martes, 20 de marzo de 2012

Cable negro, cable rojo (Cuento)

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

Cuando su padre lo llevaba en coche a la escuela, en el camión acompañado de su mamá, de camino a la tienda o sentado en la entrada de su casa, Gabriel miraba con asombro los postes de luz. En sus juegos, soñaba que los cables tendidos en las alturas eran caminos hacia mundos jamás imaginados. Los postes de cemento, de madera y de metal conformaban hileras de estrellas amarillas y blancas por las noches; encendidas, eran luces que reanimaban al niño en las noches frías.

En su cuaderno de notas, en las hojas de atrás, Gabriel dibujaba caminos parecidos a serpientes, largos y zigzagueantes. A los lados, ponía palos verticales que en la parte superior eran atravesados por líneas horizontales, iguales a los postes de luz que veía todos los días. Con mucho pulso, Gabriel juntaba los postes de su libreta con largas líneas paralelas, los cables, para que ninguna de las lámparas estuviese sola. Vista desde lejos, la hoja llena de dibujos eran ríos y autopistas que se confundían con el cuadriculado azul del papel. Una diversión extraña en un niño, sin duda, pasatiempos de débiles mentales para un adulto.

Su profesor, un hombre irritable y severo,  lo sorprendió un día haciendo postes de luz. Gabriel, bastante distraído, no se dio cuenta cuando el maestro llegó a su pupitre, le quitó su cuaderno con desconcertantes reflejos de felino reumático, arrancó las hojas con aquellos garabatos, y gritó con aquella voz ronca y desafinada de hiena famélica frente a todos sus compañeros de clase:
“Lo vuelvo a ver rayando su cuaderno sin hacer nada y lo mando a la dirección”. Luego fijó unos ojos llameantes, que iluminaban sus ojeras de juergas nocturnas, y dijo “¿entendido?”, más como sentencia que como interrogación,  como un sargento dirigiéndose a un batallón de soldados rasos.

Gabriel asintió con la cabeza y el resto de la clase se la pasó hundido en el respaldo de su pupitre. Al finalizar las horas de estudio, el profesor, quien guardó las hojas en un cajón de su escritorio, revisó el contenido de las mismas y entendió que se encontraba frente a una situación anormal, por lo que las llevó con la psicóloga de la escuela. Ésta, amparada con su amplia experiencia en el campo infantil, decidió que el niño que realizó esos garabatos era un enfermo mental que era necesario parar con “bastante terapia”, bajo riesgo de tener en la primaria a un asesino serial en potencia. La psicóloga también concluyó en que aquellas líneas tan chuecas y temblorosas, esas rayas que aterrorizarían a los grafólogos, eran producto del maltrato que el niño tenía de sus padres, por lo que pidió a la dirección que hiciera un citatorio a estos para una plática urgente, “por el bien del infante”. 

 II

Al día siguiente, Gabriel no entró a clases. Fue directamente con la psicóloga, sorprendido y de mala gana. Ésta le enseño las hojas y le preguntó con una voz aparentemente tranquila, cuyo matiz desnudaba cierta perturbación:

“¿Qué son estos dibujos?”

El niño, sintiéndose descubierto y apenado porque un extraño tenía aquellos dibujos, sus dibujos, no contestó. La especialista en conducta infantil intentó varios subterfugios para hacerlo hablar (Tus dibujitos son muy divertidos, ¿quieres colorearlos? Soy tu amiga y estás en confianza) se dio por vencida luego de unos momentos y cambió de tema:

“Platícame como son tus papás”

Gabriel dijo en una voz baja que denotaba incomodidad: “Son muy buenos, me quieren mucho, aunque me gustaría verlos más tiempo, sobre todo a mi mamá”

La psicóloga le entregó una hoja de papel en blanco, un lápiz y crayones, y le pidió que dibujara a su familia, que en el caso de Gabriel constaba de sus padres, él y su hermana Alma, de dos años. Minutos después, el niño acabó el encargo. La psicóloga le echó un rápido vistazo al dibujo, murmuró algo inaudible y después continuó con la terapia.

Luego de dinámicas, más preguntas y actividades con crayones, pegamento y papel de china, el tiempo voló en aquel vulgar desván que las convenciones escolares llamaban “consultorio”. Un escritorio macilento, unas cuatro sillas prestadas por la escuela, una mesa de trabajo que más bien parecía una balanza por la falta de solidez en sus cuatro bases y el asiento de la psicóloga, que rechinaba como zumbido de mosca cada vez que apoyaba la columna vertebral en el respaldo, eran los adornos de aquel lugar, adormecido por los ruidos de coches y vendedores de paletas heladas procedentes de la calle. El ambiente dentro del consultorio era adusto y hacía un frío artificial gracias a un ventilador de aspas. A Gabriel le dio la impresión de que si permanecía diez minutos más en esa oficina, se dormiría.

Ya casi para acabar la sesión la mujer preguntó:

“Tu maestro me dice que no tienes muchos amiguitos, ¿es cierto?”

“Si”.

“¿Y por qué?”

“No sé, no platico mucho y los niños no me hacen caso”.

