Nacimiento, auge y
caída de un oficio en extinción: el merolico
Por Carlos Andrés
Gallegos Valdez
I
La farmacia ambulante promete
salud a precios de morralla. Una caja de Té Maravilloso cuesta cinco pesos, y
tres por diez. El doctor que recomienda la medicina suena muy convincente por
los altavoces del coche. El Té Maravilloso cura los riñones, el hígado, los
trastornos en el aparato digestivo, la úlcera gástrica. Incluso desaparece el
azúcar en los diabéticos y la locura de los nerviosos. Aquella voz manda traer
al niño o a la niña, o vaya en lo personal, y le atenderá con el gusto que cada
uno de ustedes se merece. La gente, aporreada por las dolencias que los
hospitales no supieron curar, deposita sus esperanzas en aquel automóvil con lo
último de la medicina herbolaria. Le prometen hechos, no palabras. Porque a las
palabras el viento se las lleva, pero el Té Maravilloso sí es el bueno, sí
alivia cualquier tipo de dolencia.
II
“Ustedes venden puras
chingaderas, nomás andan haciendo pendeja a la gente, anden a chingar a su
madre”. Las chapucerías de otros merolicos las pagaba yo. Clientes timados y
burlados me llegaron a correr de pueblos, con pistola en mano, para ahuyentar
al ladrón por su medicina pirata, su agua disfrazada de gotas para los ojos,
las lunetas de chocolate vendidas como vitaminas, el agua y la grenetina
disfrazada de ungüento. Esos son fraudes de merolicos desvergonzados. No soy un
estafador, pero el merolico siempre lleva ese estigma.
El merolico debe de vivir del
cuento. Hay que intoxicar con verborrea que tarde en disiparse, florear la soga
que enrede a la gente. Construyes una necesidad a la gente, con oídos ya
predispuestos a creer charlatanerías y bufonerías.
III
Siempre le decía a mi padre,
cuando me llevaba a trabajar con él, que sus pomadas no se vendían porque la
gente ya no se golpeaba ni se enfermaba tan seguido. Los pueblos que más dinero
le dejaban a la cartera paternal, para mí, eran los menos saludables.
Pero la gente se cuidó más de los
merolicos que de los golpes viejos y las hinchazones. Con las crisis económicas,
las ventas bajaron. Llegó un momento en que mi padre perdió su oratoria
inflamada, sus historias dejaron de tener oyentes, sus engaños eran fácilmente
desarticulados por oídos más escrupulosos. Guardó los altavoces, dejó de darle
vuelta al casete, y su coche desvencijado dejó de pasear por el país, con su
trote cansado y fatigado. Pero yo prefiero seguir creyendo que la gente se
cuidó más, o incluso, como una vez le dije a mi padre, la medicina era tan
buena que ya no era necesario seguir comprándola.
IV
El Bálsamo Magistral es el
ungüento preferido de los ancianos. Les recuerda sus tiempos de juventud, donde
las farmacias eran llamadas boticas, y las varices que hoy se curan con
Goicochea antes desaparecían con el aceitito rojo, milagroso, del Bálsamo. Los
viejos, cuyos cuerpos perdieron la vitalidad de una edad de oro ya lejana en el
tiempo, necesitan del bastón, de aparatos ortopédicos, caminan apoyándose en
las paredes y descansan a ratos porque les falta el aire. Pero los achaques no
les impiden acudir, llenos de nostalgia, a la farmacia ambulante que les revive
la juventud. El Bálsamo Magistral es el ungüento que se niega a morir, olvidado
por las industrias farmacéuticas y los doctores de bata blanca. El merolico es
atiborrado de bendiciones por los ancianos, creyentes devotos de los poderes
curativos del ungüento. Conmovido, el vendedor que engaña con las palabras cede
ante el llanto de algunos viejos, ya pobres y sin dinero en los bolsillos, y
les regala la medicina que los transporta de nuevo al refugio del recuerdo, a
sus fotografías en blanco y negro.
V
Mis medicinas tenían una gran
virtud. Eran baratas de hacer. Para el té, compraba costales de preparado de
plantas en el Mercado Corona. En una dulcería adquiría bolsas, y en una
imprenta clandestina del barrio de San Juan Bosco obtenía las cajas. Cuando
metía los montoncitos de té en las bolsas, para su posterior empaquetado,
parecía estar agarrando tierra en mis manos. Lleno de polvo, disfrutaba del
olor de menta y plantas aromáticas de aquella tierra que se tomaba disuelta en
agua caliente.
