Por Andrés Gallegos
Como reportero de asuntos
políticos, tengo una larga experiencia entrevistando a delincuentes. Una vez
hablé con un alcalde cuya honestidad, rara en un político, lo había hecho
confesar que “si había robado, pero poquito”. Otra vez platiqué con un Herodes
mexicano que torturaba y mataba amigos periodistas casi como una patología
serial, pero me decía alegremente que en su estado sólo desaparecen los
Gansitos de las tiendas. Finalmente, recuerdo una conversación con un
mandatario estatal que organizaba matrimonios dispendiosos, como si fuera un
jeque árabe, y le maquillaban el rostro como un actor de telenovelas, pero tan
embellecido quedaba que al final ya no sabía si estaba platicando con un ser
humano o con un maniquí.
Tal vez por estos antecedentes,
en principio no me sentí agobiado cuando recibí un correo electrónico cuya
veracidad y origen eran del todo precisos. El gobernador Aniceto Tormenta,
emperador plenipotenciario, alteza serenísima y estrella iluminadora de las
conciencias ciudadanas del estado de Colosio, quería hablar conmigo de manera
exclusiva. “Mañana, una de la tarde en palacio de gobierno, llegue diez minutos
antes”. Sinceramente, esperaba una amenaza de muerte antes que la aprobación de
una entrevista por parte una persona que prefiere desaparecer a los periodistas
que entrevistarse con ellos. Llegó a mi mente aquella frase de Julio Scherer
cuando se encontró con El Mayo Zambada, “si el Diablo me ofrece una entrevista,
voy a los infiernos”, pero súbitamente recordé la fama peligrosa, más allá de
la demonológico, de este servidor público. Como una vecina entrometida, el
miedo entró en mi cuerpo.
Dueño de un estado donde lo único
que progresaba era la pobreza, Tormenta tenía detrás una serie de expedientes
delictivos que abochornarían a los asesinos seriales, narcotraficantes y
ladrones inmobiliarios de cuello blanco. Había llegado a la gubernatura
mediante el fraude electoral y la compra de votos. Ya en el poder, el
mandatario estableció un deterioro tan general que Colosio parecía ser
gobernado por la averiada central nuclear de Chernóbil. Las semillas de los
cultivos se asustaban tanto de crecer en Colosio, que preferían dejarse
marchitar por honor como un samurái japonés. Los empleos abortaban del cuerpo
de ese estado antes de nacer siquiera. Los habitantes que no tenían los recursos
para exiliarse de Colosio, adquirían el fatalismo oracular griego de esperar la
inevitabilidad de lo peor. Si un gobernador vecino perseguía periodistas hasta
asesinarlos en la clandestinidad, Tormenta directamente organizaba pogromos
contra mis colegas disidentes, como la antigua Rusia de los zares contra los
judíos.
Con la ingenuidad que caracteriza
a los defensores y practicantes de la ley, se esperaba que estas y otras
fechorías fueran duramente perseguidas por la Procuraduría General de la
República, la policía, o ya de plano la DEA o la CIA, para que al final los
robustos huesos de Aniceto Tormenta habitaran la cárcel y sus propiedades
regresadas legítimamente al pueblo de Colosio. Pero las fuerzas de seguridad
eran incapaces de aprehenderlo. Tormenta se escondía hábilmente en alguna de
sus notas pagadas a los periódicos locales, en la seguridad de un estrado donde
discurseaba largamente sobre los beneficios de tener piso firme a los
beneficiados de un programa social, en el seguro refugio de una reunión con las
organizaciones empresariales de Colosio, o bajo el abrigo de miles de paleros
ruidosos entrenados por sus grupos sindicales.
Así que cuando se presentó la
oportunidad de entrevistar a semejante prodigio de maldad y villanía, decidí
superar ese súbito miedo que se me presentó al recibir la notificación de la
entrevista exclusiva, y afrontar el desafío. En esta decisión, también deliberé
hacer caso omiso de mis dudas deontológicas. Muchos colegas periodistas me
tachan de encubridor y cómplice de delincuentes por entrevistarlos en sus
palacios de gobierno, que debería denunciarlos en mis notas y ayudar a la gente
honesta a hacerles saber su paradero, para que así los linche el populacho en
alguna vía pública y se haga justicia. “Tus entrevistas son apologías del delito,
como las conversaciones de López Dóriga y Peña Nieto”, sentencian. ¿Pero qué
puedo hacer?, mis editores exigen que cubra hasta los pedos que se tiran los
políticos, porque según ellos el olor que emanan representa un gran interés
para la opinión pública. Además, en un país que entrena a sus mejores
francotiradores en volar los sesos de periodistas, no hay posibilidad para
hacerse el héroe. O comes cuernitos de jamón y queso amarillo, cortesía del
poder, con tus compañeros de fuente, o pereces.
