lunes, 23 de abril de 2012

Homenaje al libro.


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Amado por “culturetas” de ocasión y defenestrado por personas que sólo pueden sumar cifras de dos dígitos por calculadora, el libro es parte de la vida de toda la humanidad. Bandera de egocentrismo académico y estigma para conseguir novia de cuerpo sospechosamente anoréxico,  refugio para personas solitarias y tema de conversación en Starbucks, los libros son vituperados, amados, coleccionados, maltratados, fotocopiados, autografiados y rayados con marcadores de aceite desde tiempos remotos. El libro, en este día de fiesta, es el pretexto perfecto para decir: “He leído a Dostoievski y a Víctor Hugo”, y que nuestros amigos se sorprendan mientras piensen, “nuestro amigo es un pinche ratón de biblioteca, de seguro no tiene vida social y debe ser un sangrón de primera”.

Hay gente que compra los libros por la legibilidad de sus caracteres, la calidad de la pasta dura, el colorido de la portada, el porcentaje de descuento que poseen o la cantidad de páginas que contiene. Pocos, por no decir nadie, los adquiere por la calidad del escrito o la importancia cultural del autor. Eso sí, hay una convención que nunca cambiará en un cliente de librería. Es el acto casi religioso de adquirir un libro nuevo, arrancarle el plástico, oler con fruición las hojas, para acto seguido alzar el ejemplar en algún rincón olvidado de tu casa y no volverlo a abrir hasta que el blanco del papel se vuelva amarillento. También el café es parte del modus vivendi de un lector, usado como energético para afrontar la pesada penitencia de leer “Ulises” de James Joyce o entender las ecuaciones de Baldor.

Los libros, ese sinónimo de cultura tan sobreestimado y tan infravalorado a la vez. Existen académicos, influidos por los postulados del posmodernismo, que piensan en emular a Umberto Eco y quieren descubrir intenciones ocultas hasta en la tipografía del texto. Pretenden que el libro sea el centro del mundo y del conocimiento, cuando no es más que una porción, como el ciego que toca la oreja del elefante y cree que es un papalote o algo similar. Pero también están los profetas del empirismo “a la fuerza”, que no leen libros porque son un fastidio pero siguen siendo timados por los comerciantes, perdiendo sus empleos, y empleando un vocabulario cuyas palabras pueden contarse con los dedos de las manos.

Mi relación con los libros es un mundo de claroscuros. He leído buenos, malos, muy malos, pésimos, y la obra de autoayuda de Osho y Og Mandino. Grandes novelas como “Los Miserables”, “Crimen y Castigo” o “Grandes Esperanzas” han deleitado mis ratos libres con historias épicas. Pero no todo es disfrute. He sufrido con Marvin Harris gracias a los reportes de lectura de Antropología, he reído con las descripciones tan arquetípicas de Dan Brown, he sufrido de quebrantos en mi razón tratando de entender una sola oración de Jurgen Habermas o Martin Heidegger, y no terminé de colorear “Huckleberry Finn”, en su versión infantil. Logré sacar decenas de ejemplares de las bibliotecas para entregarlos en la mitad de su lectura luego de una semana, deshojé la Biblia cuando era niño porque me gustaba cargarla bajo mi regazo como evangelista o testigo de Jehova y aprendí que gente como Shaquille O’Neal, Rhonda Byrne o el imbécil que tradujo “El Gran Gatsby” de Scott Fitzgerald deben tener una orden de restricción a escribir libros.

 George Bush hace gala de su erudición y vasta afición a la lectura
Nunca olvidaré aquellas tardes en las que, sin mucho por hacer en los tiempos muertos en el Internado donde estudié la primaria, sacaba mi libro de historia de México de sexto año y leía acontecimientos que en aquel momento me parecían impresionantes. Me imaginaba siendo Pedro María Anaya, respondiendo a los invasores gringos con ademanes declamatorios, “si tuviéramos parque, ustedes no estarían aquí”.  O Ignacio Zaragoza, con sus lentes de Nerd del siglo XIX,  comunicando al presidente Juárez “las armas nacionales se han cubierto de gloria”, aunque un año después de la Batalla de Puebla el ejército francés hizo inútil aquella victoria militar. Con ese libro también aprendí que Guadalupe Victoria no era una señora vieja que rezaba todos los días en la iglesia y que de la guerra cristera hasta nuestros tiempos México es un país moderno y con progreso, lleno de paz y prosperidad. Bueno, era la inocencia de niño.

Reconozco que soy un ejemplar exótico a la hora de hablar de los libros. Excentricidad que llega a ser “farolismo”, como esas personas que acuden a conciertos de Plácido Domingo sin tener una jodida idea (o al menos sensibilidad) sobre música clásica. Me acuerdo de los títulos de muchas obras y de los nombres de cientos de escritores, pero la mayoría pendientes por leer. Cargo con cinco o seis libros en la mochila, para entretenerme con los semáforos de las avenidas o la música de piano tan soporífera que ponen de “soundtrack” en algunos camiones. Me atiborro de datos inútiles en las enciclopedias generales (como el nombre de una escritora bosnia desconocida o el tamaño del planeta Urano), pantagruélico de conocimiento, y al día siguiente me olvido de esa información, con una  memoria que empequeñece cual Gulliver en Lilliput, país de los enanos.

¿Cómo escribió este hombre su libro?. Peor aún, ¿sabe que lo escrito en esa especie de ladrillo representa un libro?


El que no lee ni los volantes de restaurantes orientales, es objeto de escarnio público, aunque una mayoría aplastante prefiera ver los melodramas de Televisa o las adaptaciones del “Señor de los Anillos” en el cine. Nuestro muñeco de plástico, Enrique Peña Nieto, el hombre del pelo más enhiesto del país, en vez de adjudicar libros de Carlos Fuentes a Enrique Krauze, debió reflexionar. “Aquellos que me critican por mi fodongería lectora son los mismos que escriben con emoticones y ortografía cavernaria, que seguramente tampoco han leído de un libro más que la contraportada y reprueban exámenes de lecto-comprensión en sus escuelas”. Al fin y al cabo, los que leen muchos libros no hacen ganar elecciones. Gracias a Dios, añado.

Aunque haya voces agoreras que pronostiquen la defunción del libro (una tontería cuya bibliografía cubriría todas las estanterías de la Biblioteca del Congreso en Washington), este seguirá existiendo. Será protagonista de grandes acontecimientos, como lecturas en voz alta los 23 de abril, objeto de cambalache en tianguis culturales patrocinados por departamentos de cultura estatales, como base para recargar proyectores en las universidades, objeto de veneración por acumuladores de polvo y tierra, y objeto contundente para golpear cabezas de personas non gratas. Pero, haciendo un análisis más sereno y al mismo tiempo más entrañable, el libro es la columna que sostiene el mundo, el transmisor del legado de toda una especie. Gracias a nosotros mismos, la humanidad, por regalarnos el único objeto de valor en este mundo, el puntal de la civilización moderna. El libro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario