viernes, 18 de abril de 2014

CONVERSACIONES SOBRE LITERATURA

El periodismo, la necesidad del cambio y otras derivaciones

Parte I

“Sostiene Pereira” de Antonio Tabucchi

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Sabes que no suelo hablarle a mis retratos, porque salgo muy feo en las fotos y siento un ligero pudor de verme petrificado por el ojo de la cámara. Pero hoy haré una excepción. ¿Conoces el entusiasmo que provoca la lectura de un buen libro?, esos textos que al terminarlos quisieras restregárselos  en las caras de tus amigos, para que no demoren en leerlos también. Lecturas que necesitan ser conversadas para evitar que se pierdan en el desván de la memoria, donde la información se arrumba, se llena de polvo y agoniza entre humedades y oscuridad. Así que te platicaré sobre una novela que me ha hecho que quiera hablarte de un montón de cosas apretujadas en las cajones mohosos de mi cabeza,  porque creo que un libro al que solo puedes describir con un “es bueno” parco y poco explicativo, termina por ser intrascendente.


Te veo en la fotografía, como un niño sonriente de jardín de niños, con camisa blanca y un libro de cuentos de la selva en las manos. Nadie podría creer que aquel infante temeroso, callado, pero audaz y soñador, terminara estudiando una carrera cuyo oficio pide cada día más censurar nuestras emociones en beneficio de intereses que deben ser ocultos, silenciados, para que esos intereses mantengan su poder. En la novela de Tabucchi, Pereira es un periodista encargado de una sección cultural de un periódico de Lisboa, donde publica efemérides y cuentos, pero conoce a un joven, Monteiro Rossi, cuyos ideales terminan afectando la vida del viejo reportero. Pereira vive una existencia donde no puede comprometer su pensamiento, porque Portugal vive una dictadura que censura todas las ideas subversivas.

“…y el periodismo que se hace hoy en día en Portugal no prevé ni inconscientes ni provocadores, y eso es todo”. (Pág.33)

Tú sabes que en mi corta experiencia en el periodismo he vivido situaciones estimulantes, pero también he conocido las deformaciones y las heridas que la profesión esconde en su cuerpo. ¿Te acuerdas de aquella nota que no salió en el noticiero de Radio Universidad de Ocotlán por un payaso prepotente que casi destruye mi grabadora y que ahora es rector de un Centro Universitario? Anomalías que se tienen que callar porque gritar significa exponerse a la inseguridad del desempleo, al contraataque crudo y resentido de quien infunde temor mediante represalias, y lo mejor es dejar que el silencio anule el dolor, inmune al analgésico del olvido.  Porque, como dice el director del periódico de Pereira:

“(…) somos nosotros quienes debemos estar atentos, quienes debemos ser cautos, nosotros, los periodistas que tenemos experiencia histórica y cultural, somos quienes tenemos que vigilarnos a nosotros mismos”. (Pág. 144)

Porque, aunque las aulas inculcan una deontología vigorosa y los alumnos tengan una ética sorda a las componendas, la práctica diaria del periodismo te enseña que debes evitar decir ciertas cosas para nadar de muertito en un mar susceptible de olas furiosas. Y periodistas aferrados a un sillón mullido, que se hacen viejos en ese asiento y apenas duermen porque temen que otros los muevan de allí, te dicen que debes callar, porque ellos son tus jefes y pueden quitar el asiento de tu silla desvencijada e inestable para que caigas de culo. Como aquel jefe de El Informador de la web de deportes.

Veo a mis compañeros que prosiguen en el periodismo y los admiro porque son atletas de largo fondo, con el espíritu de Maratón que resiste cualquier atisbo de cansancio. Pero pese a esa resistencia no pueden evitar quejarse del cuerpo que se cansa. Cuando tienen directores que piensan como Silva, el amigo de Pereira:

“(…) la opinión pública es un truco que han inventado los anglosajones, los ingleses y los americanos, son ellos los que nos están llenando de mierda (…) nosotros somos gente del sur, Pereira, y nosotros obedecemos a quien grita más, a quien manda (…) nosotros siempre hemos tenido necesidad de un jefe” (Pág. 55)

No pueden evitar responder, como Pereira:

“Pero yo soy un periodista, replicó Pereira. ¿Y qué?, dijo Silva. Que tengo que ser libre, e informar a la gente de manera correcta”. (Pág. 56)

