojos era tan barato como comprar chicles.

XI

No siempre he vendido medicina. Mis negocios se acrecentaron hacía la compra de antigüedades. Disfrazaba mis intenciones como un ropavejero de la chatarra. Compraba botes de aluminio, alambres de cobre, fierros viejos y otras chácharas. Pero mi interés principal eran los candelabros, los retablos, los cuadros, en general, todo lo que oliera a viejo y a iglesia. Para conquistar esas pertenencias, aprovechaba el desconocimiento de la gente en cuanto al valor monetario de sus reliquias. Un sagrario viejo que compré en un pueblo de la ribera de Pátzcuaro en quinientos pesos lo vendí a un anticuario en quince mil.

Mi trabajo de merolico me enseñó a tenerla una repulsión arisca a los policías. Ven a cualquier intruso con altavoces y coche, y lo persiguen hasta expulsarlo del pueblo. Me pasó en Poncitlán, en Yahualica de González Gallo y en San Francisco del Rincón, Guanajuato. Cuando trabajé en Hidalgo un tiempo, dos judiciales esculcaron mi coche y le preguntaron a mi hijo si tenía drogas. Estuve a punto de agarrarme a golpes con ellos. Me corrieron del estado de Hidalgo, temerosos de que yo traficara sustancias ilegales, pero solo me cambié de pueblo. Si hay veces en que era necesario pagarle a un policía para que me dejara trabajar, lo hacía. Pero por lo general, trataba de evadirlos.

Otra molestia eran los borrachos de esquina. En Guadalajara, hay algunos barrios donde existen ebrios cuida-esquinas que te piden dinero para el toncho, las chelas o la piedra. En ciertos fines de semana, no podías salir a trabajar en colonias como Santa Cecilia o Balcones de Oblatos. Te expones a la euforia y las bravuconadas de los teporochos. 

XII

Las primeras pláticas entre padre e hijo se dieron en un coche, con una grabadora repitiendo sin cesar la hemorragia verbal de mi papá. El calor que se encerraba en el vehículo llegaba a ser insoportable, pero lo aguantaba con estoicismo. Por las cosas que decía aquella grabación, pensaba de verdad que mi padre tenía vocación de médico, porque sabía todos los síntomas de la úlcera gástrica, el ácido úrico y la incontinencia urinaria.

Me gustaba repetir algunas frases de esos casetes. Adopté el tono con que mi padre repetía las ofertas, “una caja le vale veinte pesos, dos cajas únicamente treinta pesos”.  Cuando mencionaba todos los tipos de tos, me llamaba la atención la rapidez con que los despachaba: “tos rebelde, seca, cascajosa, bronquial, asmática”. Me encantaba como se oía esa voz, fuerte, impostada, sin trabas, seria pero no formal. Cuando grababa sus anuncios en casa, me quedaba inmóvil en la cama mientras mi papá alojaba su voz en la posteridad obsoleta de la cinta del casete.

Con el merolico, aprendí todas las capitales de América y Europa, sobre las historias de los “héroes que nos dieron patria”. Sus clases de geografía consistían en enumerar los municipios que íbamos pasando en el camino. “Esta es la carretera que va para Purépero, y más adelante, están las carreteras que van para Zacapu y la que se desvía para Uruapan”. Mientras los clientes demoraban en llegar, discutíamos sobre futbol, él me enseñaba las diferentes clases de árboles que cobijaban de aire fresco a los pueblos  y me enseñó a orinar sobre la llanta de la camioneta sin salpicarme los pantalones.

Hubo un acontecimiento que me hizo entender lo valioso que era mi padre como persona y merolico. No podía abrir la tapa de una botella de refresco. Mi padre me regañó e insistió en que abandonara la torpeza de mis dedos, “usa la maña, no la fuerza”, gritaba. Finalmente, abrí la botella, y lloré junto con él como si hubiese sido el gran logro de mi vida. En realidad, ese día mi padre me pidió no rendirme ante las dificultades, y que incluso los detalles más pequeños deben ser resueltos.

XIII

El merolico errante tiene la calle como su hábitat, y el coche como su casa de campaña. Cuando la noche es alumbrada por las estrellas, las gasolineras se visten de blanco para recibir a los choferes de tráiler abstemios de anfetaminas y los merolicos que quieren ahorrarse el cuarto de hotel. El asiento trasero del vehículo, corto, polvoriento e incómodo, abraza los sueños del aventurero cansado de viajar.

El merolico no hace dietas. Come lo que la calle le ofrece, aunque haya pueblos donde solo sepan hacer tacos y tortas. Si la gente lo observa, el vendedor ambulante orina en una cubeta o en bolsitas de plástico.  Tanto tiempo de estar sentado fatiga la espada y joroba la columna vertebral. Si el coche deja de funcionar, debe de recordar sus habilidades en mecánica aprendidas en la calle, sino quiere que le vean la cara de tonto en algún taller especialmente avaro con los forasteros.

