Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
“Yo
lo vi. Era un grupo de terroristas, de la Unión Soviética. Fabricaron una bomba
atómica, y la arrojaron al Polo Sur. Entonces, toda la Tierra se congeló. En
las principales ciudades, el hielo cubría las calles y los edificios…..”
Cuando el filósofo y
escritor Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura, agradeció a su maestro de la primaria, el
señor Germain, por convertir a un niño pobre de Argelia en un hombre de bien. No obstante, hay hombres que convierten en
niños pobres a sus alumnos. Son personas que necesitan ser orientadas, más que
ser orientadores. Maestros desdichados convertidos en mofa por los alumnos,
expertos en transformar en caricatura a los adultos que no tuvieron a un Germain
cuando eran niños. Profesores que laboran en una secundaria por la paga, por
ser muy amigos del Sindicato, o porque piensan que es una profesión sencilla.
El tipo de maestros cuya persistencia en la memoria se presenta de dos modos, o
desaparece con el tiempo, o permanece en el recuerdo a base de anécdotas que
incitan a la sorna. El mejor ejemplo de lo segundo es un profesor que yo tuve
en la secundaria, de nombre Rodolfo Solórzano, cuyos desvaríos son el perfecto
ejemplo de la anti-docencia, al puro estilo del profesor que cambió el
significado de una oración religiosa por no saber de gramática en “El
periquillo sarniento”.
A mi maestro le decían “Jirafales”,
como el personaje del Chavo del Ocho. Era alto, una obviedad decirlo. Pero su
presencia física, además de la estatura, no dejaba indiferente a nadie. Rodolfo
Solórzano era un señor de pelo entrecano que frisaba los 55 años, usaba lentes,
llevaba una brocha negra como bigote y su cara estaba llena de arrugas y
papadas. Su voz era clara, resonante para un salón de clases, pero un tanto
monótona para llamar la atención de sus alumnos. Siempre vestía de pantalón
azul de mezclilla, camisas de botones y tenis de suelas fatigadas. Caminaba
erguido, aunque con perpetuo aura de preocupación. Nunca lo vi gritar
enfurecido a algún alumno, pero tampoco era un maestro que intentara ganarse
alguna simpatía saludando o platicando con otros adolescentes fuera de clase.
Un maestro con vida y estampa de burócrata.
Rodolfo Solórzano impartió
las clases de Historia Universal II y Geografía Universal II. Bueno, impartir
es una palabra muy generosa. Lo que hacía este profesor era despachar las
materias, con la desgana de un encargado de ventanilla en cualquier secretaría
de gobierno. No improvisaba, no explicaba, no aclaraba dudas, sólo pasaba lista
y se sentaba en la silla de su escritorio con una taza de café en mano,
mientras nos encargaba cualquier actividad para pasar el rato. Un día le
pregunté quién era el primer virrey de la Nueva España. No contestó, dijo que
lo investigaría otro día. “Jirafales” era un pez que vivía mejor en los
limitados acuarios de sus silencios. Mientras menos le cuestionaran, mejor. Una
leyenda de pasillos aseguraba que Solórzano perdió su anterior trabajo de
maestro por acosar sexualmente a una chica. Pero el sacerdocio escolar lo
reintegró a la vida docente en una nueva parroquia, una escuela secundaria
técnica ubicada en un rincón olvidado de un barranco. Y así fue como llegué a
conocerlo.
Las clases eran
orientaciones vocacionales para los alumnos. Un día éramos copistas de la Edad
Media, Transcribíamos palabra por palabra tres o cuatro párrafos de nuestro
libro de Historia o Geografía, para ver si mediante la repetición amanuense se
nos pegaba algún suceso desperdigado de la Primera Guerra Mundial o un país
desconocido de Asia en nuestras molleras. Otro día éramos cartógrafos. Con
papel cebolla, calcábamos los mapas que venían en los libros mientras distinguíamos
cada país de otro con lápices de colores (en mi mapa, el verde era España y el
amarillo era Francia). El resto de los días nuestros oficios variaban:
espectadores de películas (algunas tan educativas como “El hombre araña” o
“Corazón de Caballero”, esta última para aprender de los imperios absolutistas
del Siglo XVII), geómetras que diseñaban mapas conceptuales (copiados del
libro, naturalmente), lanzadores de papeles ensalivados hechos bolita o
delincuentes menores parados enfrente de clase con pizarrón blanco de fondo. A
veces hacíamos resúmenes, algo más cercano a lo que hace un estudiante. Pero al
final, al profesor le entregábamos cualquier hoja de papel rellena de garabatos
y dibujitos; de todos modos nunca se fijaba si estaba bien o mal hecho. Rodolfo Solórzano era mi talismán para elevar
el promedio escolar, no me esforzaba demasiado y sacaba nueves o dieces en la
boleta gracias a sus clases. Lo que se llama un “profe barco”. Pero descubrí
que “Jirafales” también traía su propio talismán.
