Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
No soy conocedor ni seguidor de la música clásica. Pero me
llamó mucho la atención leer a Jaime García Elías, un gran conocedor del tema,
quejarse en su columna de “El
Informador” de los “aplausos impertinentes” de un público “inculto” e
“insensible” que asistió a un concierto de la Orquesta Filarmónica de Jalisco. No
obstante, también señaló que la asistencia a la sala del Teatro Degollado,
donde se realizó el concierto, fue “excelente”, “casi llena”. Más allá de lo justificada que pueda ser su
crítica, su columna me motivó a realizar un repaso acerca de la expresión de
los gustos estéticos, la visión de la “alta” cultura como algo “refinado” o al
alcance de unos pocos, y el futuro de la música clásica y sus espectadores.
La Orquesta Filarmónica de Jalisco, en acción |
El periodista me recordó a José Ortega y Gasset y sus
lamentos por la invasión de los escenarios cultos por las "masas", el
fenómeno de la aglomeración o el "lleno" por muchedumbres incultas. Semejante animadversión choca con los
múltiples llamados al público a disfrutar del arte selecto de la música
clásica, secretarios de cultura y artistas lloran por la carencia de nuevos
públicos que disfruten sus creaciones y se escuchan continuos reproches de
cierto público “cultivado” contra los
sordos del genio sonoro de Mozart o Strauss. Entonces decidamos, queremos un
arte para las minorías "nobles", "selectas",
"cultas", aunque eso signifique encorsetar el arte a un grupo siempre
reducido de la sociedad. O apostamos por la difusión del arte para el mayor
número de personas posibles, aunque eso signifique que muchos de esos
espectadores no tengan la suficiente preparación (puede que después la tengan)
para apreciar "correctamente" un concierto de música clásica.
Personalmente, apostaría por lo segundo, por democratizar el saber cultural.
Pero tengo la impresión de que ciertos espectadores, en vez de entender la
ignorancia del público primerizo y ayudarlo a entender el arte que está
presenciando, prefieren mantener el estatus de “entendidos”, con una visión de
la cultura como un coto exclusivo, con vallas y guardias de seguridad por
delante de los intrusos.
Cuando el campista neófito se enfrenta a la montaña de la
cultura, entiende que debe subir miles de metros para acceder a sus cimas más
altas. Como no existen elevadores o sherpas que le ayuden a escalar con mayor
facilidad, el principiante de las bellas artes puede elegir entre ignorar el
cerro y seguir su camino llano (aunque lo tachen de “inculto”), o echarse a la
espalda el abrigo y la mochila para ascender, con la fatiga intelectual que eso
implica. En la cima, los expertos o entendidos de la cultura, que conocen
varios Himalayas de memoria, miran hacia abajo a los puntos insignificantes que
deambulan en las laderas, y tan acostumbrados están en su vida en las alturas,
que no les da vértigo mirar hacia abajo.
Sus pulmones se adaptaron hace tiempo al poco aire que respiran en la
cumbre, y como en esa zona underground no pueden convivir muchos porque no hay
espacio, por miedo a la asfixia, los habitantes de la alta cultura piden a las
nubes que los montañistas noveles se mueran de frío antes de llegar. Esta visión
jerarquizada de la cultura, la división entre la clase alta y la clase baja,
inevitablemente genera diferencias entre los aventureros de cordillera y los
imberbes de loma
El Teatro Degollado, principal escenario de conciertos de música clásica |
En su libro La
distinción (2012), el sociólogo francés Pierre Bourdieu cita al historiador
de arte Ernest Gombrich: “En la sociedad estrictamente jerarquizada de los
siglos XVI y XVII, la oposición entre lo ‘vulgar’ y lo ‘noble’ llega a ser una
de las principales preocupaciones de los críticos, que creen que ciertas formas
o ciertos modos son ‘realmente’ vulgares porque seducen a las gentes
inferiores, mientras que otros son intrínsecamente nobles porque solo un gusto
desarrollado es capaz de apreciarlos”. (p. 266). Lo vulgar es lo que le gusta a
la chusma, alborotadores de palmas enrojecidas, patanes cuya actitud arrebatada
queda bien en un concierto de Vicente Fernández. Lo noble es lo que el
intelecto desarrollado es capaz de apreciar, el único capaz de entender al
pianista y su interpretación creadora. El problema con todo esto es que,
incluso en la música clásica, las fronteras entre lo que se considera la
vulgaridad y lo selecto se cruzan sin generar disonancia. Cantantes de ópera
que cantan mariachi, violinistas de formación clásica que colaboran en bandas
de rock, sopranos idolatrados como estrellas pop, derriban semejantes esquemas
clasistas con toda impunidad. No
olvidemos que la Orquesta Filarmónica de Jalisco tuvo como su directora a una
hija del “Star System” de Televisa, Alondra de la Parra.