La psicóloga anotó algo en una libreta de taquigrafía que llevó consigo toda la terapia, y leyó unas páginas de un libro tan gordo como un directorio telefónico. Posteriormente, con media sonrisa y voz edulcorada, agradeció a Gabriel que se tomara tiempo de jugar con ella y felicitó al niño por ser bien portado. Cuando pasó el tiempo suficiente para que el alumno estuviera en su salón, la psicóloga emprendió pasos hacia la dirección.

III

A la mañana siguiente los padres de Gabriel fueron a la escuela. No obstante, su hijo se quedó en casa de la abuela porque tenía fiebre. El ambiente era enrarecido por la urgencia con la que se catalogó la reunión a la que fueron invitados. Un prefecto los pasó a la dirección, donde la directora y la psicóloga los esperaban. La primaria estaba desierta, con esporádicos ruidos de los aspersores que regaban los jardines. Los niños estaban en sus salones, estudiando. Ya reunidos en el consultorio, cuya poca iluminación la hacía parecer un sótano,  las profesoras de la escuela hicieron un resumen del incidente con el maestro y la terapia. Luego, la psicóloga pidió la voz y les dijo a los padres:

“Hemos llegado a la conclusión que su hijo necesita entrar a un centro especial, con ayuda especializada. Es posible que Gabriel tenga indicios de autismo y es proclive a ciertos desórdenes mentales en un futuro (Dios no lo quiera) como esquizofrenia. Los dibujos a los que la directora hizo referencia y la plática que sostuve con su hijo, nos llevan a la conclusión de que Gabriel es un chico especial, sí, pero que necesita integrarse a la sociedad para que no esté tan aislado de los demás y pierda energías en hacer rayas en las hojas de sus cuadernos.”

Al discurso de la psicóloga le siguió el de la directora:

“Señores padres de familia, la edad que tiene Gabriel (7 años) es idónea para comenzar a reorientar sus capacidades para algo más productivo. El profesor Bartolomé me señala que su hijo es listo, pero se distrae mucho y está como absorto todo el tiempo en sus cosas. No conocemos a ningún niño de su edad que sea amigo de Gabriel, y eso también nos preocupa, además de que casi no hable, no participe en juegos y dinámicas de equipo, y que siempre se siente en un rincón, en la parte de atrás del salón. Niños como el suyo corren el riesgo de tener graves problemas psicológicos, que impidan un desarrollo equilibrado en futuros años, y este tipo de ayuda sólo la pueden ofrecer centros como la Asociación Especializada en Niños Raros (AENIR), en donde conozco a doctores y pedagogos muy profesionales que aceptarán a su hijo a partir de ya”.

El padre y la madre estaban atónitos. No atinaban a creer en las palabras de las dos maestras y movidos por un inquebrantable pero poco autocrítico amor paternal, aseguraron que Gabriel era un chico normal, amoroso, lleno de vitalidad y movido por una asombrosa capacidad de aprendizaje. Con ingenuidad, creyeron que debía existir una explicación alterna, sin embargo, los resultados eran claros y apoyados en un severo análisis apegado a las corrientes psicológicas y pedagógicas más modernas, según las dos profesoras.

La directora volvió a tomar la palabra:

“Señores padres de familia, entiendo su sorpresa, pero los llamé también para hacerles saber la decisión a la que llegó el Consejo Escolar que, como ustedes bien saben, se conforma por los profesores, la Sociedad de Padres de Familia y los representantes del Sindicato de Maestros de la Sección 431-ABX. La decisión es esta: si Gabriel no asiste a la AENIR, nos veremos obligados a expulsarlo de este honorable plantel educativo. No podemos arriesgarnos a que su hijo continúe en este estado de inadaptabilidad social y retraimiento, y precisamente porque nos importa Gabriel, hemos llegado a este punto”.

La madre reaccionó indignada:

“No pueden hacerle esto a mi hijo. No pueden echarlo a la calle, sin más, sólo porque sea de cierta manera o por los dibujos que hace. Empiezo a sospechar que los locos son ustedes”. Había llegado a un punto sin retorno.

La psicóloga trató de apaciguar los ánimos con rictus de yoga:

“Señora, le pido que se calme. No cometa alguna insensatez. Estamos aquí para ayudar a Gabriel.”

Sin embargo, el padre rompió en cólera y manoteando en todas direcciones, grito con voz de asfixia:

“¿Cómo lo ayudan?, ¿expulsándolo y negarle el derecho que tiene a recibir educación básica?. De una vez les digo que mi hijo no está loco y no lo llevaré a ese centro que ustedes dicen. ¿Saben qué?, nosotros lo sacamos de esta escuela y lo llevaremos a otra, donde si lo eduquen de verdad. Váyanse a la mierda”.

Los padres de Gabriel salieron de la escuela como quien escapa de un incendio. Mientras tanto, recuperadas casi por completo por la agresión de la que fueron objetos, la directora y la psicóloga llegaron a la conclusión de que por los ojos biliosos del padre y la cara descompuesta de la madre al momento de insultarlas, Gabriel era uno de tantos chicos que sufría el flagelo de la violencia intrafamiliar. El profesor Bartolomé apareció de pronto frente a ellas: traía a empellones, sujetándolo del cabello como si tuviera ganchos de colgar ropa, a un chico alto y de pelo castaño que se atrevió a saborear un “bolis” de uva en clase.

