jueves, 24 de mayo de 2012

Un día normal (Cuento)


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez 

Vi mi foto en la portada de un periódico. Estaba en cuclillas, con la camisa desabotonada y poniéndome con premura los pantalones. En la imagen, atrás de mí, estaba una niña que se tapó su cara con una almohada. Entre ella y yo, se veía una cama sin tender. El titular del diario, en grandes letras blancas, decía “Por Califas”. No lo compré.

Me fui a la oficina. El jefe me pidió escribir unas cartas de invitación para la junta ejecutiva del próximo fin de semana, y me preguntó si no tenía inconveniente de trabajar en la oficina mañana domingo, a lo que respondí que no había ningún problema con eso porque no tenía nada que hacer. Acabé el trabajo en dos horas y después de enviar los escritos por correo electrónico, me despedí sin hablarle a nadie. No tenía ningún tema de conversación que ofrecer a mis compañeros y en el trabajo no se nos permite platicar.

El tráfico era estresante. Luego de media hora en la que mi vehículo camino a vuelta de rueda, observé un auto rojo (creo que era un Chevy) aplastado por las ruedas de un camión amarillo de esos que son propiedad de alguna empresa destinados a trasladar a los empleados al lugar de trabajo. Los paramédicos y la policía de tránsito ya prestaban atención al suceso. Adentro del coche alcancé a ver la figura de un niño muerto, bañado en sangre, y los médicos no podían sacarlo porque la puerta estaba cerrada. Vi el reloj y me di cuenta de que ya era tarde. Estaba bañado en sudor.

Abrí la puerta de la casa. Me acordé que mi mujer no salía del trabajo hasta muy noche y mis dos hijos pasarían todo el fin de semana en un campamento con los scouts. La comida estaba en el refrigerador: unas tortas de papa, arroz y ensalada. Calenté el platillo en el horno de microondas y luego me lo acabé sin muchas ganas. No tenía hambre y quería dormir.

Cuando me desperté, eran las seis de la tarde. Soñé que mis hijos corrían adelante de mí a lo largo de una banqueta que no reconocí. Alegres y con energía, me decían ‘papi, papi, ven a jugar con nosotros’, y yo iba detrás de ellos, aunque no tenía ánimo de jugar. Dormí cerca de dos horas. Tengo un amigo que asegura que si uno sueña con sus hijos, es señal de que las cosas resultan bien. Tal vez esté en lo cierto, pero no me interesa.

Fui al billar para reunirme con mis amigos. De pronto, uno de ellos me recibe en la puerta con el periódico donde aparecía mi fotografía, y luego todos los demás comenzaron a reírse y hacer bromas. Rafael, mi mejor camarada del grupo, me dijo a solas si no tenía ningún remordimiento de conciencia, qué pasaría si mi familia se enteraba y mencionó que si yo sufría las consecuencias naturales de mi acto, él de todos modos seguiría siendo el mejor de los amigos y daría su apoyo total. Le respondí que estaba bien, que no era un profeta para predecir sobre el estado de ánimo de familia en caso de saber lo del periódico y que me sentía capaz de arreglármelas sólo sin necesidad de pedir auxilio.

Cansado de la música que ponían en la rockola y medio enojado porque no ganaba ningún juego, abandoné el billar. Ya en la calle, distinguí en la parada de un semáforo a un niño que lavaba el vidrio de una camioneta con cajuela. Como pago por el servicio de limpieza, la conductora le regaló una pieza de pollo frito enrollada en una servilleta de papel. La camioneta se alejó, el chico se volvió a la baqueta sin alzar la vista y tiró el pollo. Tuve la necesidad de fumar para aminorar el viento frío de la noche y compré una cajetilla de cigarros.

Más adelante, noté a cierta distancia a un hombre que se tambaleaba en la banqueta por donde yo iba. Se paró enfrente de una casa, seguramente su casa, y tocó el cancel con una moneda. De repente, desde adentro lanzaron una botella de cerveza de vidrio a la calle. El hombre esquivó el proyectil y el envase estalló con fuerza en el pavimento. Mientras, se escuchaban gritos y palmadas. Me crucé de banqueta para evitar pisar los pedacitos de vidrio. Al alejarme de allí, pensé que no valía la pena denunciarlos ante la policía. Eran parientes míos y no quería problemas con ellos.

