domingo, 4 de septiembre de 2016

Muerte en abonos chiquitos (Cuento basado en hechos reales)

Por Andrés Gallegos

Jacinta se empeñó en comprar un ataúd para Adrián, su hijo, desde aquella noche en que murió su madre Consuelo. En aquellos últimos minutos, Jacinta pareció escuchar de los labios moribundos y pálidos de su madre una última voluntad, y como Juan Preciado en Pedro Páramo, ella estaba en un plan de prometerlo todo.


- Compra una caja… de caoba… que la pinten de blanco… para mi nieto… -

La impaciencia de Tanatos interrumpió su consejo.

Apenas enterró a su madre, Jacinta acudió a una funeraria cuyo nombre nadie quiere recordar. Serían 16 mil 500 pesos por el ataúd, de contado, pero podía pagar un poco más, por una módica cantidad de 200 pesos semanales.

- No se moleste en venir, señora, nosotros mandaremos personalmente a uno de nuestros vendedores a recoger el dinero en su casa– dijo el ejecutivo que firmó el contrato con Jacinta, cuyo nombre no diremos por miedo a represalias.

A Jacinta todo le pareció bien; las condiciones del contrato, las facilidades de pago, hasta el olor floral de la oficina donde firmó el convenio. “Hay que prevenir, porque la muerte nos llega a todos, Dios no lo quiera, en algún momento, ojalá no pronto”, pensaba esta mujer de casi 50 años de edad, mientras miraba hacia abajo sentada, tal vez para esconder sus propias contradicciones.

Semana a semana, como un Ghost Rider con pantalones de lana, camisa amarilla de botones y un casco negro que se estaba despintando, tocaba a la puerta un señor desgarbado, con bigote revolucionario y una cara tan regordeta donde apenas entraba el casco, con nombre de azúcar, Fructuoso. En las primeras semanas, Jacinta daba puntualmente sus 200 pesos, pero de pronto, sus pagos se volvieron intermitentes. Sus manos cansadas dejaron de limpiar casas, ocupación a la que se dedicaba, y tenía que dedicarse a otros negocios que daban ingresos intermitentes, como llevar comida a domicilio o vender productos de belleza por catálogo.

La funeraria le llamaba por teléfono, insistiéndole en la importancia de abonar oportunamente. “No pierda la posibilidad de darle a su hijo un buen descanso en la otra vida”, le decían. Una de las semanas en las que Jacinta quedó a deber, Fructuoso, el vendedor, le gritó con una voz desgastada como los ruidos de su motocicleta.

- Ultimadamente, señora, si no tiene dinero para pagar, que a usted y a su hijo se los lleve el diablo. Pero no me haga venir acá para nada –

Jacinta le comentó que ella les hablaría cuando tuviera dinero, pero el motociclista seguía acudiendo a su casa cada semana, con o sin los 200 pesos de rigor. Temiendo encontrarse con ese vendedor, Jacinta prefirió mandar a su hijo, el beneficiario de aquél ataúd comprado prematuramente, a recibirlo en la puerta. Adrián era un joven de 22 años, estudiaba una licenciatura en psicología, y siempre renegaba cuando iba a decirle a Fructuoso que no tenían dinero, que a lo mejor la próxima semana habría mejor suerte.

- Pues no entiendo cómo te metiste en esa bronca. Ya te dije que el día en que muera, mi pinche cuerpo lo hagan cenizas y si quieren, las espolvorean en galletas –  Adrián acababa de ver un episodio de South Park, en donde el protagonista Eric Cartman se comía accidentalmente las cenizas de su amigo, mil veces muerto y siempre resucitado, Kenny McCormick.

- ¡Ah, cabrón, como reniegas!, todavía que la pinche caja será para ti, andas poniendo peros – decía su madre.

- No me quieras matar tan pronto. ¿Qué ya no me quieres? – le decía su hijo en broma, mientras la abrazaba y le daba un beso en la mejilla, como buen hijo chiqueado y mimado que era.

Pasaron varias semanas, y las amenazas telefónicas, más los mohines y berrinches de Fructuoso, se elevaron de tono. Jacinta llegó a pensar en evadir para siempre aquel compromiso, no suicidándose, por supuesto, pero si cancelando la deuda, aunque perdiera el dinero que ya había dado. Pero ella era una mujer cumplida a la que no le gustaba deber, y además, estaba la promesa que le hizo a su madre agónica. Su hijo no moriría en una fosa común como su abuela, corrompiéndose con los huesos de extraños, que en vida fueron delincuentes, indigentes, facinerosos, vagabundos, y sepa Dios que otras actividades malvadas.

Luego de ese tiempo que dejó de pagar, como cuatro meses, Jacinta se volvió a poner al corriente con los pagos, aunque a veces no le alcanzara para comer. Le faltaban como 7 mil pesos que liquidó puntualmente. La semana en la que solventó sus últimos 200 pesos con la funeraria, Fructuoso le comentó que, la próxima semana, le haría una última visita, donde le entregaría un documento donde constaba la adquisición de un ataúd, blanco, de caoba, que podía reclamar cualquier pariente o familiar para cuando Adrián diera sus últimos estertores en la Tierra.

A la semana siguiente, Fructuoso ya no manejaba una motocicleta, sino una especie de limusina. Junto a él venían dos hombres vestidos de pantalón negro, saco del mismo color y camisas blancas. Fructuoso les pidió que sacaran el ataúd y aguardaran fuera del coche, ya que en esas colonias, cualquier vivales ve un auto lujoso y decide rayonearlo por placer.

- Venimos a enterrar a su hijo, tal y como lo estipula el contrato – dijo Fructuoso.

Adrián estaba en su cuarto, navegando en Internet. Se había graduado en psicología y trabajaba como ayudante en un consultorio terapéutico del padre de un amigo de la facultad. Todavía vivía con su madre porque, en este México de salarios escasos y rentas por las nubes, resulta más económico seguir viviendo en el techo familiar.

Quienes fueron testigos de aquel evento, aseguran que el joven salió de su casa, saludó a los miembros de la carroza fúnebre por voluntad propia, y se acostó en el ataúd para siempre. El documento que Fructuoso le había prometido a Jacinta solo consistía del logo de la funeraria y una frase, atribuida al filósofo helénico Epicuro:

“La muerte, temida como el más horrible de los males, no es en realidad nada, pues mientras nosotros somos, la muerte no es, y cuando esta llega, nosotros no somos”.