martes, 29 de abril de 2014

Mi gusto por los diccionarios

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Siento una atracción inexplicable por los diccionarios. Tal vez haciendo honor a mí comer desmesurado, tengo predilección por los diccionarios cuya amplitud recuerdan a los banquetes. Diccionarios tan gordos que se desparraman en varios tomos y tan pesados que se podrían usar en los gimnasios. Diccionarios enciclopédicos que lo tienen todo, léxico florido, lenguaje pomposo, biografías parcas y mapamundis coloridos. Diccionarios especializados que nunca se dan a entender, apabullan a los advenedizos e inconforman a los eruditos. Diccionarios que te reciben con un soplido de polvo porque casi no se leen y otros que cojean de alguna pasta porque no los saben tratar. Diccionarios escolares, confeti que adornan las papelerías y que deberían incluir un microscopio para ver las letras.  Diccionarios cuya vastedad incluyan todas las palabras de las bibliotecas, todos los dichos de las conversaciones, todas las retóricas de los discursos y todos los conceptos de las ciencias. Diccionarios que encierren el mundo conocido para comprender mejor la vida. Diccionarios, amigos con la palabra que completa la intención del decir, anticuarios de un tesoro en permanente renovación, maestros que explican, pedantes que aparentan conocer, siempre concisos y nunca difusos, aunque a veces demasiado obvios (Devolución: acción y efecto de devolver).

Cuando era niño, en los tiempos libres del Internado para niños donde estudiaba la primaria, solía llevar a todos lados un diccionario. Leía aquellas letras diminutas sin mucha atención, prefería mirar aquellas palabras en negritas, pasar con avidez las páginas, pesar el libro con las manos, oler las hojas amarillentas y mientras tanto, imaginarme con la propiedad de todo ese vocabulario y mis planes de explotación de esa posesión. Pasaba horas cargando aquel tumba burros como lectura y fetiche, satisfecho de tener aquel salón de trofeos donde todas las palabras coleccionadas muestran su brillo iluminador. Aquel pobre diccionario, cansado de tantos trotes y costales en el lomo, se avejentó con premura. Primero fueron las pastas, luego parte del lomo se dislocó y el hueso se zafó en forma de delgados hilos, se ensució con la tierra donde yo solía dejarlo mientras jugaba futbol, y al final muchas hojas se desprendieron. Lo dejé morir antes de perder todo el vocabulario, hasta que mi mamá recogió el cadáver y lo sepultó en una bolsa de basura.

Aprendí a encontrar las palabras con rapidez de cronómetro. Mientras otros niños se extraviaban buscando “numismática”, comenzando de la letra “n”, yo aprendí a viajar por el diccionario con habilidades de taxista, sabiendo las principales rutas y avenidas, y los modos de cortar trayectos para ganarle tiempo a la congestionadas urbe de las palabras. En las tardes, una joven profesora no suficientemente valorada de nombre Mayte nos ponía a buscar palabras en los diccionarios destartalados y pintarrajeados que estaban apilados en unos casilleros. Una actividad lúdica destinada para acelerar el paso rumbo al atardecer sirvió para aprender léxico extravagante y pulir mi lupa detectivesca en un libro de pistas ordenadas, pero con archivos gigantescos.

Luego vi una película de Woody Allen, “Pícaros ladrones”, donde una pareja que se hizo millonaria vendiendo galletas memorizaba todas las palabras que empezaban con la letra “a” para conquistar sofisticación y alta cultura. Iban a empezar con la letra “b”, pero el filme terminó con Allen y su esposa igual de brutos que antes. En algún momento de la proyección cinematográfica, albergué la esperanza  de emular a ese matrimonio con la mano guiadora de mi memoria registradora de datos inútiles y chucherías varias. Pero luego me topé que mi diccionario enciclopédico (de recién compra) tenía como doscientas mil palabras y desistí de ofrecerle semejantes empachos a mi cerebro subiendo aquella torre de Babel de la lengua castellana. Tal vez debí aprender otras cosas de aquella película, como poner un negocio para ganar dinero, o al menos, robar un banco como lo intentó Woody Allen, actor hecho para las sesiones de diván del psicoanálisis, nunca para planear asaltos.

