viernes, 13 de febrero de 2015

El aplauso mató al director de orquesta (ENSAYO)

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

No soy conocedor ni seguidor de la música clásica. Pero me llamó mucho la atención leer a Jaime García Elías, un gran conocedor del tema, quejarse  en su columna de “El Informador” de los “aplausos impertinentes” de un público “inculto” e “insensible” que asistió a un concierto de la Orquesta Filarmónica de Jalisco. No obstante, también señaló que la asistencia a la sala del Teatro Degollado, donde se realizó el concierto, fue “excelente”, “casi llena”.  Más allá de lo justificada que pueda ser su crítica, su columna me motivó a realizar un repaso acerca de la expresión de los gustos estéticos, la visión de la “alta” cultura como algo “refinado” o al alcance de unos pocos, y el futuro de la música clásica y sus espectadores.


La Orquesta Filarmónica de Jalisco, en acción
El periodista me recordó a José Ortega y Gasset y sus lamentos por la invasión de los escenarios cultos por las "masas", el fenómeno de la aglomeración o el "lleno" por muchedumbres incultas.  Semejante animadversión choca con los múltiples llamados al público a disfrutar del arte selecto de la música clásica, secretarios de cultura y artistas lloran por la carencia de nuevos públicos que disfruten sus creaciones y se escuchan continuos reproches de cierto público “cultivado” contra  los sordos del genio sonoro de Mozart o Strauss. Entonces decidamos, queremos un arte para las minorías "nobles", "selectas", "cultas", aunque eso signifique encorsetar el arte a un grupo siempre reducido de la sociedad. O apostamos por la difusión del arte para el mayor número de personas posibles, aunque eso signifique que muchos de esos espectadores no tengan la suficiente preparación (puede que después la tengan) para apreciar "correctamente" un concierto de música clásica. Personalmente, apostaría por lo segundo, por democratizar el saber cultural. Pero tengo la impresión de que ciertos espectadores, en vez de entender la ignorancia del público primerizo y ayudarlo a entender el arte que está presenciando, prefieren mantener el estatus de “entendidos”, con una visión de la cultura como un coto exclusivo, con vallas y guardias de seguridad por delante de los intrusos.

Cuando el campista neófito se enfrenta a la montaña de la cultura, entiende que debe subir miles de metros para acceder a sus cimas más altas. Como no existen elevadores o sherpas que le ayuden a escalar con mayor facilidad, el principiante de las bellas artes puede elegir entre ignorar el cerro y seguir su camino llano (aunque lo tachen de “inculto”), o echarse a la espalda el abrigo y la mochila para ascender, con la fatiga intelectual que eso implica. En la cima, los expertos o entendidos de la cultura, que conocen varios Himalayas de memoria, miran hacia abajo a los puntos insignificantes que deambulan en las laderas, y tan acostumbrados están en su vida en las alturas, que no les da vértigo mirar hacia abajo.  Sus pulmones se adaptaron hace tiempo al poco aire que respiran en la cumbre, y como en esa zona underground no pueden convivir muchos porque no hay espacio, por miedo a la asfixia, los habitantes de la alta cultura piden a las nubes que los montañistas noveles se mueran de frío antes de llegar. Esta visión jerarquizada de la cultura, la división entre la clase alta y la clase baja, inevitablemente genera diferencias entre los aventureros de cordillera y los imberbes de loma

El Teatro Degollado, principal escenario de conciertos de música clásica
En su libro La distinción (2012), el sociólogo francés Pierre Bourdieu cita al historiador de arte Ernest Gombrich: “En la sociedad estrictamente jerarquizada de los siglos XVI y XVII, la oposición entre lo ‘vulgar’ y lo ‘noble’ llega a ser una de las principales preocupaciones de los críticos, que creen que ciertas formas o ciertos modos son ‘realmente’ vulgares porque seducen a las gentes inferiores, mientras que otros son intrínsecamente nobles porque solo un gusto desarrollado es capaz de apreciarlos”. (p. 266). Lo vulgar es lo que le gusta a la chusma, alborotadores de palmas enrojecidas, patanes cuya actitud arrebatada queda bien en un concierto de Vicente Fernández. Lo noble es lo que el intelecto desarrollado es capaz de apreciar, el único capaz de entender al pianista y su interpretación creadora. El problema con todo esto es que, incluso en la música clásica, las fronteras entre lo que se considera la vulgaridad y lo selecto se cruzan sin generar disonancia. Cantantes de ópera que cantan mariachi, violinistas de formación clásica que colaboran en bandas de rock, sopranos idolatrados como estrellas pop, derriban semejantes esquemas clasistas con toda impunidad.  No olvidemos que la Orquesta Filarmónica de Jalisco tuvo como su directora a una hija del “Star System” de Televisa, Alondra de la Parra.

