martes, 7 de abril de 2015

Jean-Claude Romand y yo

O sobre el arte de fingir ser alguien más

Por Andrés Gallegos

En 1993, Jean-Claude Romand asesinó a su esposa, sus dos hijos y a sus padres. También intentó suicidarse, pero los barbitúricos no hicieron efecto. Lo condenaron a 22 años de prisión por su crimen.

Romand mató a su familia para no afrontar la terrible verdad. Su vida era una mentira. Durante 18 años de su vida fingió ser estudiante modelo y médico respetable, con un trabajo distinguido en la Organización Mundial de la Salud. Pero en realidad era un impostor. Un día reprobó un examen de medicina en la universidad, no repitió el curso y a partir de allí se lo inventó todo. 

Dejó de estudiar la carrera. Iba a la universidad pero no entraba a clases. Seguía pagando la matrícula de su escuela, con el dinero de unos padres que nada sabían de la decisión de su hijo.  Rondaba por la biblioteca y el resto del tiempo veía el televisor, dejándose engordar unos veinte kilos.

Un amigo lo visitó para saber de su ausencia en las clases. Romand le inventó que tenía cáncer. Con esa enfermedad, sedujo a una prima lejana, Florence, con quien después se casaría. Fingió seguir estudiando y fingió su graduación de la universidad. Luego se fingió un trabajo como investigador de la OMS.

Con el dinero de sus parientes y amigos se mantuvo una casa, un coche BMW y el colegio de sus hijos. La familia confiaba en él, por su distinguido trabajo y sus promesas de aumentar los rendimientos de sus ahorros al guardarse en bancos suizos. Con falsas curas contra el cáncer obtuvo más ingresos. Un día el suegro le pidió el dinero que tanto le había confiado a su yerno, y que éste ya se lo gastaba en conservar su farsa. Murió luego de una caída por las escaleras.

Los días de Romand eran rutinas metódicas. Dejaba a sus hijos en el colegio y en horas de trabajo se encerraba en un hotel, en el coche, visitaba tiendas de sexo o rondaba las afueras de las oficinas de la OMS en Ginebra, Suiza, para aparentar ser el investigador que curaría el cáncer con su trabajo. A veces se inventaba congresos en el extranjero, de varios días de duración. En la ciudad donde se desarrollarían las conferencias, Romand se encerraba en algún hotel cercano al aeropuerto y veía pasar los descensos y aterrizajes de los aviones, tal vez preguntándose la fecha de caducidad de sus mentiras.  

Tanto fingía el médico que se inventó una amante, a la que mantenía con costosos caprichos. Luego le faltó valor para matarla, en el día donde todo se desmoronó. Algo salió mal en aquella rutina cuidadosamente planeada, y el aspirante a doctor no podía estelarizar más su obra de teatro. Aquel fatídico 9 de enero de 1993 todo el mundo supo quién era el verdadero Jean Claude Romand.

El escritor Emmanuel Carriére narró esta historia en una novela llamada “El Adversario”, manteniendo contacto epistolar con el ahora recluso. Incluso ahora, Carriere y muchos no entienden lo que pasaba por la mente de Romand cuando aparentaba trabajar y en realidad leía algún periódico en su coche para pasar el tiempo. ¿Qué sentía?, ¿hasta cuándo proseguiría su doble personalidad?, ¿temía que algún día lo pillaran?, ¿porqué no decir la verdad?.  Incluso hoy, Romand es un misterio sin resolver, una fascinación permanente de la psiquiatría y los estudiosos de la naturaleza humana. 

Yo tampoco puedo inferir las motivaciones del francés, pero algo en estas elucubraciones de su carácter me recuerdan mi vida reciente. Jamás a un grado tan monstruoso. Pero hay algo de la vida de Romand que incubé en la mía. Sensaciones que nunca podrán ser más agobiantes.

Mis últimos dos años y medio, especialmente los últimos seis meses, fueron una mentira. Fingía ser un estudiante de maestría pero nunca completé la tesis. Engordé muchos kilos por sentirme insatisfecho de lo que hacía. Aparenté estar enfermo en algunas ocasiones para no encarar la crítica de mis profesores.

Mis días pasaron rutinarios e infelices. Fingía encerrarme en mi casa a estudiar, pero en realidad perdía el tiempo en el Internet. Mentí a mis padres sobre mis avances en la tesis. Les decía que estaba corrigiendo mi trabajo, pero en realidad estaba viendo algún video de YouTube o una web de deportes. Solo que mis padres sabían que mentía. Pero me dejaron ser. Tenía que hacer mi propia vida, aunque fuera una sórdida sucesión de tropiezos.

No hice amigos. Olvidé a los otros que tengo y no me comunicaba con ellos. Me horrorizaba presentarme con la verdad por delante, decirles que no era el estudiante de maestría perfecto e ideal, el prospecto a investigador de la ciencia que muchos imaginaban de mí. Temía presentarme así, infeliz, fofo, ojeroso, y actuar ante ellos presumiendo que todo iba bien y mi vida era maravillosa.

Engendré el hábito de contar con obsesión las horas del día. Me quedan nueve horas para estudiar. Ahora me quedan seis horas. Solo me quedan tres horas. Mejor lo hago para mañana, que tendrá unas 16 o 18 horas disponibles para ahora sí trabajar en mi tesis. Y así todos los días. 

Un día, mi primera asesora de tesis se cansó de mis mentiras y abandonó la supervisión de mi proyecto. Lamento haber despreciado su ayuda. Pero la farsa debía seguir. Iba a la biblioteca a sacar libros que nunca leí. Iba paseando por la ciudad fingiendo que nada pasaba y pronto me recuperaría. No conciliaba el sueño. Viví de madrugada y dormía por las mañanas, como un velador. Pero olvidé el beneficio de pernoctar con el cuerpo vencido.

Hice llorar a mis padres. Les prometí que cambiaría, pero nunca lo hice. Era demasiado duro hacerlo. Por la mañana era el “ahora sí”, por la noche era el “hoy tampoco, pero mañana lo haré”. No pedí ayuda a nadie. Decidí tragarme la verdad y quedarme con el secreto, como Romand. Me refugié en la computadora, para aliviar la impotencia, para desperdiciar mi futuro, para negarme a mí mismo la sensación de que había cometido un error en la elección del tema de tesis. O incluso, que había estudiado la maestría demasiado pronto.

Casi toda mi generación ya se graduó. Yo todavía no. Lo haré. Pero necesito dejar de mentirme, de fingir que soy un hombre ejemplar. Tomé malas decisiones, pero a diferencia de Romand, no me construiré una vida alternativa y cimentarla en castillos de arena. La locura del impostor es horrible. No me sale actuar tan bien como el demente francés. Lo intenté y me convertí en otra persona, despreciable y repugnante.

Mi padre dice que detrás del miedo, no hay nada. Está el vacío. Lo aprendí a la fuerza, a la mala. Mi miedo a enfrentar la responsabilidad, a reconocer el fracaso, me volvió esquivo, un silencioso peligroso como Romand. Por eso comprendo al falso médico. Pero jamás seré como él. Todavía tengo una vida por delante. 

Que un examen reprobado no determine el resto de nuestras vidas. Hay un mundo afuera. Decidimos unirnos a la mentira, esperando que sea verdad por el paso del tiempo, con el terror de ser descubiertos como los ladrones nocturnos. O aceptamos la vida como una serie de tropiezos donde la mejor recompensa es levantarse para seguir andando.

Hoy he decidido no ser Romand. ¿Y tú?

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