Y siguen luchando, y hacen bien, porque yo sigo creyendo en un periodismo que informe a las personas sobre los temas que deberían interesarles, que robustezca el ejercicio democrático necesario para que una sociedad se oponga al mandato que quiere oponerse gritando. Veo algunos periódicos como los de la Organización Editorial Mexicana que solo ponen su papel al servicio del que les pague mejor. Mientras, la censura sobre ciertos temas atiborran los diarios de palabras que tan no dicen nada, que parecen estar en blanco

“(…) eso ya me ha ocurrido, ver periódicos (…) con grandes espacios en blanco, da mucha rabia y una profunda melancolía”. (Pág. 109)

En estos casos, parece que la calle, o camareros inquietos como Miguel, el hombre que le sirve a Pereira sus limonadas y omelettes en la Calle Orquidea, está mejor informada que los mismos periodistas:

“Simplemente, las voces corrían, iban de boca en boca, para estar informados había que preguntar en los cafés, escuchar las charlas, era la única manera para estar al corriente” (Pág. 49)

Pero tal vez estoy diciendo puras incoherencias. Hace rato que no sostengo conversaciones estimulantes, porque todas mis inquietudes emocionales e intelectuales las repliego a la sequía de una soledad autoimpuesta. Mis soliloquios me sorprenden en la desnudez de la calle, y para evitar que me digan loco, prefiero hablar contigo, una fotografía vieja de quince años de antigüedad. Como no puedo vencer mis obsesiones, como el perder tiempo en Internet mientras la tesis permanece inactiva y el trabajo pendiente se acumula como agua en un desagüe de lavadero empachado de sobras de comida, rindo devoción a un pasado escolar y laboral exitoso, sin construir méritos para un presente y un futuro más halagüeños.  

Una de mis pasiones que he dejado aparcada, y tú eres testigo de ello, es la escritura. Mi padre siempre dice que me ponga a escribir porque tengo una pluma muy buena y mis escritos tienen un impacto intelectual y emocional fuertes. “Pero no te da la gana hacerlo, y allí andas perdiendo el tiempo”, me reprocha. Tal vez me habla así para motivarme, posiblemente sobrevalora mi trabajo porque me ve con los ojos cegadores y amorosos de un padre. Pero he ido a talleres de crónica, de ensayo, y amigos y compañeros me muestran su gusto por lo que plasmo en mis escritos. “Deberías de publicar tus textos en alguna revista o compilarlos en algún libro”, me dicen. Yo siempre digo que lo haré, pero nunca lo hago. Como mis avances para la tesis, como muchas cosas que la vida ya me exige poner al corriente para evitar la frustración y el arrepentimiento de una vida inútil, como le pasa a Pereira a lo largo de la novela.

“(…) no me siento culpable de nada, pero sin embargo siento el deseo de arrepentirme”. (Pág. 101)

¿Y si con todo lo que la gente dice que yo sé, me las arreglo para generar un impacto en los demás?. Mis pretextos son iguales a los de Pereira, pero cada cierto tiempo mi yo interno, el que pugna por florecer con la naturalidad del niño que posa sonriente en la foto, me dice algo parecido a la señora Delgado:

“Pues entonces haga algo. ¿Algo como qué?, contestó Pereira. Bueno, dijo la señora Delgado, usted es un intelectual, diga lo que está pasando en Europa, exprese su libre pensamiento (…)”. (Pág. 62)

“Haré lo que pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como éste, yo no soy Thomas Mann, solo soy el oscuro director de la página cultural de un modesto periódico (…). Lo comprendo, replicó la señora Delgado, pero tal vez pueda hacerse todo, basta con tener voluntad para ello”. (Pág. 64)

¿O será que hace falta subirme al quehacer de la historia, como Marta, la novia de Monteiro Rossi, le dijo a Pereira?

“(…) señor Pereira, ha estado usted realmente magnífico, debería ser uno de los nuestros. Pereira sintió una leve irritación, sostiene, y se quitó la chaqueta. Escuche, señorita, replicó, yo no soy ni de los de ustedes ni de los otros, prefiero actuar por mi cuenta (…), de sus historias prefiero no estar al corriente, no soy un cronista. Marta (…) dijo: Nosotros no hacemos la crónica, eso es lo que me gustaría que entendiera, nosotros vivimos la Historia” (Pág. 82)

Tal vez sobrevaloro demasiado mis capacidades, pero siento que es aún mayor mi sufrimiento artificiosamente edificado, de esos sufrimientos de los cuales uno parece regodearse tanto que no parecen tal cosa, sino placeres masoquistas. Pereira se mete a la playa con trajes de cuerpo completo, para que no le vean la panza, y a mí me pasa lo mismo cuando prefiero vestir con camisas holgadas y largas, detesto ponerme el cinturón o me apena vestirme con playeras pegadas al cuerpo.  

