lunes, 11 de enero de 2016

La muerte de los héroes

Por Andrés Gallegos

La reciente muerte de David Bowie será otro pretexto para que muchas viejas argüenderas de iglesia, con sus rancios consejos morales, dictaminen cómo se debe sentir las personas. La principal admonición será “ay si, ay sí, todo mundo habla bien del muertito ahora que está todo tieso y encerrado en el cajón debajo de tanta tierra, pero en vida ni las moscas se le arrimaban, seguro lo hacen por moda”.

Algo hay de cierto en esta rabieta. Verdad es que hay cadáveres tan inexpresivos y apáticos en vida, cuya elocuencia se reduce a poner la fecha de nacimiento y muerte en el ataúd. Hay personas que fueron tan rácanas y mezquinas en vida, cuya única aportación abundante y desinteresada son sus olores de descomposición, por los cuales nos percatamos de la necesidad de sepultura del cadáver. Igualmente, hay espíritus tan malvados y grotescos que necesitarían propagandistas tipo Goebbels o plañideras profesionales para ser rehabilitadas sus virtudes.

Pero en toda muerte hay desamparo.  De alguien que nos deja un poco más solos en el camino de la vida. Y cuando los fallecidos son personas de pisada firme y huella profunda, genios de obra perdurable para el rock y la cultura popular como David Bowie, crece la protesta multitudinaria hacia la insensibilidad de verdugo de la muerte. Se reúnen las voluntades, se entrelazan solidaridades antes errantes, vagabundas y solitarias, para manifestar juntos la rabia ante la injusticia antropofágica de la deidad que exige nuestra sangre, sin que las más exhaustas y tercas de nuestras súplicas revoquen una decisión la cual nadie nos pidió opinión o parecer.

Reconozco que no soy seguidor de la carrera de Bowie. Apenas he escuchado algunos discos, entre ellos "Hunky Dory" o el asombroso “The Rise and Fall of Ziggy Stardust”, canciones como “Heroes” o “Starman”, y sus colaboraciones con el grupo canadiense Arcade Fire. Hasta recuerdo su faceta como actor en “El gran truco” de Christopher Nolan, interpretando al inventor Nikola Tesla. No tengo la sensibilidad del fan que ahora llora el fallecimiento del admirado artista. Pero entiendo el luto gregario que los hombres destinan a sus héroes caídos, alejado totalmente de la moda entendida como celebración momentánea de lo pasajero.

Los rituales son repeticiones con significado. El “descanse en paz” que la mayoría de las personas dedican a los héroes de guerra cuya espada jubila para siempre, encierra una profunda melancolía y agradecimiento, dentro de un proceso de identificación con el otro. Porque yace una madre que amó, un padre que orientó, un maestro que aconsejó, un amigo que apoyó, una novia o novio que besó, una mujer o marido que quiso y conoció a su pareja mejor que nadie más. Con los héroes más cercanos y admirados, todo esto se multiplica, porque también descansa el que tuvo valor cuando todos los demás tenían miedo, el que creó cuando todos los demás repetían y copiaban, el que construyó mientras los demás destruían, el que emocionó cuando todos los demás aburrían. Porque en su vida hemos vivido la nuestra y viven todas las otras vidas que aún no son arrojadas al sótano oscuro de lo que dejó de ser, hoy dejamos que nuestro héroe descanse en paz.

Y si se habla casi inexorablemente bien de los muertos es porque la muerte, paradójicamente, es la purificación de la vida, rehabilita la memoria, limpia las heridas y olvida los resentimientos. La muerte también es, en cierto modo, simpatía por el que en vida padeció las circunstancias sociales desgraciadas, el deterioro programado de la vejez, la enfermedad que consumió el cuerpo hasta dejarlo hecho una piltrafa, o los dolores físicos y emocionales más agudos y persistentes. Así pues, los ataúdes son abonos donde las semillas se reafirman hasta dar nuevos frutos, no solo la guarida de gusanos que devoran con avidez la carne descompuesta de sus inquilinos

Lamentamos la muerte de los héroes porque con sus hazañas marchitas se deprimen los referentes que marcan nuestra vida. En muchos casos todavía un niño, el ser humano se muestra alérgico y rebelde ante el alivio del deceso en forma de duelo que propone el tiempo. Aún necesitamos de padres, guías, luces con las cuales iluminarnos en la oscuridad, alimento que nos sacie el hambre que siempre renueva el apetito. En el caso de los artistas y genios, su ausencia se ahonda porque ellos son los que proponen con su trabajo nuevas formas de vida, lejanas a las burocráticas y vacías que nos proponen los medios hegemónicos de pensamiento. Así, su alejamiento definitivo veta la posibilidad de trascender la vida de maneras novedosas, limitándose a recurrir a la memoria histórica, desprovista de la adrenalina que provee el diario vivir, donde nos preguntamos cuál será la nueva creación mitológica del héroe.

Así que comprendo a los fans de David Bowie cuando se reúnen por millones a despedir a su héroe por última vez, y también entiendo la solidaridad de quienes no son seguidores del camaleónico  músico. En mi caso, me pasó algo semejante cuando murió Miguel Calero, el futbolista colombiano. Yo no era seguidor del Pachuca, ni tampoco hubiera matado por recibir el autógrafo del guardameta. Pero sentí una extraña opresión en el pecho cuando falleció. Era un tipo de vida profesional ejemplar, y su prematura muerte (feneció a los 40 años de un padecimiento cardiaco) me pareció injusta, al igual que sorprendente el cariño de la gente. Familiares míos que admiraban al papa Juan Pablo II siguieron con ambiente de velorio, por televisión, el transporte de su cuerpo hasta las grutas de la Basílica de San Pedro, mientras en Roma muchos lo lloraban. Cuando fallecieron los actores Robin Williams y Phillip Seymour Hoffman, no solo lamenté la muerte de dos grandes del cine de Hollywood, sino la corrosiva fragilidad tanatológica que dejaron oxidar en sus espíritus hasta que se les pudrió la vida, uno por suicidio al saber que tenía Mal de Parkinson, el otro por una sobredosis de heroína.

Censuradores de muertes ajenas, dejen que los fans entierren a sus héroes, que extenderemos nuestros brazos en solidaridad cuando se les mueran los suyos.

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