O como, con el pretexto de la formalidad, se esconden los cadáveres resultantes de la economía sumergida, y surgen payasos tenebrosos que asustarán a los gobiernos.
Por Andrés Gallegos
En 1978, descubrieron 33
cadáveres en el sótano de la casa de John Wayne Gacy. Este ciudadano de Chicago
era un empresario respetable, conversador parrillero de fin de semana, y hombre
comprometido con las causas sociales, quien se disfrazaba de payaso para llevar
alegría a los niños. Quienes lo conocían, veían en Gacy a un líder político, un
ciudadano modelo, el prototipo perfecto del self-made man, el americano afortunado que se
realiza a sí mismo. Pero durante los últimos meses de vida, antes de que lo
atraparan y se conocieran sus repugnantes actos, Gacy invertía en carbón de
multitudinarias carnes asadas, perfumes y artículos de limpieza, para cubrir el
mal olor que desprendía el sótano de su casa. La gente percibía los hedores,
pero lo atribuían a un sistema de drenaje defectuoso o a la suciedad de los vecinos.
Cuando los cadáveres, algunos hasta seis años pudriéndose en el sótano de Gacy,
al fin reconocieron a sus familias que por tanto tiempo los buscaron, el
desengaño y el sentimiento de culpa fueron tan grandes que tuvieron que demoler la casa para limpiarse de la hediondez que nunca supieron denunciar a tiempo.
Al saber del reciente
desmantelamiento de los puestos de comida ubicados a las afueras de CUCEA y la
Preparatoria 10, se me presentó la siguiente impresión: ante la falta de una
perspectiva real de empleos dignos y apegados a la ley (más allá de las cifras
alegres de los gobiernos), todos los comerciantes ambulantes desalojados pasan
de ser invasores de banquetas a cadáveres pudriéndose en el sótano. Los nuevos
gobiernos de la Zona Metropolitana de Guadalajara, junto a una administración
estatal que maneja el mismo discurso, más allá del partido político, defienden
la aplicación de la ley para favorecer al comercio formal de esa “gente holgazana
y sucia que solo quieren ganar dinero fácil”. El problema es que las
alternativas de trabajo parecen insuficientes o no justifican el alineamiento a
la legalidad. Mientras el costo de la canasta básica se eleva, y con ella se
deprime la calidad de vida y el bienestar de las familias, los salarios mínimos
con los que se fijan los sueldos de la formalidad, se elevan míseros dos o tres
pesos. La economía sumergida, pese a su intrínseca ilegalidad, es el campo de
batalla donde la gente se bate a duelo para mantenerse el día a día, sin pagos de
impuestos o permisos que reduzcan su poder adquisitivo, dinero fácil que sirve
para calmar el hambre hoy, sin importar si hay enfermedades para mañana que
puedan ser aliviadas con seguro médico o prestaciones de ley. La actualidad de
sueldos estancados que cada vez compran menos cosas y la disposición de empleos
que claramente no están a la altura de las necesidades de la gente, hacen que
pervivan muchos informales, esos que ahora los gobiernos se quieren quitar de
encima a cualquier costo.
La estrategia de acabar con
cualquier clase de ambulantaje, en mi opinión, es una manera de echar cadáveres
al sótano, mientras se trabaja en reducir el hedor. Tengo la impresión de que
el combate encarnecido a la informalidad, es una argucia de legitimación
gubernamental ante los grandes capitales del estado. A través de la asimilación
semi-forzosa del ambulante a la economía formal, se pretende la captación de
recursos públicos e impuestos que no se atreven a fiscalizar a los más ricos.
Zapopan, tierra de acaudalados tan asustados por el rapto de sus riquezas, que
deciden encerrarse mediante la privatización y enrejado de sus prósperas
colonias; tierra donde las inmobiliarias son prósperas, sin importar si se
acaban los pulmones naturales de la ciudad o desquician aún más la vialidad de
la ciudad; tierra donde atragantarse de plazas comerciales lujosas tipo Andares
son muestras de bienestar económico, mientras negar hasta las tortillas duras a
los migrantes que pasan por sus casas es sinónimo de limpieza y seguridad; tierra
que, según su mismo alcalde Pablo Lemus, es una de las “más desiguales del país”;
acaba de descubrir que su principal problemática son los vendedores de comida
no fiscalizados. Envueltos en el manto sagrado de la legalidad y la formalidad,
los gobiernos se vuelven simpáticos ante los empresarios y cámaras de comercio,
mientras los desterrados de la economía informal se les pudren debajo del jardín
verde y regado que adornan sus casas.
Leí la extraordinaria crónica de
Gonzalo Jáuregui, del periódico El Informador, del ambulante que se convirtió en el payaso “Pennywise”, de la
película “It”, basado en una novela de Stephen King. El escritor de Maine se
basó, a su vez, en la historia de John Wayne Gacy y su payaso bondadoso que
hacía reír a los niños, pero a la distancia del tiempo y sabidas las fechorías
de este asesino serial, verlo vestido como “Pogo” es perturbador. Así como el
ambulante desterrado que ahora asusta para ganarse la vida, la insuficiencia de la
economía formal en ofrecer trabajos decentes a esos que ahora les quita sus
puestos de la calle, volverá a los afectados en dos tipos de personajes: o
serán las víctimas desintegradas de ese sótano llamado desempleo, con todo lo
que conlleva (mayor posibilidad de delincuencia, una vida aún más precaria, o hacerla
de multichambas en empleos monótonos para ganarse la vida consumiéndosela con
prontitud). O se convierten en las extensiones de la imaginación desquiciada
del asesino serial, y así se visten de payasitos viviendo en los pozos y
drenajes a los cuales está siendo arrumbada la economía sumergida. Ninguna de
las dos opciones es saludable para los gobiernos, hoy imbuidas de la
respetabilidad y el carisma de John Wayne Gacy antes de saberse sus crímenes.
La primera opción ocasionará que los cadáveres ya no quepan en el sótano y
entonces el gobierno arrojará los cuerpos a ríos, bajo un mayor riesgo de que
se encuentren las evidencias del delito. En la segunda, corren el riesgo de que
los payasos salgan del suelo y provoquen traumas mayores y noches de pesadilla.
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