Leí una novela en el que su
protagonista decía: “se siente la necesidad de hacer algo, de ir a alguna parte”.
La frase aplica como anillo al dedo en mi vida, y supongo que esa sensación de
moverse surge de ver a aquellos por quienes sentimos admiración del legado que
presumen. La historia de una mujer que
trabaja en una oficina como secretaria y recepcionista, soltera, hermana de
muchos y tía de otros tantos, tiene sentido en una actualidad hambrienta de
referencias para sostenerse al mundo. Al menos para mí, hurgar en su legado tiene
una gran importancia. Me refiero a usted, Blanca Valdez Padilla, que hoy cumple
un año más de vida.
Momento idóneo para redescubrir vivencias
tan comunes que se vuelven leyendas. Como las veces que nos decía, “y no quiero
que se levanten de la mesa hasta que el plato esté limpiecito, mis cabrones”. Decías
aquello por joder, ciertamente, pero en aquellas confrontaciones me parece
hallar la génesis de un carácter fuerte, capacitado para soportar las más duras
tormentas y poner el ejemplo con la práctica. O las tardes de lotería, esas en
las que admiré su prodigiosa memoria al jugar hasta con cuatro plantillas a la
vez y me divertí con sus berrinches cada vez que no ganabas el juego y exigía
justicia al que gritaba los nombres de las cartas que revisara bien la baraja.
Había veces que a su memoria le faltaba concentración, pero ¡ah como nos
divertíamos!
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Confieso que hay muchas veces que
me fastidia ir a su casa. Soy un hombre comodino y amante de los placeres
mundanos (confort) que ofrece mi hogar, lo reconozco. También confieso mi
incredulidad por su insistencia en que la vaya a ver, cuando la mayoría del
tiempo me repliego en la soledad y no le dirijo más allá de diez o quince
palabras en las seis horas que estoy allí. Pero con una simple mirada, un
simple beso en la mejilla y una sola pregunta, “¿cómo estás?”, solo eso es
suficiente para saber que usted está allí, y yo estoy presente. Para quererla
como a una madre, y para amarme como a un hijo.
No sé si podré cumplirle aquella
promesa que le hice cuando era niño. Le dije que iba a comprarte un auto
deportivo, esos de asientos movedizos y techo convertible, cuando fuera adulto
y ganara dinero. Todos hemos dicho muchas cosas, de las que podemos arrepentirnos
o simplemente dispensarlas como parte del anecdotario. No me pida el auto,
porque no lo voy a tener. Elegí una
carrera destinada a los ascetas, paraíso de los agujeros legales en materia
laboral, pero semilla de una gran parte de lo que soy ahora. Espero que esté
orgulloso de mí, como la vez que brillaron sus ojos cuando me puso el birrete y
la toga para mi graduación de preparatoria o la vez que me ayudó a comprar la
computadora con la que ahora escribo estas palabras.
Usted fue la primera en llamarme
por el nombre, del cual lleno los registros escolares y las identificaciones
oficiales. Las muestras de afecto y cariño de los seres que me aman tienen
sentido al ser prologadas con el nombre propio. Prácticamente me hizo ser parte
del mundo y tener una identidad propia desde el comienzo. Ahora la mayoría me
llama Andrés, y el recuerdo de aquel sacerdote, el hombre que la rescató de la minusvalía
escolar y le ayudó a estudiar Secretariado para conseguir el trabajo que tiene
ahora, ese sujeto al que nunca he conocido en persona, me llega a la mente. Tal
vez la historia sería diferente si sólo me llamara Carlos, como mi padre, pero
hacía falta una segunda identidad, la cual cobró vida hasta lograr su
independencia, y hacerme más diferente y único al mismo tiempo. Tal vez yo no
fuera el mismo si se refirieran a mí como Carlos hijo. Y eso fue gracias a
usted.
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Usted es bien peleonera. Libra
batallas imposibles y crispa los pelos cuando empiezas a retar a alguno de los
sobrinos a que se atraganten con las tortillas o el arroz de las comidas
domingueras. A veces me dan ganas de ponerme audífonos o salir corriendo, pero
luego me río y me tranquilizo. Su locura es sana, hasta agradable de
atestiguar. Finalmente, es así como ejerce su docencia. En ese sentido, sus
enseñanzas han sido vastas y valiosas, aunque arrojadas con la fuerza que viaja
una roca grande hacia el precipicio de un barranco. Pero la docencia que marca es
aquella que se hace escuchar.
Eso sí, la fortaleza no se
muestra a gritos, porque es debilidad. No le grite tanto a mi abuelo, tal vez
hubo muchas conductas de él que no le gustaron, pero ya es un hombre mayor y
merece un mejor trato. A veces pienso que hay días en que las hermanas Valdez
Padilla disfrutan de tirarse cacerolazos una a la otra, imponga algo de cordura.
Déjese querer un poco más por los niños, no muerden (tal vez ese consejo debo aplicármelo
yo mismo) y miénteles la madre en buen plan, con ese arrullo tan suyo con el
que haces reír a los bebés. Tire sus
máscaras de jefe de tránsito regañado a la basura. No las necesita. El mundo ya
tiene demasiados actores en escena.
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Una noche, me apersoné con mi
cuerpo de pre púber en una reunión de adultos, en casa de tía Trina. Estaban
mis tíos, algunos primos a los que se les asomaban las ganas de casarse, mis
abuelitos y mis padres. Me preguntaron si me parecía ver en ti a una persona
normal o discapacitada. Respondí que eras una mujer normal. Mi padre me dio un
sermón esa noche sobre el hecho de que usted era una mujer discapacitada, y
casi me mostró las muletas y la silla de ruedas que usted tiene como evidencias
nunca antes vistas. No respondí con propiedad. Pero hoy considero que el hecho
de que no pueda caminar con los dos pies o requerir de la ayuda de terceros
para ir al trabajo no significa que sea una mujer discapacitada. Las piernas
inmóviles de accidentes lejanos son sólo testimonios de la lucha de alguien que
desafió al mundo, miró de frente a las circunstancias, y logró bordar una
carrera laboral y una familia que le tiene aprecio. Muchos “normales” no hacen
eso. Tú legado, hecho con las herramientas que ofrecen las ideas que viajan de
la cabeza al firmamento, es único y propio, ejemplo y admiración de terceros.
No sé si la discapacidad que hoy
tiene fue agravada aquel día, en la casa de Tangancícuaro donde mi abuelo hacía
el bolillo más caliente y migajón del pueblo. Cuando me dijeron que había llegado, corrí para abrazarla, pero usted no estaba preparada para responder a ese
abrazo y la tumbé al suelo. Me regañaron y me sentí culpable. Hoy, entiendo que
aquel arrebato debió ser repetido mayor número de veces. Mil veces preferible
noquear a un familiar de afecto que despreciarlo en la indiferencia. Sólo fue
una caída, dirá usted. Es cierto, sólo fue una caída, con todo lo que eso
significa recordarlo ahora. Hoy le daré de nuevo ese abrazo, nada más sosténgase
de alguna parte.
Muchas felicidades
Andrés
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