martes, 12 de enero de 2016

The governor speaks

Por Andrés Gallegos

Como reportero de asuntos políticos, tengo una larga experiencia entrevistando a delincuentes. Una vez hablé con un alcalde cuya honestidad, rara en un político, lo había hecho confesar que “si había robado, pero poquito”. Otra vez platiqué con un Herodes mexicano que torturaba y mataba amigos periodistas casi como una patología serial, pero me decía alegremente que en su estado sólo desaparecen los Gansitos de las tiendas. Finalmente, recuerdo una conversación con un mandatario estatal que organizaba matrimonios dispendiosos, como si fuera un jeque árabe, y le maquillaban el rostro como un actor de telenovelas, pero tan embellecido quedaba que al final ya no sabía si estaba platicando con un ser humano o con un maniquí.

Tal vez por estos antecedentes, en principio no me sentí agobiado cuando recibí un correo electrónico cuya veracidad y origen eran del todo precisos. El gobernador Aniceto Tormenta, emperador plenipotenciario, alteza serenísima y estrella iluminadora de las conciencias ciudadanas del estado de Colosio, quería hablar conmigo de manera exclusiva. “Mañana, una de la tarde en palacio de gobierno, llegue diez minutos antes”. Sinceramente, esperaba una amenaza de muerte antes que la aprobación de una entrevista por parte una persona que prefiere desaparecer a los periodistas que entrevistarse con ellos. Llegó a mi mente aquella frase de Julio Scherer cuando se encontró con El Mayo Zambada, “si el Diablo me ofrece una entrevista, voy a los infiernos”, pero súbitamente recordé la fama peligrosa, más allá de la demonológico, de este servidor público. Como una vecina entrometida, el miedo entró en mi cuerpo.

Dueño de un estado donde lo único que progresaba era la pobreza, Tormenta tenía detrás una serie de expedientes delictivos que abochornarían a los asesinos seriales, narcotraficantes y ladrones inmobiliarios de cuello blanco. Había llegado a la gubernatura mediante el fraude electoral y la compra de votos. Ya en el poder, el mandatario estableció un deterioro tan general que Colosio parecía ser gobernado por la averiada central nuclear de Chernóbil. Las semillas de los cultivos se asustaban tanto de crecer en Colosio, que preferían dejarse marchitar por honor como un samurái japonés. Los empleos abortaban del cuerpo de ese estado antes de nacer siquiera. Los habitantes que no tenían los recursos para exiliarse de Colosio, adquirían el fatalismo oracular griego de esperar la inevitabilidad de lo peor. Si un gobernador vecino perseguía periodistas hasta asesinarlos en la clandestinidad, Tormenta directamente organizaba pogromos contra mis colegas disidentes, como la antigua Rusia de los zares contra los judíos.

Con la ingenuidad que caracteriza a los defensores y practicantes de la ley, se esperaba que estas y otras fechorías fueran duramente perseguidas por la Procuraduría General de la República, la policía, o ya de plano la DEA o la CIA, para que al final los robustos huesos de Aniceto Tormenta habitaran la cárcel y sus propiedades regresadas legítimamente al pueblo de Colosio. Pero las fuerzas de seguridad eran incapaces de aprehenderlo. Tormenta se escondía hábilmente en alguna de sus notas pagadas a los periódicos locales, en la seguridad de un estrado donde discurseaba largamente sobre los beneficios de tener piso firme a los beneficiados de un programa social, en el seguro refugio de una reunión con las organizaciones empresariales de Colosio, o bajo el abrigo de miles de paleros ruidosos entrenados por sus grupos sindicales.

Así que cuando se presentó la oportunidad de entrevistar a semejante prodigio de maldad y villanía, decidí superar ese súbito miedo que se me presentó al recibir la notificación de la entrevista exclusiva, y afrontar el desafío. En esta decisión, también deliberé hacer caso omiso de mis dudas deontológicas. Muchos colegas periodistas me tachan de encubridor y cómplice de delincuentes por entrevistarlos en sus palacios de gobierno, que debería denunciarlos en mis notas y ayudar a la gente honesta a hacerles saber su paradero, para que así los linche el populacho en alguna vía pública y se haga justicia. “Tus entrevistas son apologías del delito, como las conversaciones de López Dóriga y Peña Nieto”, sentencian. ¿Pero qué puedo hacer?, mis editores exigen que cubra hasta los pedos que se tiran los políticos, porque según ellos el olor que emanan representa un gran interés para la opinión pública. Además, en un país que entrena a sus mejores francotiradores en volar los sesos de periodistas, no hay posibilidad para hacerse el héroe. O comes cuernitos de jamón y queso amarillo, cortesía del poder, con tus compañeros de fuente, o pereces.