El merolico que viaja durante muchos días deja una esposa y unos hijos que lo esperan en casa. Alguno no aguanta las tentaciones de la carne y recibe placer de cualquier puta que les haga sexo oral a veinte pesos. Pero el merolico juicioso guarda sus habilidades para el engaño a la hora de vender sus pomadas y bálsamos. De su éxito en vender el cuento dependerá el retorno al alma máter.

El merolico es un observador pasivo de las culturas ajenas. El cariño que le toma a las tradiciones y costumbres de los pueblos dependerá de que tan buenos son comprando la medicina herbolaria. También es un actor continuo, especialista en dirigirse con cortesía y caballerosidad medieval a sus potenciales compradores, y en escenificar un drama que apele al hastío de la gente por la medicina convencional, y al paraíso terrenal de vivir sin dolor. El merolico es como Melquiades, que vende mapas e imanes a los José Arcadios Buendía que aún sean capaces de creer en cosas de gitanos.

XIV

Empecé a trabajar de merolico por una circunstancia de la vida. En 1992, un señor llamado Rodolfo Menchaca me invitó a trabajar con él luego de hacérmelo amigo de parranda. Después trabajé por mi propia cuenta. Me llamó la atención el trabajo porque era relativamente fácil ganarse el dinero. Pero a pesar de que en ocasiones no utilizaba los ingredientes adecuados en mis productos, siempre trataba de mostrar algo de decoro, de humanidad. Yo siempre les señalé a mis clientes que mi producto no era un medicamento, Incluso les daba mi dirección y teléfono para que me encontraran por si había alguna falla.

Puedo asegurar que mucha gente si se curó con mis medicinas. Clientes llegaron a mi coche, llegaron a tocar la puerta de mi casa, y me decían con alegría que tal pomada si les sirvió, comprándomela por puños mientras me aseguraban que recomendarían el producto a sus conocidos. No sé si haya sido el efecto placebo, o la fe, pero puedo presumir de haber recibido felicitaciones verdaderas, sobretodo de personas de la tercera edad que aprovecharon para contarme su soledad y sus ganas de seguir viviendo.
En mis anuncios, desafiaba a mis clientes. “Si en cinco minutos, el Té Maravilloso no le quita el dolor de cabeza, le devuelvo su dinero”. Ninguno de ellos regresó por su reintegro.

Ser merolico me dejó grandes enseñanzas. Me enseñó la vida. Todas las calles, los barrios, las colonias, cada carretera te deja algo. Cada viaje es conocer mundo. Conocí pueblos inimaginables. Hoy veo a la gente de diferente modo, la comprendo más. Hoy puedo ser más prudente. Conocí la forma de pensar y actuar de las personas. Un merolico es como un psicólogo, aprende a distinguir la verdad de la mentira.
Ahora tengo un taller mecánico, y debo de aprovechar toda mi verborrea, al contactar con otros clientes. Pero ya no les vendo cuentos, sino explicaciones reales.

Hay muchos lugares a los que quisiera regresar, pero ya no como merolico, sino para visitarlos y disfrutar de ellos. Me encanta México. Pero cuando digo que conozco Guanajuato, Zacatecas, Michoacán, casi todo el Occidente y Centro del país, es que de verdad sé como son esos estados.


Cuando platico con otros merolicos, encontrándolos en la calle, me entra la nostalgia y quisiera volver a trabajar con ellos. Pero ya no quiero, eso ya pasó, debo darle vuelta a la página. Prefiero quedarme con mis recuerdos, es algo que siempre atesoraré para contarles a mis nietos. También cuando la gente me habla de sus lugares de origen, de sus pueblos, puedo contarles sobre ellos. Ser merolico es como andar de aventurero, siempre pasa algo, andas en el mundo, viendo tormentas, atropellados, fiestas pueblerinas, todo lo triste y lo alegre, todo pasa frente a tus ojos.

Difícilmente volvería a ser merolico. Siento que ya no debería mentir o engañar, aunque sea en pequeñas dosis. Me cansé de andar. Desperdicié mucho tiempo que debí utilizar en mi familia. Ser merolico es un proceso de renovarse o morir. Tal vez, yo me dejé morir.

XV

Cuando era niño, quise probar las perlas de aceite de hígado de tiburón que vendía mi padre. Pensaba que me harían más inteligente. El color rojo de aquellas cápsulas me hacía pensar en que tenían el sabor de la cereza o la fresa. Pero un día mi padre dijo, “tú no las necesitas”. Y nunca las probé.

Un día, mi padre llegó a ganar cuatro mil pesos en un día vendiendo Bálsamo Magistral. Fue en Paracho, el pueblo de las guitarras. Los viajes a Michoacán y otros estados eran más lucrativos para él, que ganaba entre mil y mil quinientos pesos diarios. En Guadalajara, las ventas apenas llegaban a quinientos.  No me gustaba que él viajara por tantos días, pero trataba de entenderlo.


Hay un chiste que el merolico me contó en el trabajo. Eran tres tiendas donde vendían violines, ubicadas en la misma cuadra. La primera tienda presumía sus instrumentos como “los mejores del mundo”. La segunda decía vender los “mejores violines del universo”. Pero la tercera tienda les ganaba a las dos anteriores. Tenían los “mejores violines de la calle”.