Como las fronteras entre las clases culturales se difuminan, la necesidad de ciertos consumidores culturales en mantenerse puros, incólumes, también tiene mucho de actuación, como es propio de los llamados hipsters.  Cierto fariseísmo en el arte, lucha que tiene “también como apuesta la imposición de un arte de vivir” según Bourdieu (p. 64, 2012), me provoca tirria hacia el entorno de la música clásica, como las beatas de templo motivan abstinencia a la religión en los ateos. Las reglas de comportamiento y etiqueta, enarboladas como símbolo de diferencia, de alejamiento entre los unos y los otros, solo profundizan el apego al ritual, la incomprensión entre públicos y no genera amor al arte. No olvidemos que, según Bourdieu, “los gustos (esto es, las preferencias manifestadas) son la afirmación práctica de una diferencia inevitable” (p. 18). No todos somos expertos en todas las artes, y ninguno tiene únicamente gustos exquisitos y refinados, pero existe tanta soberbia que sentimos la necesidad de clasificar, de distinguir nuestros gustos de los otros, para ingresar en algún campo donde podamos considerarnos importantes y ostentar legitimidad de cara a los demás. Dice Bourdieu, en La Distinción, “de todos los objetos que se ofrecen a la elección de los consumidores, no existe ninguna más enclasante que las obras de arte legítimas que, globalmente distintivas, permiten la producción de distingos al infinito” (p.18).

La difusión de las artes clásicas debe ser una prioridad para el desarrollo cultural y educativo de una sociedad. Y más cuando la misma sociedad financia con sus impuestos la manutención de una Orquesta Filarmónica. Pero como van a los conciertos llenando de ignorancia y malestar el recinto sagrado de los músicos, mejor que se queden afuera. Podríamos enseñarles, pero sería mucha fatiga y pone en peligro nuestra posición de eruditos en la materia. Pasa lo que Bourdieu señala en Sociología y Cultura. “La divulgación devalúa: los bienes desclasados ya no confieren ‘clase’; los bienes que pertenecían a los happy few se vuelven comunes” (p. 189).  Entonces, el grupo selecto de los que “sí saben”, de los entendidos que tienen el gusto refinado, cuando tienen que convivir con la chusma ignorante y pendenciera que se comporta como en un concierto de Vicente Fernández, se vuelven radicales en sus apreciaciones de los otros. En La distinción, Pierre Bourdieu, lo expresa así:

“(…) los gustos son, ante todo, disgustos, hechos horrorosos o que producen una intolerancia visceral para los otros gustos, los gustos de los otros”. (p. 63).

A lo anterior añade el sociólogo francés:

 “Y lo más intolerable para los que se creen poseedores del gusto legítimo es, por encima de todo, la sacrílega reunión de aquellos gustos que el buen gusto ordena separar”. (p. 64).

Ludwig Van Beethoven
La cultura ya no es un espacio intocable, sagrado, burgués, donde los mortales solo pueden rendir reverencia y únicamente unos pocos “elegidos” son los indicados para interpretar y asimilar sus textos sagrados. Haciendo un repaso histórico, el historiador Eric Hobsbawm, en su obra Tiempo de Rupturas, señala que “la antigua sociedad burguesa fue la era del separatismo en las artes y la alta cultura. Como sucediera antaño con la religión, el arte era algo más ‘elevado’, o un peldaño hacia algo superior, la ‘cultura’.” (p.31). Pero la música clásica no es el único camino para sentirse “culto”, porque la cultura tiene un sentido mucho más amplio y rico, donde más personas se sientan incluidas. El historiador Eric Hobsbawn, así lo expresa:

“El muro entre cultura y vida, entre reverencia y consumo, entre trabajo y placer, entre cuerpo y espíritu, está siendo derribado. Dicho de otro modo: la ‘cultura’, en el sentido burgués y críticamente valorativo del término, está dejando paso en el sentido antropológico puramente descriptivo”. (p. 31).

Mientras el público selecto de la música clásica envejece con sus cánones, la posibilidad de motivar a los jóvenes y los neófitos en disfrutar los goces estéticos de este arte se reduce. De acuerdo a Hobsbawm (2013), “solo a una ínfima parte de las nuevas generaciones, incluso de la gente joven culta, le despiertan entusiasmo las sinfonías. Hay que dar con una fórmula que reúna a las minorías dispersas por el mundo para formar masas solventes, a nivel financiero” (p. 51). A esto añadiría que las generaciones más jóvenes, las que mantendrán con vida esta expresión artística en el futuro cercano, consumen música de un modo muy diferente. Escuchan miles de géneros, en reproductores portátiles, saltándose canciones sin “gancho”, muchas veces no ponen atención a lo que oyen y suelen dispersarse, en contra de la concentración absoluta que demanda una sinfonía de Bach, por ejemplo. Muy influidos por los rituales de los conciertos de música popular (rock, pop, etc.), los gritos y los aplausos resultan una evidente y calurosa aprobación de lo que se escucha. Por lo mismo, resulta difícil para ese público modificar conductas ya muy arraigadas y moldearlas a los gustos exigentes de los melómanos de la música clásica.  

El futuro de los conciertos sinfónicos parece estar amenazado, no solo en Guadalajara, sino en el resto del mundo, por un público que casi no crece o se renueva. Por eso se inventan los festivales musicales y culturales, celebradas en determinadas fechas para que los feligreses acudan en buen número a la parroquia y no la abandonen, como los santos que no son vistos y no son adorados. Hobsbawm señala: “La música clásica vive, en lo esencial, de un repertorio muerto (…) Debemos añadir que el público potencial de estas representaciones (…) apenas se renueva. No durará indefinidamente”. Divulgar el arte, incluir a los nuevos espectadores, motivarlos a seguir yendo a los conciertos, deben ser el camino en vez de censurarlos por sus idas al baño (al fin y al cabo, todos meamos). Mantener el arte vivo con asistencias del público es esencial. Las orquestas no solo tocan por la música, tocan para ser escuchados. La música que no es oída equivale al silencio más cadavérico.

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