Al llegar a palacio de gobierno, los nervios se agolparon en mi cerebro y se extendieron a mis manos frías y sudorosas. No estaba preparado para lo que atestigüé apenas entrar. Dos guardias de seguridad me hicieron pasar y me dirigí a un pequeño salón, le llamaban área de espera.  “Vengo a la entrevista con el gobernador”, dije apenas entrar, y una chica de mejillas sonrosadas, pelo negro hasta donde la espalda pierde su casto nombre, un pantalón de mezclilla que realzaba la coquetería abundante de sus nalgas y la firmeza de sus piernas, y unas botas cafés que le llegaban hasta la mitad de sus tobillos, me recibió con una sonrisa burocrática que los solitarios confunden con enamoramiento a primera vista, y me dijo. “Siéntese y espere”.

Y allí me tienen en el infierno de la monotonía que precede a la entrevista con Aniceto Tormenta. Scherer contaba que le vendaron los ojos antes de ver al Mayo Zambada. En mi caso, hubiera preferida esa venda o algún sedante para no sucumbir a la desesperante rutina de la burocracia.  La chica escribía en su computadora, y de vez en cuando acudía al despacho del gobernado, para luego regresar y hacer lo mismo de antes. Una cafetera chillaba, y un televisor narraba el caso de una chica que era lesbiana y amaba a su novia pero está en realidad era un hombre operado. Las únicas lecturas disponibles eran un periódico de chismes políticos escrito por chimpancés a sueldo y folletos de propaganda. Eso sí, en una de las esquinas estaba omnipresente el retrato de Aniceto Tormenta, con su mirada anhelante y tierna al vacío, como un James Dean y su rebeldía sin causa. Debajo de la foto había una frase tan apolillada, amarillenta y vetusta como las paredes de la sala de espera, “el trabajo edifica a este gran estado”.

Estas fueron las preguntas que el gobernador contestó en mi exclusiva, mutilando preguntas y acomodándose otras a su gusto y placer, como un amante experimentado de lupanar:

¿Quién es Aniceto Tormenta?

Soy un gobernador piadoso, un hijo amoroso y un padre protector. Soy el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos.

¿Cómo fue su infancia?

Maravillosa. Solía moldear pájaros de barro y cuando los lanzaba al aire emprendían el vuelo hacia el cielo, la morada de Dios. También curaba las enfermedades mediante telepatía e imposición de manos.

¿Cómo surgió el deseo de ser gobernador?

De mi amor desinteresado por todas las criaturas vivientes del estado de Colosio. Podría decirse que mi labor no es solo política, sino espiritual. Sacar adelante a Colosio es como un mandato divino. Yo solo soy un conducto para que estimule y nazca la grandeza de este estado y sus benditos habitantes.

Lo acusan de fraude electoral para tomar la gubernatura de Colosio. ¿Qué opinión le merece esto?

Complot. Política ficción.

Dicen que en su gobierno aumentan los pobres y se enriquecen sus familiares, ¿esas son sus políticas de desarrollo social para Colosio?

Los pobres son bienaventurados porque de ellos es el reino de los cielos. Y mis familiares no se enriquecen, solo aprovechan las circunstancias de una economía en bonanza que ha beneficiado a tantas personas en Colosio.

¿Tiene relación con la delincuencia organizada?

I’m sorry, nothing to say.

¿Algo que decir a sus detractores?

Perdón señor cardenal, chinguen a su madre.

¿Puede considerarse el mejor gobernador que ha parido el universo desde su alumbramiento hace 15 mil millones de años?

¡Qué buena pregunta me hace, señor periodista!, pero, de acuerdo a mi talante democrático, dejaré que mi pueblo, al igual que las confederaciones de gobernadores de otros sistemas solares y galaxias donde haya vida inteligente, lo decidan mediante un plebiscito o una encuesta Mitofsky.

¿Cuáles son sus sueños a futuro?

Hacer de Colosio la tierra prometida, la tierra buena y amplia, donde fluye la leche y la miel.

La conversación terminó. Antes de despedirnos, Aniceto Tormenta me toma por la espalda y me pide que posemos para una fotografía, y así probar la veracidad del encuentro.

- Digan whisky - ordena la fotógrafa, que resultó ser la misma chica antes descrita.

Suena el chasquido de la cámara y la luz pinta nuestras caras de blanco, como mimos callejeros.

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