jueves, 24 de abril de 2014

BUSCANDO EN MIS PAPELES

Ensayos sobre lecturas, temas variopintos y otras ocurrencias

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

Esa música es de nacos

Confieso que tengo cierto miedo de exponer mis preferencias musicales. Temo al ‘qué dirán’ de las murmuraciones de los melómanos beatos, de los censores con el olor canino para distinguir los sonidos perfumados de los malolientes. Los caballeros de la buena música desenfundan sus espadas y las clavan en forma de etiquetas a los paganos. ¿Escuchas pop?, ¡pero si eso es música para mariquitas!; ¿reggaetón?, ¡pero si nada más te falta el solvente para monear!; ¡esas bandas para fresas y hipsters se cagan al escuchar el poder del metal!. Expresar tu ignorancia en la música te vuelve sensible a las orejas de burro, correctivo pedagógico de los maestros de orquesta. No tengo el alma estoica para sufrir escarnios públicos, flagelaciones que me ha tocado ver en páginas de Internet con jueces que acusan  con base en sentencias del tipo ¡Esto ya se volvió un Vive Latindio!, ¡Quédense con su festival de chakas mientras yo me voy a Coachella! o ¡estos villamelones no distinguen entre Frederic Chopin y Richard Clayderman!.

Tal vez por esa animadversión a ese Ministerio de la Verdad, creo concordar con el sociólogo francés Pierre Bourdieu cuando analiza el gusto musical y su capacidad de distinción entre grupos y clases sociales; "No hay quizá nada más difícil de soportar que los malos gustos de los demás. La intolerancia estética puede tener una violencia terrible. Los gustos son inseparables de las repulsiones; la aversión por estilos de vida diferentes es probablemente una de las más poderosas barreras entre las clases", señala en “El origen y la evolución de las especies de melómanos”, una entrevista recopilada en el libro “Sociología y Cultura”. Los sacerdotes que protegen el dogma incrustado en sus reproductores de música prefieren evitar a los infieles con la barrera de sus audífonos. Cada quien le reza a su santo, como los amantes de la ópera que detestan las melenas largas y los libretos nuevos, los músicos de jazz que se distinguen de los “cuadrados” o los llamados hipsters, que se desmarcan del “mainstream” recitando nombres de grupos tan desconocidos que parecen ficticios.

Continúa Bourdieu, "ser 'insensible a la música' es una forma especialmente inconfesable de barbarie: la 'élite' y las 'masas', el arte y el cuerpo...".  Yo aclararía “ser insensible a determinados géneros musicales o ser sensible a los géneros equivocados”. Si el metal es un montón de ruido, es que no entiendes la complejidad de tan agresivo sonido. Si los grupos de rock indie alternativo se oyen todos iguales, es que las corporaciones te taladraron el cerebro con Britney Spears o Lady Gaga. Si la cumbia te hace mover los pies, eres un pobre diablo que debe ser marcado con la Estrella de David de lo “naco”. ¿Cómo vas a saber de Schubert, si apenas te alcanza el capital cultural para escuchar recopilatorios gruperos proporcionados por algún Robin Hood que vende su mercancía a diez pesos?. Lo que pasa es que yo escucho a Radiohead, y tú a la Banda Astilleros, por eso no podemos hablar como hermanos de sangre.

Concuerdo que hay música interesante, con el suficiente potencial estético de emocionar el alma y el cuerpo. Y claro está, también hay música bastante mala e irritante. Pero siempre hay modo de proteger los oídos, aunque sea con una almohada.  Tampoco voy a pretender decir cuál música es buena o mala, porque como decía Le Rochefoucauld, citado por Bourdieu, "nuestro amor propio sufre con más impaciencia la crítica de nuestros gustos que la de nuestras opiniones".

II

Al final del viaje

Desde 1977, dos veteranos fotógrafos no dejan de retratar al Sistema Solar. Las lentes de sus cámaras le han proporcionado al hombre los mejores rostros de nuestros vecinos, los planetas, específicamente aquellos gigantescos compañeros que exhalan gas frío porque están alejados del calor del Sol (Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón, antes de que perdiera su reputación noble y pasara a ser un simple plebeyo de nuestro barrio). Las sondas Voyager 1 y Voyager 2 conocieron cara a cara los luminosos anillos de Saturno, el enigmático lunar que tiene Júpiter en la cara (los astrónomos la llaman la Gran Mancha Roja), y el agua congelada de Titán, satélite de Saturno, que disparó la imaginación de una segunda casa para el hombre, tema recurrente en escritores de ciencia ficción.