Antonio Tabucchi (1943-2012), italiano, autor de "Sostiene Pereira"
En momentos pienso que mi conciencia me pida cambiar, pero yo no quiero hacerlo. Soy demasiado comodino para hacerlo. Tal vez necesite hablar con alguien como doctor Cardoso, ir a su clínica talasoterápica para combatir su mala salud y platicar con él sobre su vida,  confesarle mi necesidad de arrepentimiento y los cambios que sufre su vida. El me expondrá la teoría filosófico-médica de la personalidad donde a ésta se le ve como una confederación de almas, lideradas por un yo hegemónico que dirige nuestro carácter. Y me diría algo similar a lo que le dijo a Pereira.

“Tal vez (…) tras una paciente erosión haya un yo hegemónico que esté ocupando el liderazgo de la confederación de almas, señor Pereira, y usted no puede hacer nada, tan solo puede, eventualmente, apoyarlo”. (Pág. 104)

“(…) de todas formas no puede actuar de otra manera, no lo conseguiría y entraría en conflicto consigo mismo, y si quiere arrepentirse de su vida, arrepiéntase (…) si usted piensa que esos chicos tienen razón y que hasta ahora su vida ha sido inútil, piénselo tranquilamente, quizá de ahora en adelante su vida ya no le parecerá inútil, déjese llevar por su nuevo yo hegemónico y no compense su sufrimiento con la comida y con limonadas llenas de azúcar” (Pág. 105).

Mi padre me ha dicho que cambiar no es algo fácil, para esto hay que sacrificar cosas que nos gustan hacer en beneficio de otras más importantes a mediano o largo plazo.  El problema es que lo que me gusta es tan atractivo que no es fácil dejarlo. Casi como una adicción. Siempre he ido por la vida con mi máscara de humildad, pero soy más soberbio de lo que he imaginado. Déjame contarte algo que me paso hace dos semanas. Cuando fui a sacar libros que nunca leo en la biblioteca del CUCSH, no miré a los ojos a la encargada del lugar, dando la impresión de un trato desdeñoso. Ella me dijo con toda la intención de ser escuchada “estoy sorprendida por este muchacho, cuando iba en la licenciatura era diferente y ahora ni me dirige la mirada”. Me hice el tonto en un principio, pero minutos después le tuve que pedir disculpas. “No tienes que pedirme nada, solo piénsalo, tú eras diferente, tómalo en cuenta”. ¿En qué momento me transformé?. Hay conductas que se hacen tan habituales por repetición que al final te conviertes en otra persona.  

“¿Y qué quedaría de mi?, yo soy lo que soy, con mis recuerdos, con mi vida pasada (…), usted necesita elaborar el luto, necesita decir adiós a su vida pasada, necesita vivir en el presente, un hombre no puede vivir como usted, señor Pereira, pensando en el pasado. ¿Y mis recuerdos? (…). Serían tan solo memoria (…) y no invadirían de forma tan avasalladora su presente (…) si continúa así acabará convirtiéndose en una especie de fetichista de sus recuerdos, quizá se pondrá a hablar con la fotografía de su esposa. Pereira se limpió la boca con la servilleta, bajó el tono de voz y dijo. Ya lo hago, doctor Cardoso”. (Pág. 133 y 134)

A diferencia de Pereira, es posible que pueda tomar las cosas positivas de mi pasado, pero sin duda coincido en la necesidad de vivir en el presente. Considero que la mejor manera de que el hombre transforme su personalidad es haciendo lo mismo que Cardoso le pide a Pereira. Dejar atrás el pasado, es el cliché que siempre se nos dice, pero uno de los costales que continúan cargándose a lo largo de nuestras vidas.

