Por Carlos Andrés
Gallegos Valdez
Siento una atracción inexplicable
por los diccionarios. Tal vez haciendo honor a mí comer desmesurado, tengo
predilección por los diccionarios cuya amplitud recuerdan a los banquetes. Diccionarios tan gordos que se desparraman en varios tomos y tan
pesados que se podrían usar en los gimnasios. Diccionarios enciclopédicos que
lo tienen todo, léxico florido, lenguaje pomposo, biografías parcas y
mapamundis coloridos. Diccionarios especializados que nunca se dan a entender,
apabullan a los advenedizos e inconforman a los eruditos. Diccionarios que te
reciben con un soplido de polvo porque casi no se leen y otros que cojean de
alguna pasta porque no los saben tratar. Diccionarios escolares, confeti que
adornan las papelerías y que deberían incluir un microscopio para ver las
letras. Diccionarios cuya vastedad
incluyan todas las palabras de las bibliotecas, todos los dichos de las
conversaciones, todas las retóricas de los discursos y todos los conceptos de
las ciencias. Diccionarios que encierren el mundo conocido para comprender
mejor la vida. Diccionarios, amigos con la palabra que completa la intención del
decir, anticuarios de un tesoro en permanente renovación, maestros que
explican, pedantes que aparentan conocer, siempre concisos y nunca difusos,
aunque a veces demasiado obvios (Devolución:
acción y efecto de devolver).
Cuando era niño, en los tiempos
libres del Internado para niños donde estudiaba la primaria, solía llevar a
todos lados un diccionario. Leía aquellas letras diminutas sin mucha atención, prefería
mirar aquellas palabras en negritas, pasar con avidez las páginas, pesar el
libro con las manos, oler las hojas amarillentas y mientras tanto, imaginarme
con la propiedad de todo ese vocabulario y mis planes de explotación de esa posesión.
Pasaba horas cargando aquel tumba burros como lectura y fetiche, satisfecho de
tener aquel salón de trofeos donde todas las palabras coleccionadas muestran su
brillo iluminador. Aquel pobre diccionario, cansado de tantos trotes y costales
en el lomo, se avejentó con premura. Primero fueron las pastas, luego parte del
lomo se dislocó y el hueso se zafó en forma de delgados hilos, se ensució con
la tierra donde yo solía dejarlo mientras jugaba futbol, y al final muchas hojas
se desprendieron. Lo dejé morir antes de perder todo el vocabulario, hasta que
mi mamá recogió el cadáver y lo sepultó en una bolsa de basura.
Aprendí a encontrar las palabras
con rapidez de cronómetro. Mientras otros niños se extraviaban buscando “numismática”,
comenzando de la letra “n”, yo aprendí a viajar por el diccionario con
habilidades de taxista, sabiendo las principales rutas y avenidas, y los modos
de cortar trayectos para ganarle tiempo a la congestionadas urbe de las
palabras. En las tardes, una joven profesora no suficientemente valorada de
nombre Mayte nos ponía a buscar palabras en los diccionarios destartalados y
pintarrajeados que estaban apilados en unos casilleros. Una actividad lúdica
destinada para acelerar el paso rumbo al atardecer sirvió para aprender léxico
extravagante y pulir mi lupa detectivesca en un libro de pistas ordenadas, pero
con archivos gigantescos.
Luego vi una película de Woody
Allen, “Pícaros ladrones”, donde una pareja que se hizo millonaria vendiendo galletas
memorizaba todas las palabras que empezaban con la letra “a” para conquistar sofisticación
y alta cultura. Iban a empezar con la letra “b”, pero el filme terminó con
Allen y su esposa igual de brutos que antes. En algún momento de la proyección
cinematográfica, albergué la esperanza de
emular a ese matrimonio con la mano guiadora de mi memoria registradora de
datos inútiles y chucherías varias. Pero
luego me topé que mi diccionario enciclopédico (de recién compra) tenía como
doscientas mil palabras y desistí de ofrecerle semejantes empachos a mi cerebro
subiendo aquella torre de Babel de la lengua castellana. Tal vez debí aprender
otras cosas de aquella película, como poner un negocio para ganar dinero, o al
menos, robar un banco como lo intentó Woody Allen, actor hecho para las
sesiones de diván del psicoanálisis, nunca para planear asaltos.
Un niño me hizo plática y
aprovechando que tenía mi diccionario, me pidió buscar en él palabras obscenas.
