Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
Vi mi foto
en la portada de un periódico. Estaba en cuclillas, con la camisa desabotonada
y poniéndome con premura los pantalones. En la imagen, atrás de mí, estaba una
niña que se tapó su cara con una almohada. Entre ella y yo, se veía una cama
sin tender. El titular del diario, en grandes letras blancas, decía “Por
Califas”. No lo compré.
Me fui a la
oficina. El jefe me pidió escribir unas cartas de invitación para la junta
ejecutiva del próximo fin de semana, y me preguntó si no tenía inconveniente de
trabajar en la oficina mañana domingo, a lo que respondí que no había ningún
problema con eso porque no tenía nada que hacer. Acabé el trabajo en dos horas
y después de enviar los escritos por correo electrónico, me despedí sin
hablarle a nadie. No tenía ningún tema de conversación que ofrecer a mis
compañeros y en el trabajo no se nos permite platicar.
El tráfico
era estresante. Luego de media hora en la que mi vehículo camino a vuelta de
rueda, observé un auto rojo (creo que era un Chevy) aplastado por las ruedas de
un camión amarillo de esos que son propiedad de alguna empresa destinados a
trasladar a los empleados al lugar de trabajo. Los paramédicos y la policía de
tránsito ya prestaban atención al suceso. Adentro del coche alcancé a ver la
figura de un niño muerto, bañado en sangre, y los médicos no podían sacarlo
porque la puerta estaba cerrada. Vi el reloj y me di cuenta de que ya era
tarde. Estaba bañado en sudor.
Abrí la
puerta de la casa. Me acordé que mi mujer no salía del trabajo hasta muy noche
y mis dos hijos pasarían todo el fin de semana en un campamento con los scouts.
La comida estaba en el refrigerador: unas tortas de papa, arroz y ensalada.
Calenté el platillo en el horno de microondas y luego me lo acabé sin muchas
ganas. No tenía hambre y quería dormir.
Cuando me
desperté, eran las seis de la tarde. Soñé que mis hijos corrían adelante de mí
a lo largo de una banqueta que no reconocí. Alegres y con energía, me decían
‘papi, papi, ven a jugar con nosotros’, y yo iba detrás de ellos, aunque no
tenía ánimo de jugar. Dormí cerca de dos horas. Tengo un amigo que asegura que
si uno sueña con sus hijos, es señal de que las cosas resultan bien. Tal vez
esté en lo cierto, pero no me interesa.
Fui al
billar para reunirme con mis amigos. De pronto, uno de ellos me recibe en la
puerta con el periódico donde aparecía mi fotografía, y luego todos los demás
comenzaron a reírse y hacer bromas. Rafael, mi mejor camarada del grupo, me
dijo a solas si no tenía ningún remordimiento de conciencia, qué pasaría si mi
familia se enteraba y mencionó que si yo sufría las consecuencias naturales de
mi acto, él de todos modos seguiría siendo el mejor de los amigos y daría su
apoyo total. Le respondí que estaba bien, que no era un profeta para predecir
sobre el estado de ánimo de familia en caso de saber lo del periódico y que me
sentía capaz de arreglármelas sólo sin necesidad de pedir auxilio.
Cansado de
la música que ponían en la rockola y medio enojado porque no ganaba ningún
juego, abandoné el billar. Ya en la calle, distinguí en la parada de un
semáforo a un niño que lavaba el vidrio de una camioneta con cajuela. Como pago
por el servicio de limpieza, la conductora le regaló una pieza de pollo frito
enrollada en una servilleta de papel. La camioneta se alejó, el chico se volvió
a la baqueta sin alzar la vista y tiró el pollo. Tuve la necesidad de fumar para
aminorar el viento frío de la noche y compré una cajetilla de cigarros.
Más
adelante, noté a cierta distancia a un hombre que se tambaleaba en la banqueta
por donde yo iba. Se paró enfrente de una casa, seguramente su casa, y tocó el
cancel con una moneda. De repente, desde adentro lanzaron una botella de
cerveza de vidrio a la calle. El hombre esquivó el proyectil y el envase
estalló con fuerza en el pavimento. Mientras, se escuchaban gritos y palmadas.