Estos fotógrafos ya no pueden volver a casa. Las sondas son invulnerables a la nostalgia y fueron bautizadas con la maldición del judío errante, aunque no cometieron crimen alguno para tal castigo. Seguirán captando el Universo hasta el 2025, fecha en que la NASA calcula sus epitafios.  Las Voyager, separadas una de la otra, son seres solitarios y vagabundos,  son la obra humana que más alejada está de la humanidad. Voyager 1 ya cruzó la frontera del Sistema Solar y se dirige al asilo  de ancianos del centro de la Vía Láctea, Voyager 2 está a punto de hacer lo mismo. Mientras tanto seguirán fisgoneando el entorno y le tomarán fotografías sin parar (no saben otro oficio), para ver si hallan nuevos soles y nuevos planetas.  Lo más probable es que no les alcance el tiempo.

Pero las sondas aún guardan la esperanza de abandonar la soledad de su destierro. Dentro de las Voyager, vienen unos discos de oro, con los sonidos de la Tierra que saludarán a la vida extraterrestre que tenga la fortuna de escucharlas. En esos discos, se grabaron bienvenidas terrícolas en más de 50 idiomas, imágenes de la Tierra y canciones representativas de las naciones del mundo. Si la hipotética vida inteligente encuentra la razón de ser de esos artefactos ovalados, la humanidad tendrá un compañero grano dentro de la inmensa arena del universo.

III

¿Por qué es necesario reírse en los velorios?

Si la muerte se entromete subrepticiamente en la conversación, siempre le hago la misma petición a mis padres. Cuando yo me muera, quiero que hagan una fiesta en mi honor. Que maten al cerdo más gordo, lo sirvan en carnitas y se saturen hasta la indigestión en memoria de mi cuerpo marchito.  Ese día, la música tiene que ser alegre y fácil de bailar. Quienes más me conozcan, armen un cónclave ruidoso para contar las tonterías, los atropellos, las seducciones fallidas y los rebuznos que solía hacer el difunto cuando aún tenía vida. Me gustaría que las risas ahogaran los llantos, para que la tristeza se difumine o al menos se sienta sonrojada entre tanta algarabía. Y si se olvidaron de reír, pueden contratar a alguien como Chivolito para que anime el ambiente con buenos chistes (a cual más colorados, mejor).

La ejemplar crónica de Alberto Salcedo Ramos, “El bufón de los velorios”, cuenta la historia de Chivolito, hombre al que contratan en un pequeño poblado de Colombia para amenizar las reuniones de los muertos. Más no puedo contarles, deben leer el escrito.  Pero si hay personas capaces de exorcizar la oscuridad y la adustez de los trajes negros que atavían los velorios con la afrenta espiritual de unas buenas risotadas (con todo y el incentivo del dinerito), tal vez mis visitantes al funeral se invadan de semejante virtud y eviten situaciones que suelen darse en los sepelios. Como el llanto gritón que pide respuestas a algo que no tiene solución y cuyo sofoco se contagia de unos a otros, terminando en inundación lo que antes era lluvia. O el abrazo tísico e impotente de quien da el pésame por mero contrato social.


Si me quieren tanto que no pueden evitar llorar mi descenso dantesco a los infiernos, al menos ríanse de la muerte en general.  En México lo hacemos desde mucho tiempo atrás, con los grabados de José Guadalupe Posada, los cráneos azucarados y la poesía satírica de las calaveritas que se ciñe al corsé de la rima. La risa puede convertir el adiós en una efusiva mandadera de besos y eufóricas pancartas verbales de agradecimiento y un más optimista “hasta luego”. Cuando su compañero Graham Chapman murió, los integrantes del grupo cómico británico Monty Python le cantaron “Siempre mira el lado brillante de la vida”, en vez de dedicarle recuerdos llorosos. O si nada de eso resulta, pídanle a Chivolito que les cuente el chiste del hombre de las dos próstatas. Ese nunca falla.


FRASE

“(…) quienes pretendan seriamente buscar o preservar la verdad deberían considerarse obligados a analizar de qué manera podrían expresarse sin las oscuridades, las ambigüedades o los equívocos a que están expuestos naturalmente las palabras de los hombres cuando no se pone cuidado en ellas” (John Locke. Ensayo sobre el entendimiento humano)

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