domingo, 27 de abril de 2014

Ensayos católicos

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

I

Sobre la canonización de Juan Pablo II

Reconozco que en mi infancia, la figura del papa Juan Pablo II me llamaba mucho la atención. Mis padres insistían en la bondad y el amor que aquel hombre derramaba en los fieles católicos, y la mayoría de los católicos posee una opinión elevada del ahora papa santo. Cuando Juan Pablo II vino por quinta y última vez a México, en 2003, seguí con atención la gira papal que culminó con la beatificación de Juan Diego, y me sorprendió bastante la multitud que urgía por saludarlo, pedirle algún milagro, tocar al hombre de carne o hueso o cualquier gesto  que soliviantara la fe mexicana y justificara el amor a un papa que los entendió como ningún otro. Maltrecho y disminuido por el mal de Parkinson, Juan Pablo II apenas podía hablar a los feligreses, arrastrando las palabras y con pausas que llegaban a ser exasperantes. Y sin embargo, estos le respondían con un fervor y una pasión inusitados.  ¿Cómo logró tener tanta popularidad Juan Pablo II, ese magnetismo que provoca que creyentes como mi madre se levanten a las tres de la mañana para presenciar en vivo su canonización?. Aún no lo entiendo, pero trataré de explicar algo de esto.

Los detractores de Karol Wojtyla tienen argumentos para tirar el mito. La omisión que hizo a múltiples casos de pedofilia, como los del cardenal de Boston Bernard Shaw, o Marcial Maciel, líder de los Legionarios de Cristo, en mi opinión es una mancha en que la Iglesia Católica (y Juan Pablo II en su momento) no ha hecho lo suficiente para erradicar. Otras críticas apuntan a la postura conservadora del papa en temas sociales como la sexualidad, el uso del condón o los matrimonios entre personas del mismo sexo, además de ser contrario a teologías renovadoras del cristianismo como la Teología de la Liberación y mantener intactas estructuras corruptas del Vaticano, como la banca. Juan Pablo II también fue cuestionado por solapar dictadores como el chileno Augusto Pinochet, o no apoyar lo suficiente a obispos que se opusieron a las dictaduras de América Latina, como el caso del salvadoreño Oscar Arnulfo Romero. Me parecen críticas pertinentes, pero quedarse con estos aspectos sería ver apenas una parte de la figura del papa polaco.

Fue, posiblemente, un papa que entendió la influencia de su figura para mantenerla con credibilidad hacia el creyente católico. De allí sus frecuentes viajes alrededor del mundo, una combinación de parafernalia, estadios repletos y gestos encaminados a la excitación de los sentimientos populares (“México, siempre fiel”, o agacharse para besar el suelo del país donde se encontraba), que reforzaron la presencia de la Iglesia Católica en muchos países y reavivo la fe en otros, mostrándose deliberadamente como “un gran Papa que se entregaba a sí mismo y su fe al mundo”, de acuerdo al historiador Tony Judt. Más que un santo, Juan Pablo II fue alguien que entendió el tiempo que vivía, y aprovechó los recursos de la modernidad (medios de comunicación, por ejemplo), para dar un portazo a las anquilosadas formas de dirigirse a la gente de anteriores papas. Fue, por así decirlo, un maestro del marketing religioso.

Juan Pablo II también tenía un agudo olfato político. Los polacos, tan devotamente católicos como los mexicanos, están muy agradecidos por su labor para derrocar el gobierno comunista de su país y hallaron en él motivación para descorrer la cortina soviética. Wojtyla apoyó a líderes sindicales como Lech Walesa (Premio Nobel de la Paz) para lograr el derecho del pueblo a la libre asociación, lo que fue el inicio de una serie de acontecimientos que terminarían con la influencia de la Unión Soviética en Polonia. La oposición de Wojytla a los totalitarismos se puede entender por la dureza de su infancia y juventud, en las cuales perdió a su madre a los ocho años, su hermano a los once y su padre a los diecinueve, en plena Segunda Guerra Mundial. El sándwich soviético-nazi producto del pacto Ribbentrop-Molotov sobre su país, además de las atrocidades perpetradas por alemanes (el campo de concentración de Auschwitz) y soviéticos (la matanza de Katyn) que Wojtyla y sus compatriotas sufrieron en carne propia, pudo contribuir a su oposición posterior a todo tipo de totalitarismo. (Película recomendada: “El Pianista”). En síntesis, Juan Pablo II hizo de la resistencia pacífica un arma letal para terminar con el totalitarismo en Polonia y prestó sus habilidades políticas para acabar con la Guerra Fría.

No me corresponde juzgar los méritos de Karol Wojtyla para ser canonizado (eso es tema de la Iglesia Católica y sus creyentes), pero hay que hacer un esfuerzo por comprender a un papa que no dejó indiferente a casi nadie. Para mí los únicos santos son mis padres.  Siempre me pareció excesivo el uso que la Iglesia Católica de mi país le dio a Juan Pablo II para encender la fe de los feligreses, mientras se tapaban los ojos con temas peliagudos con la pedofilia y la vida lujosa de cardenales como Juan Sandoval Iñiguez. Pero con todo y sus errores, su inflexibilidad teológica o los crímenes que solapó, podríamos ir más allá de las adhesiones y los rechazos que provoca su silueta, y al menos aceptar que Juan Pablo II es una de las figuras clave para entender la historia contemporánea de Europa y el mundo. Así podríamos entender mejor a Karol Wojtyla, el hombre.