Me crucé de banqueta para evitar pisar los pedacitos de vidrio. Al alejarme de
allí, pensé que no valía la pena denunciarlos ante la policía. Eran parientes
míos y no quería problemas con ellos.
Me paré en
una refaccionaria a comprar aceite para el motor y un lubricante para mi coche.
Don Pepe, encargado del local, me entregó la cuenta. Sabía que me cobraba
dinero de más, pero no quise discutir con él ni tenía ánimos para regatear. Le
pagué y me traje las dos botellas en una bolsa de plástico sin agarraderas.
En el camino
encontré a Mauricio, amigo mío que tiene una carnicería. Después de saludarlo,
me confesó que su hija, de 17 años, estaba embarazada. Decía sentirse agobiado
y enojado con el sinvergüenza del novio. “Es un inútil, no sabe hacer nada”, me
repetía a cada rato. Luego me pidió un consejo. Le dije que no me sentía capaz
de decirle algo, y que no era bueno dando consejos. Desilusionado y molesto,
Mauricio me dijo, “a ti no te interesan los demás, ¿verdad, cabrón?” y se
alejó. Al rato, empezó a dolerme el cuello por la acumulación de fatiga.
Regresé a mi
casa. Prendí la televisión para que hiciese algo de ruido. Me bañé y me puse
ropa para dormir. Observé mi rostro en el espejo y noté que llevaba varios días
sin rasurarme, así que me quité los pelos con una navaja. Recordé todos los
acontecimientos del día para asegurarme de que fuera igual a los otros días. Me
reconforté mucho al darme cuenta que así era.
Como a las
diez de la noche llegó mi esposa, Berenice. Me di cuenta por esa singular
manera que tiene de abrir la puerta, dando un jalón brusco a la llave y dejando
que la puerta se azote con fuerza contra la pared. Sin embargo, percibí que ese
acto en apariencia cotidiano tenía una variable que logré descifrar cuando con
el rostro descompuesto y su cuerpo a punto de desplomarse, me mostró la
fotografía del diario de hoy.
Recuerdo que
me dijo algo así como: “Hijo de puta, ladino, miserable. ¿Cómo pudiste hacerle
esto a mí y a tus hijos?”. Luego corrió a su cuarto, empezó a hacer la maleta y
me gritó “la casa es tuya, pero me encargaré de que mis hijos no vuelvan a verte jamás”. Sentí que tenía algo que
decir y le pedí que no hiciera locuras. No me escuchó.
Ya en la
puerta, bastante alterada, me preguntó si no tenía motivo para disculparme y si
estaba consciente de lo que había hecho. Le contesté que tenía tantas cosas en
la cabeza que me sentía incapaz de explicar el asunto de la fotografía. Ella me
preguntó si estaba arrepentido. “Claro que sí”, respondí. No me creyó.
Obstinada en
irse con la noche encima, mi prudencia la invitó a dormir en la casa: “Ya habrá
tiempo de esclarecer ese tema, te lo prometo”. Berenice no dijo una sola
palabra, lloraba profusamente y no me miraba. Tras minutos de silencio, habló:
“Lo que más
me pone triste es que no muestres nada de arrepentimiento. ¡Mírate!, estás allí
de pie como si nada hubiera pasado. Es como si no te importara. ¡Dime algo, lo
que sea!”
“Vamos a
dormir, tengo mucho sueño y estoy cansado”, fue lo único que le dije.
Se fue.
Cuando me
acosté, sentí bastante frío. Desdoblé una cobija guardada en el ropero de mi
esposa, me la arropé en todo mi cuerpo y el frío no desapareció. Ya no tenía
sueño y me senté en la sala. Busqué en mi pantalón que llevé puesto todo el día
la cajetilla de cigarros. Fumé con premura los tres únicos cigarros que tenía
la caja. Miré la calle por la ventana de la sala; vacía y arrullada por el
canto de los grillos. Chequé el reloj, faltaban diez minutos para la media noche.
Reparé en que el microondas seguía encendido y con la puerta abierta,
desconecté el aparato y reflexioné sobre el cuantioso gasto de energía que
necesitan los objetos que no brillan con luz propia.
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