Un niño me hizo plática y aprovechando que tenía mi diccionario, me pidió buscar en él palabras obscenas. “¿Sí está “pendejo” en el diccionario?, a ver, dime qué es lo que dice”, me decía risueño y a la vez interesado. Leyendo las definiciones, era evidente que aquel diccionario no tenía el alma pícara del lépero o del artesano de albures, eran explicaciones demasiado escuetas, formales, y no venían los ejemplos en manuscritas.  Con la curiosidad instaurada, los dos nuevos amigos buscamos puto, baboso, verga, entre otras elegancias. Como era un niño excesivamente bien hablado (cuando decía algo), en un principio me perturbaba encontrar aquellas palabrejas en un libro muy educado. Pero los mejores diccionarios contienen todas las palabras, incluso las bochornosas que ruborizan a los beatos y festejan los pelados. Luego me enojé con unos compañeritos y, haciendo un uso apropiado de las reglas gramaticales del número, les dije a grito llorón “chingen a sus madres”, para que ninguno quedara exento de mi desprecio.

Con los diccionarios enciclopédicos aprendí a memorizar nombres. Así, podría saber que Alejo Carpentier era un escritor cubano autor de “El recurso del método”, sin leer la mencionada obra. Un saber de trivia, importante para ganar juegos de Maratón y ser juzgado de “enciclopedia andante” en las conversaciones, pero sin la profundidad o el conocimiento extendido del dato. Me gustan los diccionarios enciclopédicos porque generan un convencimiento inicial de sabiduría total. Allí está todo, esos libros son dioses que todo lo ven y todo lo saben. Pero no terminas por congeniar con estos seres, demasiado serios y escuetos para generar amistades largas, como las novelas. Son gente que charlan para ganar debates escolares o en los minutos previos de los exámenes, son el chico listo de la clase que responde dudas con cierta condescendencia y saca dieces. Pero les falta la chispa de los diálogos disparatados y las risas que provocan las anécdotas más extravagantes. La desmesura de las enciclopedias resumen el mundo pero no terminan por explicarlo, es un novio de beso, pero torpe para las caricias lascivas del amante. Al final, las enciclopedias me atraen, pero terminan por volverse predecibles en el tono, aunque vastas en el contenido.

En mi vida me he topado con muchos diccionarios y me he propuesto resumirlos de algún modo. Los diccionarios de inglés-español, por ejemplo, traducen la palabra pero omiten los sentidos, volviendo su propósito principal, traducir, en una labor siempre imperfecta y mutilada. Mejores son los diccionarios con las definiciones en inglés, pero su abundante léxico siempre termina por hacerme usar el diccionario inglés-español, ese muchacho tísico que palidece en dos idiomas. Los diccionarios filosóficos, por otro lado, se vuelven tratados mastodónticos de temas que se entienden mejor en la práctica (la moral), simples recopiladores de biografías o evangelios según San Bunge, San Voltaire o el beato Savater (este último no alcanza la canonización para los feligreses de la filosofía). Los diccionarios especializados en ciencias sociales parecen guías telefónicas, repletas de nombres propias y números de cita; los que hablan de ciencias naturales se asemejan a guías telefónicas escritas en alfabeto chino o cirílico. Los diccionarios de literatura sirven muy bien como catálogo para comprar en las librerías. Finalmente, los glosarios, pequeños diccionarios que se anexan en la parte final de los libros académicos, terminan por ser la sección más consultada y leída de todo el texto. Pienso que los diccionarios generales terminan de ser más satisfactorios que los especializados, porque al menos contienen los vocablos que dice todo el mundo y no los que usan unos cuantos.

Agradezco a los diccionarios por ampliar mi afición a la lectura, reconocer la riqueza del lenguaje que hablo y escribo, y amar la personalidad propia que desprende cada palabra, apreciar su identidad y admirar a quienes las usan con mano diestra para dotarle significados estimulantes mediante la literatura o las charlas. Diccionarios a los que nunca entiendes las abreviaturas que preceden a las acepciones. Diccionarios que terminan fatigados por aprehender todos los significados y matices de las palabras. Diccionarios que me recuerdan la infancia, los sueños, la vida, emociones inabarcables que estos libros intentan capturar con el largo inventario que archivan alfabéticamente en sus abundantes registros. 

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