Debo confesar algo. El Té
Maravilloso era el mismo que el Té Japonés. Solo cambiaban los nombres y las
cajas. Curaban las mismas enfermedades y tenían idénticos compuestos de
malabar, palo de Brasil, genciana, colombo y otras plantas. Otro té, el de los
Siete Azahares, era el mejor remedio contra los nervios, los ataques
epilépticos, las jaquecas, el insomnio y la presión alta. Ese té sabía
delicioso, gracias a sus azahares de cítricos y el toronjil. Otras plantas,
como la tila de estrella o la tila de trompo, remitían a sensaciones de
tranquilidad y sosiego. También vendía Té Adelgazante, pero no me animé a
anunciarlo en voz alta.
VI
Mi madre siempre decía que mi
papá decidió ser merolico porque no le gustaba trabajar. Agarró una chamba que
no demandaba mucho gasto físico, donde los billetes llegaban mansos y sin tener
que buscarlos. El vendedor no tenía que desplazarse por sí mismo, para eso
tenía su vehículo. Mientras los clientes llegaban a comprarle las pomadas o el
té, mi padre no necesitaba poner la atención esclava y alienante del trabajador
de una industria. Podía leer alguna revista de vaqueros del Viejo Oeste o
verles el culo a las muchachas que pasaban por allí.
Ahora pienso que mi madre no le
reprochaba a mi padre su pereza, sino su ausencia. Durante los largos viajes
que él hacía por Michoacán o algún otro estado de la República, ella siempre
recelaba de la vida aventurera y vagabunda de su marido. Estoy seguro que mi
madre hubiese querido que su esposo trabajara en alguna fábrica, en un negocio
particular fijo, con horario preestablecido, con prestaciones de ley y seguro
médico. Aún cuando ganase menos dinero. Pero mi padre era demasiado perezoso
para dejar su chamba, decía mi madre mientras cosía una servilleta, con la
paciencia que Penélope espero a Ulises en Ítaca.
VII
Los merolicos confieren de
credibilidad a sus medicinas inventando contraindicaciones y efectos
secundarios. Al paciente de cuerpo magullado, se le recomienda untar, frotar,
friccionar, dar masaje en la parte afectada en la noche, para que a la mañana
siguiente se pueda mojar y bañar sin ningún riesgo. Ciertos tés perdían su
poder curativo si entraban en contacto con la carne de puerco. Algunos
merolicos temen que las cápsulas vitamínicas sean masticadas, por su repugnante
sabor a chocolate. Otras indicaciones son más generales, como dejar fuera el
medicamento al alcance de los niños o tomar el té únicamente en ayunas y antes
de acostarse.
Pero las contraindicaciones
suelen cambiar, dependiendo las circunstancias. Huandacareo es un municipio de
Michoacán que vive de la ganadería porcina. El merolico que vendía té
recomendaba no consumir puerco. Ante el riesgo de seguir las precauciones
demasiado al pie de la letra, con la consiguiente disminución de ventas, los
carniceros y ganaderos pidieron al doctor de las bocinas estentóreas una
excepción a la regla. Los habitantes de Huandacareo son los únicos que pueden
beber té y comer carnitas sin sufrir daños a la salud.
VIII
Mis pomadas y ungüentos tenían
nombres más variados. Vendía Bálsamo Magistral, pomada de Guayaquil, pomadas
naturales de árnica y belladona, aceite de víbora con veneno de abeja, pomada
de las siete flores, pomada de ajolote con árnica, aceite del roble, aceite
volcánico y pomada de cebo de coyote. Muchos nombres y su manufactura era la
misma.
Ponía montones de vaselina en la
lumbre, en un bote grande de metal, para
que se calentara hasta derretirse. Mis ungüentos cambiaban de color gracias a
una sustancia llamada anilina, colorante que utilizan los carniceros para darle
una presentación estética agradable a sus carnitas de puerco. Si hacía aceite
de víbora con veneno de abeja, compraba anilina amarilla y la combinaba con la
vaselina. Si hacía Aceite del Roble, la anilina verde era mejor colorante. A la
vaselina y la anilina le agregaba trementina, alcanfor y salicilato de metilo,
sustancias que conseguía baratas en “Químicos La Paz” y otros laboratorios
caseros y clandestinos. Esos tres eran los químicos que le daban cierto toque
curativo a mis remedios. Los frascos de los ungüentos los conseguía en tiendas
de venta de plásticos en las cercanías del Mercado Corona.
