Crónica de sucesos
importantes que me ha tocado cubrir. (Abierta a segundas partes).
Por Andrés Gallegos
I
En una época donde el empleo es
un bien escaso, los trabajadores son náufragos que se aferran a cualquier
salvavidas. La subcontratación muestra la faceta regateadora del capitalismo.
Se ahorran unos centavos en seguridad social, entregan morralla al cliente y se
ufanan de su estirpe negociadora en un mercado a la baja. Si les aumentan el
precio de esas nuevas mercancías de fayuca llamadas trabajadores, cierran la
cartera y se largan a otro tianguis.
Mil trabajadores de la empresa
Servifon perdieron su frágil trabajo. El vaso de vidrio que siempre navegaba en
la orilla de la mesa finalmente se quebró. Esta compañía, que ofrecía servicios de
atención a clientes a Telcel, ofrecía salarios para hoy y hambre para
mañana. Fuente precaria de ingreso para
estudiantes cuyos libros son demasiado caros para pagar, mujeres embarazadas
con un recién nacido por alimentar, y vagabundos laborales que trabajan en la
misma dirección aleatoria donde sople el viento, un día les mandaron un
comunicado donde les daban las gracias más desagradecidas de todas.
Hoy la demanda descansa en el
papeleo de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje. Telcel imita a Poncio
Pilatos, pese a tener responsabilidad solidaria por la muerte laboral de estos
jóvenes. A Servifon le embargarán hasta
el suelo de las oficinas, para ver si allí encuentran algunos pesos extraviados
para pagar las dos semanas de finiquito que aún deben. Pero los trabajadores
sienten la angustia paralizante del impotente por las circunstancias. Al menos,
hasta que llegue otra empresa de outsourcing que les prometa un hogar
provisorio de arena donde refugiarse, mientras en algún lado (espero)
construyen una casa propia para estas personas.
II
Mi editor, Gabriel Orihuela, me
comentó que mis notas de tecnología tenían aceptación por los lectores y los
redactores del periódico. A decir verdad, no entiendo qué ven en esos racimos
informativos, donde cada aplicación móvil reseñada se desperdiga entre uvas
jugosas y otras con sabor algo amargo y textura temblorosa. Y tampoco comprendo cómo un fachoso de la
estética tecnológica como yo, alguien ajeno a vestir mi celular con jueguitos
que demandan más atención que un Tamagotchi, o a presumir la paradójica moda
“cool” del hombre que exhibe un gadget grisáceo de Apple, termine redactando
notas donde se celebren los olores de estos perfumes de bolsillo.
Me compraron un teléfono celular
Nokia en 2007, que terminé usando durante seis largos años, pese a su carátula
desvencijada, sus números invisibles y su voz afónica. Cuando mi Nokia pedía la
eutanasia, mi madre ya me había comprado un teléfono Samsung Galaxy, pero yo lo
guardé en algún cajón polvoriento porque no tenía ganas de aprender a usarlo.
Como ciertos maestros de planta, ya viejos y oxidados, pero con una trayectoria
en color sepia, mi educación tecnológica se estacionaba en la época de las
palancas y las poleas. Los teléfonos
inteligentes me parecían demasiado eruditos, demasiado nerds, con sus cámaras
fotográficas, sus grabadoras y su conexión a Internet. Pero la chatarra finlandesa dio todo de sí, y
no me quedó otro remedio que darle paso a la savia fresca de la juventud.
Seguiré escribiendo sobre
tecnología. De hecho, ya le agarré el gustito. Pero no puedo evitar pensar,
cuando estudié la licenciatura en periodismo, que los temas de esta especie me
parecían tan extraños como un político honesto en el gobierno o una familia
indígena en una revista de sociales (el álbum de fotografías de los ricos, no
las publicaciones científicas donde los sociólogos y antropólogos desahogan las
penas de este mundo citándolas con bibliografía). Seguiré esforzándome por
aprender de estos temas, hasta convertirme en alguien competente para hablar
hasta del radar que usaba Vegeta en Dragon Ball Z, aunque mi capacidad de
memoria sea tan reducida como un diskette de tres y media, y mis quejas, tan
molestas como el clip animado que un día implementó Windows en su sistema
operativo.
III
Primeras paradojas del periodista
económico:
- Los números, como el karma,
siempre regresan. Los periodistas, resentidos de las matemáticas, alojan el
dato numérico en sus notas como la suegra en el hogar matrimonial.
- Aunque te desvalijen los
bolsillos y la empresa periodística se tambaleé gracias a la parapsicología de
la bolsa financiera o la depresión suicida del dólar, las crisis económicas
siempre serán buenos temas.
- Llamar “Empresa” a una sección
tan amplia de temas, es tomar una parte como el todo. Habría que nombrar al
cuerpo “cabeza”, y a la computadora “teclado”.
- En mis primeros días, hacía mis
llamadas telefónicas por celular, gastando cientos de pesos en tarjetas Amigo
(un nombre tan sarcástico que se ríe en tu cara cuando raspas el código de
acceso) ¡con el Nextel ya en propiedad!. Robert Kiyosaki y los pequeños cerdos
capitalistas deben estar avergonzados de mí.
- Los diarios impresos que todavía se preocupan por presentar la última
novedad del Dow Jones o la Bolsa Mexicana de Valores en un mercado que cambia en milisegundos, son admirables en su anacronismo. Son mensajeros incas que corren kilómetros para dar una noticia en la era cibernética
- Cuando entrevisto a personas
sin empleo, me vuelvo marxista patológico y quiero armar la revolución
socialista. Luego recuerdo que debo entregar la nota a las seis de la tarde, y
se me pasa.
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