Una mañana de sol y árboles
atraídos por las últimas brisas frescas que escapan del calor de mediodía,
Solórzano sacó un pedazo de metal de su bolsillo trasero. Nos dijo que era un amuleto de los siete
metales “traído de Alemania”. Ese talismán era capaz de armonizar las energías
positivas y expulsar las energías negativas, atraer dinero y salud, y generar
paz interior a quien lo poseía. Para desafiar a los incrédulos y su complejo de
Santo Tomás (“hasta no ver, no creer”), el profesor exorcizó los demonios y las
vibras negativas de una compañera de clase, moviendo el amuleto como si manipulara
una lámpara de mano y repitiendo para sí algún tipo de conjuro o hechizo.
Cuando terminó, “Jirafales” le preguntó a mi compañera si se sentía mejor,
recibiendo una respuesta afirmativa. Esto animó a Solórzano a revelarnos los
misterios de aquella piedra filosofal que le había cambiado su existencia.
Contó que un día, agobiado
por el rumbo que llevaba su vida, visitó a una astróloga y hechicera. Ella le
dio el amuleto de los siete metales y tenía la capacidad de hacer regresiones
con sus clientes. Solórzano miró su pasado con la ayuda de la astróloga, y
encontró que alguien intentó matarlo con un machetazo. Luego, el profesor amaneció
tirado en un desierto, y sintió que un camello le arrancaba los pelos de la
cabeza. Durante la regresión, sintió que alguien le tocaba el hombro derecho
con insistencia. Eran las huellas del machetazo. Para evitar los conflictos que
pudieran surgir del pasado, la hechicera le entregó el talismán germano y le
enseñó un ejercicio para liberar las tensiones negativas. Acto seguido, él
(todos), cerramos los ojos y comenzamos a inhalar con la nariz y exhalar por la
boca. La técnica de relajación nos enseñó a viajar al centro de la Tierra
mediante hilos anudados en nuestros culos.
Mis compañeros de escuela
eran personas insoportables para él. Exigía silencio y regañaba a los alumnos
con bravatas directas. Un día retó a un compañero diciéndole: “yo soy una
persona muy inteligente”. Sonreí como idiota. El profesor me sorprendió y me
paró al frente con otros delincuentes el resto de la clase. Juré por los vivos
y los muertos que no me había burlado de él, pero mis súplicas fueron inútiles.
Estaba asustado. Por mi condición de estudiante ejemplar y ver que semejante
estatus se veía en peligro, temí lo peor. Pensé que Solórzano me bajaría
puntos, me mandaría a la Dirección por mala conducta, pero no lo hizo. Le pedí
disculpas y el incidente quedó olvidado. En el fondo, noté que mi profesor era
un hombre honesto, sabedor de sus propias limitaciones. Dentro de su espíritu,
Solórzano sabía que era maestro por circunstancias, al no encontrar su lugar en
el mundo.
A veces me pregunto si
Camus, mientras leía la conmovedora carta a Monsieur Germain, también recordaba
a aquellos maestros que no le aportaron ni un gramo de sal durante su posterior
vida escolar. Quiero pensar que también los recordaba, pero en un grado de
estima mucho menor que a Germain. Pero los malos profesores también dejan
huella. Por sus rostros de caricatura, su caminar chistoso, su voz aguda que
provoca carcajadas inoportunas, por sus zapatos mal boleados, sus ojos virolos,
por ser flacos como un fideo o gordos como una pelota, tartamudear, sudar de
modo incontrolable, o por un inoportuno tic en los labios. Más allá de sus
imposturas físicas, sus yerros intelectuales también generan docencia,
sirviendo como ejemplo de lo indebido, en una profesión de especial importancia
social como la del profesor. En mi caso, Rodolfo Solórzano no provocó un efecto
parecido al del señor Germain, ese impacto lo he recibido de otros profesores
cuyas historias merecen contarse en otro momento. No obstante, sin los malos
maestros de escuela, no sabríamos distinguir entre una fosa oceánica y una fosa
séptica. Además, las anécdotas divertidas que se cuentan a los amigos se
perderían. A “Jirafales”, por tantas horas de risa, le agradezco. Pero nada
más.
“(…)
Vi como Nueva York se congeló toda, con sus edificios tan altos. Vi como la
Estatua de la Libertad estaba llena de hielo. Fue culpa de los rusos, que
arrojaron una bomba atómica al Polo Sur e hicieron que toda la Tierra (también
Nueva York) se congelara. Y gracias a eso, se provocó la Guerra Fría. Se
llamaba ‘Un día después de mañana’ (sic). ¿Acaso no tendrán el video para
presentarlo en clase?”
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