Obtenía grandes ganancias con
estas pomadas. Para hacer el Bálsamo Magistral, cada frasco me salía en un peso
con cincuenta centavos o dos pesos. El producto lo vendía uno en veinte y tres
por cuarenta pesos. Pero el dinero que ganaba haciendo medicamento barato lo
perdía en gasolina, reparaciones a mi coche, hospedajes en hoteles cuando
viajaba fuera de Guadalajara y otros gastos. Ahora pienso que ese dinero nunca
me rindió por una revancha ética y moral del destino. Los merolicos engañan,
aunque sea un poquito, y por eso pienso que ganan dinero mal habido.
IX
Cuando mi papá me llevaba de
viaje, siempre supe que su destino favorito era Michoacán. Ha viajado por
muchos otros estados, pero éste es el que más le gusta. Le encantaban los
pueblos mágicos, toda la meseta purépecha del estado, se enamoró del lago de
Patzcuaro y su isla Janitzio. De Morelia decía que era una ciudad espléndida y
tranquila donde además se ganaba muy buen dinero. Zamora y Zacapu eran pueblos
agradables a la vista y lucrativos para nuestros intereses económicos. Todos
los baches de las carreteras y los remolinos de tierra que forman las brechas
michoacanas, mi padre las recorrió y conoce como la palma de su mano.
Yo también adquirí esa admiración
por un estado que atestiguó algunos de los mejores momentos padre-hijo que
jamás he tenido. Hoy, Michoacán es la tierra de los narcotraficantes, de los
Caballeros Templarios, de los peores índices en educación básica, donde los
pueblos llegan a esconderse en la sierra para protegerse del ejército y las
miradas curiosas. Llegué a conocer la Tierra Caliente del estado por su
predisposición a caer en la verborrea botánica de mi papá, no por sus negocios
criminales. De Apatzingán, Nueva Italia, Aguililla y todos esos poblados,
solamente me molestaba el calor sofocante y pesado del verano, que te hacía
abrir las ventanas del coche todo el tiempo y pasear por sus calles sin camisa
puesta. En mi imagen de Tierra Caliente no hay narcotraficantes, ya fuera
porque se sabían esconder muy bien o yo no los percibía.
Si los vendedores de mercachifles
van a esas tierras actualmente, será para que los roben. La inseguridad convierte
al merolico en un ludópata de la osadía.
X
Una visión romántica encumbra al
merolico como el Robin Hood de la medicina. Les roba a las farmacéuticas para
curar conjuntivitis, cataratas y enrojecimiento de los ojos a los pobres. Las
gotas Ista-Sol, que se consiguen en una farmacia Guadalajara a sesenta y nueve
pesos el frasco, le salen en catorce pesos al merolico que adquiere la
mercancía al mayoreo. Pero los vendedores ambulantes, con su vocación de
corsarios, imitaron la fórmula de los Laboratorios Grin. En cada frasco gastan
tres pesos, y venden su remedio oftalmológico pirata a 30 pesos un gotero y dos
por cincuenta.
Las gotas Ista-Sol fueron el
producto de moda en los noventa, como los cubos Rubik en los ochenta o los iPod
en la primera década del Siglo XXI. Un frasco con diez mililitros de medicina
que prometía dejar unos ojos nuevos, relucientes, limpios de tormentas borrosas
que anunciasen cegueras lluviosas, podía costarle a los merolicos cincuenta
centavos en aquella década. Robin Hood se transformaba en usurero y vendía a
los pobres ese mismo frasco a veinte pesos.
Curar los ojos era tan barato
como comprar chicles.
XI
No siempre he vendido medicina.
Mis negocios se acrecentaron hacía la compra de antigüedades. Disfrazaba mis
intenciones como un ropavejero de la chatarra. Compraba botes de aluminio,
alambres de cobre, fierros viejos y otras chácharas. Pero mi interés principal
eran los candelabros, los retablos, los cuadros, en general, todo lo que oliera
a viejo y a iglesia. Para conquistar esas pertenencias, aprovechaba el
desconocimiento de la gente en cuanto al valor monetario de sus reliquias. Un
sagrario viejo que compré en un pueblo de la ribera de Pátzcuaro en quinientos
pesos lo vendí a un anticuario en quince mil.