Al llegar a palacio de gobierno,
los nervios se agolparon en mi cerebro y se extendieron a mis manos frías y
sudorosas. No estaba preparado para lo que atestigüé apenas entrar. Dos
guardias de seguridad me hicieron pasar y me dirigí a un pequeño salón, le llamaban
área de espera. “Vengo a la entrevista
con el gobernador”, dije apenas entrar, y una chica de mejillas sonrosadas,
pelo negro hasta donde la espalda pierde su casto nombre, un pantalón de
mezclilla que realzaba la coquetería abundante de sus nalgas y la firmeza de
sus piernas, y unas botas cafés que le llegaban hasta la mitad de sus tobillos,
me recibió con una sonrisa burocrática que los solitarios confunden con
enamoramiento a primera vista, y me dijo. “Siéntese y espere”.
Y allí me tienen en el infierno
de la monotonía que precede a la entrevista con Aniceto Tormenta. Scherer
contaba que le vendaron los ojos antes de ver al Mayo Zambada. En mi caso, hubiera
preferida esa venda o algún sedante para no sucumbir a la desesperante rutina
de la burocracia. La chica escribía en su computadora, y de vez en cuando acudía al despacho del gobernado, para luego regresar y hacer lo mismo de antes. Una cafetera chillaba, y un televisor narraba
el caso de una chica que era lesbiana y amaba a su novia pero está en realidad
era un hombre operado. Las únicas lecturas disponibles eran un periódico de
chismes políticos escrito por chimpancés a sueldo y folletos de propaganda. Eso
sí, en una de las esquinas estaba omnipresente el retrato de Aniceto Tormenta,
con su mirada anhelante y tierna al vacío, como un James Dean y su rebeldía sin
causa. Debajo de la foto había una frase tan apolillada, amarillenta y vetusta
como las paredes de la sala de espera, “el trabajo edifica a este gran estado”.
Estas fueron las preguntas que el
gobernador contestó en mi exclusiva, mutilando preguntas y acomodándose otras a
su gusto y placer, como un amante experimentado de lupanar:
¿Quién es Aniceto Tormenta?
Soy un gobernador piadoso, un
hijo amoroso y un padre protector. Soy el marido de todas las mujeres y la
mujer de todos los maridos.
¿Cómo fue su infancia?
Maravillosa. Solía moldear
pájaros de barro y cuando los lanzaba al aire emprendían el vuelo hacia el
cielo, la morada de Dios. También curaba las enfermedades mediante telepatía e
imposición de manos.
¿Cómo surgió el deseo de ser
gobernador?
De mi amor desinteresado por
todas las criaturas vivientes del estado de Colosio. Podría decirse que mi
labor no es solo política, sino espiritual. Sacar adelante a Colosio es como un
mandato divino. Yo solo soy un conducto para que estimule y nazca la grandeza
de este estado y sus benditos habitantes.
Lo acusan de fraude electoral
para tomar la gubernatura de Colosio. ¿Qué opinión le merece esto?
Complot. Política ficción.
Dicen que en su gobierno aumentan
los pobres y se enriquecen sus familiares, ¿esas son sus políticas de desarrollo
social para Colosio?
Los pobres son bienaventurados
porque de ellos es el reino de los cielos. Y mis familiares no se enriquecen,
solo aprovechan las circunstancias de una economía en bonanza que ha
beneficiado a tantas personas en Colosio.
¿Tiene relación con la
delincuencia organizada?
I’m sorry, nothing to say.
¿Algo que decir a sus
detractores?
Perdón señor cardenal, chinguen a
su madre.
¿Puede considerarse el mejor
gobernador que ha parido el universo desde su alumbramiento hace 15 mil millones
de años?
¡Qué buena pregunta me hace,
señor periodista!, pero, de acuerdo a mi talante democrático, dejaré que mi
pueblo, al igual que las confederaciones de gobernadores de otros sistemas
solares y galaxias donde haya vida inteligente, lo decidan mediante un
plebiscito o una encuesta Mitofsky.
¿Cuáles son sus sueños a futuro?
Hacer de Colosio la tierra
prometida, la tierra buena y amplia, donde fluye la leche y la miel.
La conversación terminó. Antes de
despedirnos, Aniceto Tormenta me toma por la espalda y me pide que posemos para una fotografía, y así probar la veracidad del encuentro.
- Digan whisky - ordena la fotógrafa,
que resultó ser la misma chica antes descrita.
Suena el chasquido de la cámara y
la luz pinta nuestras caras de blanco, como mimos callejeros.
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