IV

Esa misma noche, los padres hablaron con el niño y explicaron la situación que debían lidiar a partir de la mañana siguiente como si fuera una fábula de Esopo, con todo y moraleja. Gabriel, experto en entender los matices y las metáforas, como todo niño, les preguntó:

- ¿Ya no voy a ir a la escuela nunca?

- Un día de estos, hijo, pronto regresarás a estudiar- le dijo su padre.

A pesar de darle ánimos a Gabriel, el padre albergaba una profunda rebeldía ante las instituciones educativas y pasó un buen rato pensando en el daño que ocasionan las escuelas en tantos chicos raros como su hijo. Fue a la sala y sin que Gabriel se diera cuenta sacó su libreta, vio los garabatos que había en una de las hojas y recordó aquellos días de su infancia en que corría por las calles de su pueblo presumiendo sus papalotes hechos de moscas y coleccionando escarabajos.


martes, 6 de marzo de 2012

Defecaciones de un universitario (Divagación literaria)

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Cambio mi título universitario por papel higiénico, porque la mierda que sale del culo necesita ser limpiada y no puede esperar que la deje expuesta al aire, dejarla que anide en los costados de mis glúteos como lodo anegado en el pantano y exhiba su impúdico olor decadente y lastimero. Mi diploma es prescindible y puedo vivir sin él, la mierda es omnipresente y tengo que convivir con ella todos los días, por el resto de mi vida.

Porque ¿es menester sacrificar los esfínteres de mi cuerpo por una obscena presunción universitaria?, ¿la humanidad debe renunciar a su naturaleza por esa convención social insoportable, siempre igual, de entregar reconocimientos en las ceremonias de graduación?. Les aseguro que ninguna carrera universitaria vale tanto como encontrar en el excusado algún rollo repleto de hojas perfectamente cuadriculadas, de suave y perfumado papel de baño. Nada peor que un cilindro de cartón, desnudo y lleno de cicatrices, muerto e incapaz de cumplir su labor, después de rendir tributo al inodoro con los frutos de nuestros intestinos.

¿Acaso los más grandes genios no han sentido la necesidad de acudir al baño, y tener a la mano un lienzo para mantener limpio e inmaculado su trasero de suciedades y miasmas?. Einstein no edificó la teoría de la relatividad con calzones empapados de excremento agonizante, como sangre coagulada o baba que escurre de nuestros labios. Es una contradicción imaginar al gran filósofo inglés Bertrand Russell protestar contra las armas nucleares con una gran mancha marrón en su ropa interior.

Es necesario abatir esa satisfacción esclava de los diplomas escolares. ¿Acaso el conocimiento merece ser colgado en una pared y dejarlo marchitarse como planta sin regar?. Sólo los locos y los ególatras piensan que un título universitario les abrirá las puertas de par en par, únicamente los estúpidos tienen la idea de que su diploma los hace más sabios por arte de magia. Algún desamparado cree que el título le dará para comer, para vestirse, para limpiarse el culo. La vida, como la mierda, es una sucesión de eventos que llegan sin esperarse, y que cuando llegan, solo hay que poner manos a la obra como un burócrata eficiente.

Por eso, invito a todos ustedes vender, regalar incluso, sus diplomas escolares y utilizar ese intercambio en algo más útil, de mayor provecho. El aparentemente prosaico y pueril acto de cagar nos enseña que el mundo es transitorio, que el esfuerzo largo y sostenido no vale porque el día a día te demanda transitar en el camino seguro del presente y no edificar las carreteras del futuro. La urgencia por solventar las necesidades primarias, entre ellas las fisiológicas, son las que verdaderamente mueven la moral del hombre. Los idealismos y los proyectos a futuro son únicamente para los ociosos y los desocupados.

Además, limpiarse la mierda es preservar la higiene de la sociedad. ¿Acaso quieren vivir como hace tres siglos, época donde la gente hacía sus necesidades en la calle, sin otra herramienta de limpieza que la brisa del viento y los pedazos de excremento se lanzaban al cuerpo de algún transeúnte y alimentaban a los patos, las gallinas y los cerdos?. Ninguna gran idea de la ciencia, la filosofía y la técnica se han edificado con molestos hedores fabricados por el aparato digestivo y montoncitos de lingotes cafés regados en las banquetas. También mantiene con buena salud a las personas. Les aseguro, ¡oh grandes estreñidos del conocimiento!, que más gente ha muerto por complicaciones renales o torzones postergados que por la tristeza causada por no ser un licenciado o un ingeniero. 

Soy un hombre práctico, realista y centrado. Por eso les entrego mi título universitario para poder usarlo por vez primera como algo de provecho. Soy la mayoría de la humanidad. Por eso ninguna manifestación gradual y trabajada de inteligencia debe prevalecer por las necesidades corporales, porque sin ellas dejaríamos de ser los humanos que ves ahora.