Mi trabajo de merolico me enseñó
a tenerla una repulsión arisca a los policías. Ven a cualquier intruso con
altavoces y coche, y lo persiguen hasta expulsarlo del pueblo. Me pasó en
Poncitlán, en Yahualica de González Gallo y en San Francisco del Rincón,
Guanajuato. Cuando trabajé en Hidalgo un tiempo, dos judiciales esculcaron mi
coche y le preguntaron a mi hijo si tenía drogas. Estuve a punto de agarrarme a
golpes con ellos. Me corrieron del estado de Hidalgo, temerosos de que yo
traficara sustancias ilegales, pero solo me cambié de pueblo. Si hay veces en
que era necesario pagarle a un policía para que me dejara trabajar, lo hacía.
Pero por lo general, trataba de evadirlos.
Otra molestia eran los borrachos
de esquina. En Guadalajara, hay algunos barrios donde existen ebrios
cuida-esquinas que te piden dinero para el toncho, las chelas o la piedra. En
ciertos fines de semana, no podías salir a trabajar en colonias como Santa
Cecilia o Balcones de Oblatos. Te expones a la euforia y las bravuconadas de
los teporochos.
XII
Las primeras
pláticas entre padre e hijo se dieron en un coche, con una grabadora repitiendo
sin cesar la hemorragia verbal de mi papá. El calor que se encerraba en el vehículo
llegaba a ser insoportable, pero lo aguantaba con estoicismo. Por las cosas que
decía aquella grabación, pensaba de verdad que mi padre tenía vocación de
médico, porque sabía todos los síntomas de la úlcera gástrica, el ácido úrico y
la incontinencia urinaria.
Me gustaba
repetir algunas frases de esos casetes. Adopté el tono con que mi padre repetía
las ofertas, “una caja le vale veinte pesos, dos cajas únicamente treinta
pesos”. Cuando mencionaba todos los
tipos de tos, me llamaba la atención la rapidez con que los despachaba: “tos
rebelde, seca, cascajosa, bronquial, asmática”. Me encantaba como se oía esa
voz, fuerte, impostada, sin trabas, seria pero no formal. Cuando grababa sus
anuncios en casa, me quedaba inmóvil en la cama mientras mi papá alojaba su voz
en la posteridad obsoleta de la cinta del casete.
Con el
merolico, aprendí todas las capitales de América y Europa, sobre las historias
de los “héroes que nos dieron patria”. Sus clases de geografía consistían en
enumerar los municipios que íbamos pasando en el camino. “Esta es la carretera
que va para Purépero, y más adelante, están las carreteras que van para Zacapu
y la que se desvía para Uruapan”. Mientras los clientes demoraban en llegar,
discutíamos sobre futbol, él me enseñaba las diferentes clases de árboles que
cobijaban de aire fresco a los pueblos y
me enseñó a orinar sobre la llanta de la camioneta sin salpicarme los
pantalones.
Hubo un
acontecimiento que me hizo entender lo valioso que era mi padre como persona y
merolico. No podía abrir la tapa de una botella de refresco. Mi padre me regañó
e insistió en que abandonara la torpeza de mis dedos, “usa la maña, no la
fuerza”, gritaba. Finalmente, abrí la botella, y lloré junto con él como si
hubiese sido el gran logro de mi vida. En realidad, ese día mi padre me pidió
no rendirme ante las dificultades, y que incluso los detalles más pequeños
deben ser resueltos.
XIII
El merolico errante tiene la
calle como su hábitat, y el coche como su casa de campaña. Cuando la noche es
alumbrada por las estrellas, las gasolineras se visten de blanco para recibir a
los choferes de tráiler abstemios de anfetaminas y los merolicos que quieren
ahorrarse el cuarto de hotel. El asiento trasero del vehículo, corto,
polvoriento e incómodo, abraza los sueños del aventurero cansado de viajar.
El merolico no hace dietas. Come
lo que la calle le ofrece, aunque haya pueblos donde solo sepan hacer tacos y
tortas. Si la gente lo observa, el vendedor ambulante orina en una cubeta o en
bolsitas de plástico. Tanto tiempo de
estar sentado fatiga la espada y joroba la columna vertebral. Si el coche deja de
funcionar, debe de recordar sus habilidades en mecánica aprendidas en la calle,
sino quiere que le vean la cara de tonto en algún taller especialmente avaro
con los forasteros.
El merolico que viaja durante
muchos días deja una esposa y unos hijos que lo esperan en casa. Alguno no
aguanta las tentaciones de la carne y recibe placer de cualquier puta que les
haga sexo oral a veinte pesos. Pero el merolico juicioso guarda sus habilidades
para el engaño a la hora de vender sus pomadas y bálsamos. De su éxito en
vender el cuento dependerá el retorno al alma máter.