Como las fronteras entre las clases culturales se difuminan,
la necesidad de ciertos consumidores culturales en mantenerse puros, incólumes,
también tiene mucho de actuación, como es propio de los llamados hipsters. Cierto fariseísmo en el arte, lucha que tiene
“también como apuesta la imposición de un arte de vivir” según Bourdieu (p. 64,
2012), me provoca tirria hacia el entorno de la música clásica, como las beatas
de templo motivan abstinencia a la religión en los ateos. Las reglas de
comportamiento y etiqueta, enarboladas como símbolo de diferencia, de
alejamiento entre los unos y los otros, solo profundizan el apego al ritual, la
incomprensión entre públicos y no genera amor al arte. No olvidemos que, según
Bourdieu, “los gustos (esto es, las preferencias manifestadas) son la
afirmación práctica de una diferencia inevitable” (p. 18). No todos somos
expertos en todas las artes, y ninguno tiene únicamente gustos exquisitos y
refinados, pero existe tanta soberbia que sentimos la necesidad de clasificar,
de distinguir nuestros gustos de los otros, para ingresar en algún campo donde
podamos considerarnos importantes y ostentar legitimidad de cara a los demás.
Dice Bourdieu, en La Distinción, “de
todos los objetos que se ofrecen a la elección de los consumidores, no existe
ninguna más enclasante que las obras de arte legítimas que, globalmente
distintivas, permiten la producción de distingos al infinito” (p.18).
La difusión de las artes clásicas debe ser una prioridad
para el desarrollo cultural y educativo de una sociedad. Y más cuando la misma
sociedad financia con sus impuestos la manutención de una Orquesta Filarmónica.
Pero como van a los conciertos llenando de ignorancia y malestar el recinto
sagrado de los músicos, mejor que se queden afuera. Podríamos enseñarles, pero
sería mucha fatiga y pone en peligro nuestra posición de eruditos en la
materia. Pasa lo que Bourdieu señala en Sociología y Cultura. “La divulgación
devalúa: los bienes desclasados ya no confieren ‘clase’; los bienes que
pertenecían a los happy few se vuelven comunes” (p. 189). Entonces, el grupo selecto de los que “sí
saben”, de los entendidos que tienen el gusto refinado, cuando tienen que
convivir con la chusma ignorante y pendenciera que se comporta como en un
concierto de Vicente Fernández, se vuelven radicales en sus apreciaciones de
los otros. En La distinción, Pierre
Bourdieu, lo expresa así:
“(…) los gustos son, ante todo, disgustos, hechos horrorosos
o que producen una intolerancia visceral para los otros gustos, los gustos de
los otros”. (p. 63).
A lo anterior añade el sociólogo francés:
“Y lo más intolerable
para los que se creen poseedores del gusto legítimo es, por encima de todo, la
sacrílega reunión de aquellos gustos que el buen gusto ordena separar”. (p.
64).
Ludwig Van Beethoven |
La cultura ya no es un espacio intocable, sagrado, burgués, donde
los mortales solo pueden rendir reverencia y únicamente unos pocos “elegidos”
son los indicados para interpretar y asimilar sus textos sagrados. Haciendo un
repaso histórico, el historiador Eric Hobsbawm, en su obra Tiempo de Rupturas,
señala que “la antigua sociedad burguesa fue la era del separatismo en las
artes y la alta cultura. Como sucediera antaño con la religión, el arte era
algo más ‘elevado’, o un peldaño hacia algo superior, la ‘cultura’.” (p.31).
Pero la música clásica no es el único camino para sentirse “culto”, porque la
cultura tiene un sentido mucho más amplio y rico, donde más personas se sientan
incluidas. El historiador Eric Hobsbawn, así lo expresa:
“El muro entre cultura y vida, entre reverencia y consumo,
entre trabajo y placer, entre cuerpo y espíritu, está siendo derribado. Dicho
de otro modo: la ‘cultura’, en el sentido burgués y críticamente valorativo del
término, está dejando paso en el sentido antropológico puramente descriptivo”.
(p. 31).
Mientras el público selecto de la música clásica envejece
con sus cánones, la posibilidad de motivar a los jóvenes y los neófitos en
disfrutar los goces estéticos de este arte se reduce. De acuerdo a Hobsbawm
(2013), “solo a una ínfima parte de las nuevas generaciones, incluso de la
gente joven culta, le despiertan entusiasmo las sinfonías. Hay que dar con una
fórmula que reúna a las minorías dispersas por el mundo para formar masas
solventes, a nivel financiero” (p. 51). A esto añadiría que las generaciones
más jóvenes, las que mantendrán con vida esta expresión artística en el futuro
cercano, consumen música de un modo muy diferente. Escuchan miles de géneros,
en reproductores portátiles, saltándose canciones sin “gancho”, muchas veces no
ponen atención a lo que oyen y suelen dispersarse, en contra de la concentración
absoluta que demanda una sinfonía de Bach, por ejemplo. Muy influidos por los
rituales de los conciertos de música popular (rock, pop, etc.), los gritos y
los aplausos resultan una evidente y calurosa aprobación de lo que se escucha.
Por lo mismo, resulta difícil para ese público modificar conductas ya muy
arraigadas y moldearlas a los gustos exigentes de los melómanos de la música
clásica.
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