Por Andrés Gallegos
La reciente muerte de David Bowie
será otro pretexto para que muchas viejas argüenderas de iglesia, con sus rancios
consejos morales, dictaminen cómo se debe sentir las personas. La principal
admonición será “ay si, ay sí, todo mundo habla bien del muertito ahora que está
todo tieso y encerrado en el cajón debajo de tanta tierra, pero en vida ni las
moscas se le arrimaban, seguro lo hacen por moda”.
Algo hay de cierto en esta
rabieta. Verdad es que hay cadáveres tan inexpresivos y apáticos en vida, cuya
elocuencia se reduce a poner la fecha de nacimiento y muerte en el ataúd. Hay
personas que fueron tan rácanas y mezquinas en vida, cuya única aportación
abundante y desinteresada son sus olores de descomposición, por los cuales nos
percatamos de la necesidad de sepultura del cadáver. Igualmente, hay espíritus
tan malvados y grotescos que necesitarían propagandistas tipo Goebbels o
plañideras profesionales para ser rehabilitadas sus virtudes.
Pero en toda muerte hay desamparo.
De alguien que nos deja un poco más
solos en el camino de la vida. Y cuando los fallecidos son personas de pisada
firme y huella profunda, genios de obra perdurable para el rock y la cultura
popular como David Bowie, crece la protesta multitudinaria hacia la
insensibilidad de verdugo de la muerte. Se reúnen las voluntades, se entrelazan
solidaridades antes errantes, vagabundas y solitarias, para manifestar juntos
la rabia ante la injusticia antropofágica de la deidad que exige nuestra sangre,
sin que las más exhaustas y tercas de nuestras súplicas revoquen una decisión
la cual nadie nos pidió opinión o parecer.
Reconozco que no soy seguidor de
la carrera de Bowie. Apenas he escuchado algunos discos, entre ellos "Hunky Dory" o el
asombroso “The Rise and Fall of Ziggy Stardust”, canciones como “Heroes” o “Starman”, y sus colaboraciones con el grupo canadiense Arcade Fire. Hasta recuerdo su
faceta como actor en “El gran truco” de Christopher Nolan, interpretando al
inventor Nikola Tesla. No tengo la sensibilidad del fan que ahora llora el
fallecimiento del admirado artista. Pero entiendo el luto gregario que los
hombres destinan a sus héroes caídos, alejado totalmente de la moda entendida
como celebración momentánea de lo pasajero.
Los rituales son repeticiones con
significado. El “descanse en paz” que la mayoría de las personas dedican a los héroes
de guerra cuya espada jubila para siempre, encierra una profunda melancolía y
agradecimiento, dentro de un proceso de identificación con el otro. Porque yace
una madre que amó, un padre que orientó, un maestro que aconsejó, un amigo que apoyó,
una novia o novio que besó, una mujer o marido que quiso y conoció a su pareja mejor
que nadie más. Con los héroes más cercanos y admirados, todo esto se
multiplica, porque también descansa el que tuvo valor cuando todos los demás
tenían miedo, el que creó cuando todos los demás repetían y copiaban, el que
construyó mientras los demás destruían, el que emocionó cuando todos los demás
aburrían. Porque en su vida hemos vivido la nuestra y viven todas las otras
vidas que aún no son arrojadas al sótano oscuro de lo que dejó de ser, hoy
dejamos que nuestro héroe descanse en paz.
Y si se habla casi
inexorablemente bien de los muertos es porque la muerte, paradójicamente, es la
purificación de la vida, rehabilita la memoria, limpia las heridas y olvida los
resentimientos. La muerte también es, en cierto modo, simpatía por el que en
vida padeció las circunstancias sociales desgraciadas, el deterioro programado
de la vejez, la enfermedad que consumió el cuerpo hasta dejarlo hecho una
piltrafa, o los dolores físicos y emocionales más agudos y persistentes. Así
pues, los ataúdes son abonos donde las semillas se reafirman hasta dar nuevos frutos, no solo la guarida de gusanos que devoran con avidez la carne descompuesta de sus inquilinos
Lamentamos la muerte de los
héroes porque con sus hazañas marchitas se deprimen los referentes que marcan
nuestra vida. En muchos casos todavía un niño, el ser humano se muestra
alérgico y rebelde ante el alivio del deceso en forma de duelo que propone el tiempo.
Aún necesitamos de padres, guías, luces con las cuales iluminarnos en la
oscuridad, alimento que nos sacie el hambre que siempre renueva el apetito. En
el caso de los artistas y genios, su
ausencia se ahonda porque ellos son los que proponen con su trabajo nuevas
formas de vida, lejanas a las burocráticas y vacías que nos proponen los medios
hegemónicos de pensamiento. Así, su alejamiento definitivo veta la posibilidad
de trascender la vida de maneras novedosas, limitándose a recurrir a la memoria
histórica, desprovista de la adrenalina que provee el diario vivir, donde nos
preguntamos cuál será la nueva creación mitológica del héroe.
Así que comprendo a los fans de
David Bowie cuando se reúnen por millones a despedir a su héroe por última vez,
y también entiendo la solidaridad de quienes no son seguidores del camaleónico músico. En mi caso, me pasó algo semejante
cuando murió Miguel Calero, el futbolista colombiano. Yo no era seguidor del
Pachuca, ni tampoco hubiera matado por recibir el autógrafo del guardameta.
Pero sentí una extraña opresión en el pecho cuando falleció. Era un tipo de vida
profesional ejemplar, y su prematura muerte (feneció a los 40 años de un padecimiento
cardiaco) me pareció injusta, al igual que sorprendente el cariño de la gente.
Familiares míos que admiraban al papa Juan Pablo II siguieron con ambiente de
velorio, por televisión, el transporte de su cuerpo hasta las grutas de la
Basílica de San Pedro, mientras en Roma muchos lo lloraban. Cuando fallecieron los
actores Robin Williams y Phillip Seymour Hoffman, no solo lamenté la muerte de
dos grandes del cine de Hollywood, sino la corrosiva fragilidad tanatológica
que dejaron oxidar en sus espíritus hasta que se les pudrió la vida, uno por suicidio
al saber que tenía Mal de Parkinson, el otro por una sobredosis de heroína.
Censuradores de muertes ajenas, dejen que los fans entierren
a sus héroes, que extenderemos nuestros brazos en solidaridad cuando se les
mueran los suyos.
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