El merolico es un observador
pasivo de las culturas ajenas. El cariño que le toma a las tradiciones y
costumbres de los pueblos dependerá de que tan buenos son comprando la medicina
herbolaria. También es un actor continuo, especialista en dirigirse con
cortesía y caballerosidad medieval a sus potenciales compradores, y en
escenificar un drama que apele al hastío de la gente por la medicina
convencional, y al paraíso terrenal de vivir sin dolor. El merolico es como
Melquiades, que vende mapas e imanes a los José Arcadios Buendía que aún sean
capaces de creer en cosas de gitanos.
XIV
Empecé a trabajar de merolico por
una circunstancia de la vida. En 1992, un señor llamado Rodolfo Menchaca me
invitó a trabajar con él luego de hacérmelo amigo de parranda. Después trabajé
por mi propia cuenta. Me llamó la atención el trabajo porque era relativamente
fácil ganarse el dinero. Pero a pesar de que en ocasiones no utilizaba los
ingredientes adecuados en mis productos, siempre trataba de mostrar algo de
decoro, de humanidad. Yo siempre les señalé a mis clientes que mi producto no
era un medicamento, Incluso les daba mi dirección y teléfono para que me
encontraran por si había alguna falla.
Puedo asegurar que mucha gente si
se curó con mis medicinas. Clientes llegaron a mi coche, llegaron a tocar la
puerta de mi casa, y me decían con alegría que tal pomada si les sirvió,
comprándomela por puños mientras me aseguraban que recomendarían el producto a
sus conocidos. No sé si haya sido el efecto placebo, o la fe, pero puedo
presumir de haber recibido felicitaciones verdaderas, sobretodo de personas de
la tercera edad que aprovecharon para contarme su soledad y sus ganas de seguir
viviendo.
En mis anuncios, desafiaba a mis clientes. “Si en cinco
minutos, el Té Maravilloso no le quita el dolor de cabeza, le devuelvo su
dinero”. Ninguno de ellos regresó por su reintegro.
Ser merolico me dejó grandes
enseñanzas. Me enseñó la vida. Todas las calles, los barrios, las colonias,
cada carretera te deja algo. Cada viaje es conocer mundo. Conocí pueblos
inimaginables. Hoy veo a la gente de diferente modo, la comprendo más. Hoy
puedo ser más prudente. Conocí la forma de pensar y actuar de las personas. Un
merolico es como un psicólogo, aprende a distinguir la verdad de la mentira.
Ahora tengo un taller mecánico, y
debo de aprovechar toda mi verborrea, al contactar con otros clientes. Pero ya
no les vendo cuentos, sino explicaciones reales.
Hay muchos lugares a los que
quisiera regresar, pero ya no como merolico, sino para visitarlos y disfrutar
de ellos. Me encanta México. Pero cuando digo que conozco Guanajuato,
Zacatecas, Michoacán, casi todo el Occidente y Centro del país, es que de
verdad sé como son esos estados.
Difícilmente volvería a ser
merolico. Siento que ya no debería mentir o engañar, aunque sea en pequeñas
dosis. Me cansé de andar. Desperdicié mucho tiempo que debí utilizar en mi
familia. Ser merolico es un proceso de renovarse o morir. Tal vez, yo me dejé
morir.
XV
Cuando era niño, quise probar las
perlas de aceite de hígado de tiburón que vendía mi padre. Pensaba que me
harían más inteligente. El color rojo de aquellas cápsulas me hacía pensar en
que tenían el sabor de la cereza o la fresa. Pero un día mi padre dijo, “tú no
las necesitas”. Y nunca las probé.
Un día, mi padre llegó a ganar
cuatro mil pesos en un día vendiendo Bálsamo Magistral. Fue en Paracho, el
pueblo de las guitarras. Los viajes a Michoacán y otros estados eran más
lucrativos para él, que ganaba entre mil y mil quinientos pesos diarios. En
Guadalajara, las ventas apenas llegaban a quinientos. No me gustaba que él viajara por tantos días,
pero trataba de entenderlo.
Hay un chiste que el merolico me
contó en el trabajo. Eran tres tiendas donde vendían violines, ubicadas en la
misma cuadra. La primera tienda presumía sus instrumentos como “los mejores del
mundo”. La segunda decía vender los “mejores violines del universo”. Pero la tercera
tienda les ganaba a las dos anteriores. Tenían los “mejores violines de la
calle”.