Me paré en una refaccionaria a comprar aceite para el motor y un lubricante para mi coche. Don Pepe, encargado del local, me entregó la cuenta. Sabía que me cobraba dinero de más, pero no quise discutir con él ni tenía ánimos para regatear. Le pagué y me traje las dos botellas en una bolsa de plástico sin agarraderas.

En el camino encontré a Mauricio, amigo mío que tiene una carnicería. Después de saludarlo, me confesó que su hija, de 17 años, estaba embarazada. Decía sentirse agobiado y enojado con el sinvergüenza del novio. “Es un inútil, no sabe hacer nada”, me repetía a cada rato. Luego me pidió un consejo. Le dije que no me sentía capaz de decirle algo, y que no era bueno dando consejos. Desilusionado y molesto, Mauricio me dijo, “a ti no te interesan los demás, ¿verdad, cabrón?” y se alejó. Al rato, empezó a dolerme el cuello por la acumulación de fatiga.

Regresé a mi casa. Prendí la televisión para que hiciese algo de ruido. Me bañé y me puse ropa para dormir. Observé mi rostro en el espejo y noté que llevaba varios días sin rasurarme, así que me quité los pelos con una navaja. Recordé todos los acontecimientos del día para asegurarme de que fuera igual a los otros días. Me reconforté mucho al darme cuenta que así era.

Como a las diez de la noche llegó mi esposa, Berenice. Me di cuenta por esa singular manera que tiene de abrir la puerta, dando un jalón brusco a la llave y dejando que la puerta se azote con fuerza contra la pared. Sin embargo, percibí que ese acto en apariencia cotidiano tenía una variable que logré descifrar cuando con el rostro descompuesto y su cuerpo a punto de desplomarse, me mostró la fotografía del diario de hoy.

Recuerdo que me dijo algo así como: “Hijo de puta, ladino, miserable. ¿Cómo pudiste hacerle esto a mí y a tus hijos?”. Luego corrió a su cuarto, empezó a hacer la maleta y me gritó “la casa es tuya, pero me encargaré de que mis hijos no vuelvan  a verte jamás”. Sentí que tenía algo que decir y le pedí que no hiciera locuras. No me escuchó.

Ya en la puerta, bastante alterada, me preguntó si no tenía motivo para disculparme y si estaba consciente de lo que había hecho. Le contesté que tenía tantas cosas en la cabeza que me sentía incapaz de explicar el asunto de la fotografía. Ella me preguntó si estaba arrepentido. “Claro que sí”, respondí. No me creyó.

Obstinada en irse con la noche encima, mi prudencia la invitó a dormir en la casa: “Ya habrá tiempo de esclarecer ese tema, te lo prometo”. Berenice no dijo una sola palabra, lloraba profusamente y no me miraba. Tras minutos de silencio, habló:

“Lo que más me pone triste es que no muestres nada de arrepentimiento. ¡Mírate!, estás allí de pie como si nada hubiera pasado. Es como si no te importara. ¡Dime algo, lo que sea!”

“Vamos a dormir, tengo mucho sueño y estoy cansado”, fue lo único que le dije.

Se fue.

Cuando me acosté, sentí bastante frío. Desdoblé una cobija guardada en el ropero de mi esposa, me la arropé en todo mi cuerpo y el frío no desapareció. Ya no tenía sueño y me senté en la sala. Busqué en mi pantalón que llevé puesto todo el día la cajetilla de cigarros. Fumé con premura los tres únicos cigarros que tenía la caja. Miré la calle por la ventana de la sala; vacía y arrullada por el canto de los grillos. Chequé el reloj, faltaban diez minutos para la media noche. Reparé en que el microondas seguía encendido y con la puerta abierta, desconecté el aparato y reflexioné sobre el cuantioso gasto de energía que necesitan los objetos que no brillan con luz propia.
  

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