En estos días mi madre se fue a Michoacán, su tierra, para pasar unos días de vacaciones. Cerca de su pueblo natal, Tangancícuaro, está el lago de Camécuaro, un hallazgo de aguas cristalinas recién nacidas de los veneros, sabinos viejos que cobijan de brisa fresca a sus visitantes y conversaciones animadas con el sonido ambiente de los chapoteos, las risas estridentes y el crujir de unas buenas tostadas de frijoles. Se fue sola, y tanto mi padre y yo pensamos que nuestra mamá estará muy contenta por allá, revivirá su pasado con la sonrisa furtiva que la nostalgia coloca en nuestras caras y reirá envuelta en una conjunción de nuevas anécdotas y viejas historias que reafirman la unión familiar. Es la primera vez que recuerdo que mi mamá acude a su tierra sola, sin la presencia del llorón de su hijo y el enojón de su marido, y la noté muy entusiasmada por estas vacaciones. A falta de dinero para el viaje, aprovechó un aventón de sus patrones que también visitarían Michoacán, y se fue, siguiendo las razones del corazón. “Espero que no me extrañen y aprendan a mantenerse sin mí”, nos dijo, “ya no estará mamá Chichotas que les haga todo a sus niñotes”, complementó. Creo que mamá llegará de Michoacán con mejor ánimo, como Pereira luego de su visita a la clínica y a las playas de Coimbra.

“Las razones del corazón son las más importantes, es necesario seguir siempre las razones del corazón, esto no lo dicen los diez mandamientos, pero se lo digo yo, de todos modos hay que mantener los ojos muy abiertos (…)”. (Pág. 39)

“Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira”. (Pág. 40)

Cuando viajábamos a Michoacán, la mayoría de las veces volvíamos con una retahíla de lamentaciones e increpaciones sobre la vida de nuestros familiares. Que si tal prima debía dejar a su marido golpeador, que si otra sobrina cuidaba mal a las criaturas, que si otra prima era una fodonga, que si determinado tío era un insoportable y equis tía, una ridícula. Entonces me llegaba a preguntar, ¿para qué visitábamos a personas que sólo nos causaban problemas, que sólo exponían nuestro bienestar común, frágil a los defectos de otros?. Tal vez nos pasaba lo que a Pereira, que llegó a cuidar de Monteiro Rossi como un hijo para protegerlo de la policía. No sabíamos porque lo hacíamos, pero siempre terminábamos haciendo lo que el alma nos dictaba.

“No sé por qué hago todo esto por usted, Monteiro Rossi, dijo Pereira. Quizá porque usted es una buena persona, respondió Monteiro Rossi. Eso es demasiado simple, replicó Pereira, el mundo está lleno de buenas personas que no van en busca de problemas. Pues entonces no lo sé, dijo Monteiro Rossi (…) El problema es que tampoco yo lo sé, dijo Pereira (…)”. (Pág. 152)

Seguramente ya te cansé con la innecesaria prolongación de mis delirios. Pero qué le vamos a hacer. Sólo déjame contarte algo más. A mi madre le gusta mucho el mar. La hace sentir más tranquila, dice. Me parece que yo aún no se apreciar las propiedades terapéuticas que ejerce la monótona inmensidad de litros de agua salada que invaden el paisaje hasta donde el horizonte nos permite ver. Yo veo la playa como un lugar demasiado grande, con demasiadas personas en época vacacional, con demasiada arena que se adhiere a los costados de mis dedos y quema las plantas de los pies. Pero al leer “Sostiene Pereira”, me entraron ganas de ir a las playas de Coimbra. Y yo tampoco he ido a alguna clínica para relajación, a veces las prejuzgo como propaganda new age, repletas de flores aromáticas, velas encendidas y música “para relajar” que más bien induce al sopor. Pero me dieron ganas de pedirle a Pereira el domicilio de la clínica de Parede para conversar con algún doctor como Cardoso sobre Daudet y sus cuentos patrióticos, el arrepentimiento en Balzac, oponernos a los regímenes fascistas y las dictaduras, dejar de agradecer que la policía vele nuestros sueños, que Manuel el camarero nos cuente que hay de nuevo en las noticias, volver a creer en el periodismo, y a través de los ojos de Pereira, encontrar la vista para aferrarnos a la vida y dejar de pensar en la muerte, porque a través de la literatura y la vida siempre encontramos motivos para olvidarnos de la resurrección de la carne, de las porteras confidentes de la policía y encontrar el nuevo yo hegemónico que mantenga inutilizables nuestras necrológicas. Ahora te dejo, memoria de mis años infantiles, porque hay que pensar en el presente.

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