“¿Sí está “pendejo” en el diccionario?, a ver, dime qué es lo que dice”, me
decía risueño y a la vez interesado. Leyendo las definiciones, era evidente que
aquel diccionario no tenía el alma pícara del lépero o del artesano de albures,
eran explicaciones demasiado escuetas, formales, y no venían los ejemplos en
manuscritas. Con la curiosidad instaurada,
los dos nuevos amigos buscamos puto, baboso, verga, entre otras elegancias.
Como era un niño excesivamente bien hablado (cuando decía algo), en un
principio me perturbaba encontrar aquellas palabrejas en un libro muy educado.
Pero los mejores diccionarios contienen todas las palabras, incluso las
bochornosas que ruborizan a los beatos y festejan los pelados. Luego me enojé
con unos compañeritos y, haciendo un uso apropiado de las reglas gramaticales
del número, les dije a grito llorón “chingen a sus madres”, para que ninguno
quedara exento de mi desprecio.
Con los diccionarios
enciclopédicos aprendí a memorizar nombres. Así, podría saber que Alejo
Carpentier era un escritor cubano autor de “El recurso del método”, sin leer la
mencionada obra. Un saber de trivia, importante para ganar juegos de Maratón y
ser juzgado de “enciclopedia andante” en las conversaciones, pero sin la
profundidad o el conocimiento extendido del dato. Me gustan los diccionarios
enciclopédicos porque generan un convencimiento inicial de sabiduría total.
Allí está todo, esos libros son dioses que todo lo ven y todo lo saben. Pero no
terminas por congeniar con estos seres, demasiado serios y escuetos para
generar amistades largas, como las novelas. Son gente que charlan para ganar
debates escolares o en los minutos previos de los exámenes, son el chico listo
de la clase que responde dudas con cierta condescendencia y saca dieces. Pero
les falta la chispa de los diálogos disparatados y las risas que provocan las
anécdotas más extravagantes. La desmesura de las enciclopedias resumen el mundo
pero no terminan por explicarlo, es un novio de beso, pero torpe para las
caricias lascivas del amante. Al final, las enciclopedias me atraen, pero
terminan por volverse predecibles en el tono, aunque vastas en el contenido.
En mi vida me he topado con
muchos diccionarios y me he propuesto resumirlos de algún modo. Los diccionarios
de inglés-español, por ejemplo, traducen la palabra pero omiten los sentidos,
volviendo su propósito principal, traducir, en una labor siempre imperfecta y
mutilada. Mejores son los diccionarios con las definiciones en inglés, pero su
abundante léxico siempre termina por hacerme usar el diccionario
inglés-español, ese muchacho tísico que palidece en dos idiomas. Los
diccionarios filosóficos, por otro lado, se vuelven tratados mastodónticos de
temas que se entienden mejor en la práctica (la moral), simples recopiladores
de biografías o evangelios según San Bunge, San Voltaire o el beato Savater
(este último no alcanza la canonización para los feligreses de la filosofía).
Los diccionarios especializados en ciencias sociales parecen guías telefónicas,
repletas de nombres propias y números de cita; los que hablan de ciencias
naturales se asemejan a guías telefónicas escritas en alfabeto chino o cirílico.
Los diccionarios de literatura sirven muy bien como catálogo para comprar en
las librerías. Finalmente, los glosarios, pequeños diccionarios que se anexan en
la parte final de los libros académicos, terminan por ser la sección más
consultada y leída de todo el texto. Pienso que los diccionarios generales
terminan de ser más satisfactorios que los especializados, porque al menos
contienen los vocablos que dice todo el mundo y no los que usan unos cuantos.
Agradezco a los diccionarios por
ampliar mi afición a la lectura, reconocer la riqueza del lenguaje que hablo y
escribo, y amar la personalidad propia que desprende cada palabra, apreciar su
identidad y admirar a quienes las usan con mano diestra para dotarle
significados estimulantes mediante la literatura o las charlas. Diccionarios a
los que nunca entiendes las abreviaturas que preceden a las acepciones.
Diccionarios que terminan fatigados por aprehender todos los significados y
matices de las palabras. Diccionarios que me recuerdan la infancia, los sueños,
la vida, emociones inabarcables que estos libros intentan capturar con el largo
inventario que archivan alfabéticamente en sus abundantes registros.
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