II

La renovación de Juan XXIII

Si hay alguna palabra con la que se puede definir a Angelo Giuseppe Roncalli, Juan XXIII, es la de renovador. El papa italiano, también canonizado este 27 de abril, fue el artífice para el Concilio Vaticano II, definida por el historiador Francois Chevalier, como “una extraordinaria apertura de la Iglesia hacia la modernidad”.  

Creyentes católicos más veteranos recuerdan a Juan XXIII con gran respeto y le tienen estimación. Pero a mí, que me adjudican el conocimiento de los nombres de todos los papas (y de sus hijos), no entendía la labor apostólica de un papa al que solo recordaba por su nombre común y el elevado número romano que ostentaba (como si no hubiera suficientes Juan por el mundo). Pero me puse a revisar algunos logros del obispo Roncalli, y puedo entender mejor la opinión positiva que recibió en todo el mundo, católico o no.

Juan XXIII abogó por acercarse a dialogar con los protestantes, en vez de cerrarles las puertas, en un acercamiento ecuménico que vino bien a la tolerancia de los católicos. Es una enseñanza que bien podrían retomar algunos feligreses de la Iglesia romana, con sus papeles que exorcizan a los demonios “aleluyos” rezando “Este hogar es católico”. O aquellos que se magullan las pieles por devaneos interpretativos de algún versículo bíblico. Básicamente, Juan XXIII dio un gran paso para que las disputas entre católicos y protestantes (en sus múltiples denominaciones y presentaciones), encarnizadas desde el siglo XVI, llegaran a coincidir por sus semejanzas. En su encíclica “Pacem in terris” de 1961, Juan XXIII solicitó un acercamiento a los creyentes de otras religiones y la coexistencia entre bloques políticos (recordemos que estábamos en una Guerra Fría donde estadounidenses y soviéticos se tenían pavor entre ellos, por lo que construían misiles y mandaban satélites al espacio para darse valor). Nada mejor que la tolerancia  y el diálogo ecuménico para evitar las absurdas guerras de religión que han dado tanto descrédito a las creencias divinas y al hombre en general, como las Cruzadas, la Guerra de los Treinta Años o la masacre de San Bartolomé en Francia.

Durante su mandato, de 1958 a 1963, Juan XXIII también se preocupó por sacar a los católicos beatos de su encierro en las iglesias con sus caras compungidas y menesterosas, recordándoles en su encíclica “Mater et Magistra”, sus responsabilidades  en la vida social.  En la misma encíclica, realizó una crítica de las desigualdades e injusticias económicas para exponer un proyecto donde se pusiera por encima los valores del hombre, se erradicaran las estructuras socioeconómicas amparadas en la diferencia entre poseedores y desposeídos, y en la atención de las necesidades. Posiblemente esté elaborando una relación espuria, pero este llamamiento pudo inspirar la renovación del clero católico, sobre todo los sacerdotes más jóvenes, para abrazar una nueva visión de la doctrina cristiana conocida como la Teología de la Liberación, de gran impacto en algunas órdenes religiosas como los jesuitas y en algunos lugares especialmente injustos como América Latina. Básicamente, esta teología combinaba el cristianismo con la teoría social marxista para dar apoyo a los pobres y combatir la miseria social mediante la fe y la acción. Esta combinación fue muy criticada por algunos sectores conservadores de la Iglesia, principalmente el cardenal alemán Joseph Ratzinger, a quién después se le conocería como Benedicto XVI, el sucesor de Juan Pablo II. (Recomendación fílmica: "El crimen del Padre Amaro", la historia del sacerdote interpretado por Damián Alcázar).

La labor que definió todo el papado de Giuseppe Roncalli fue el Concilio Vaticano II. El primer Concilio, celebrado en 1869 y 1870, sirvió principalmente para decretar que el Papa era perfecto y no tenía razones para equivocarse (la doctrina de la infalibilidad papal). Pio IX, el hombre que la convocó, fue uno de los papas más conservadores que existió, defensor fiero de las propiedades de la Iglesia, azote de los liberales, los socialistas y cualquier ideología contraria a la perfección de su sagrada figura. El segundo Concilio tuvo objetivos menos pedantes, pero al mismo tiempo más ambiciosos, que el mismo Juan XXIII sintetizó como “elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo”, en el que se incluyeran todos los temas que atañen al católico en particular y al ser humano en general, como la cultura, la familia, el Estado o el mundo físico. Para renovar la doctrina católica, se reunieron más de dos mil sacerdotes de todo el mundo en el Vaticano desde 1962, pero Juan XXIII no pudo terminar el Concilio, pues murió un año después. A veces pienso si la Iglesia no necesitará una renovación similar ahora, más allá de los gestos populares del actual papa Pancho, sobretodo en una época donde la pedofilia, la corrupción y la intolerancia de los jerarcas católicos regatean las enseñanzas cristianas y las reducen a letras muertas.

Tampoco tengo la última palabra en si Juan XXIII merece la canonización. Es posible que haya obviado sus defectos, que seguramente los tuvo. Pero también en Roncalli hay que analizar al hombre para entender su importancia en la Iglesia Católica y en la historia contemporánea. Acudir a sus misiones pastorales en Grecia y Turquía, donde el contacto con las iglesias ortodoxas de aquellos países le enseñó la importancia del ecumenismo en la vida social en general. O aquellos tiempos donde estuvo en el Hospital militar de Bérgamo, en Italia, donde observó los estragos de la Segunda Guerra Mundial en gente inocente mientras sectores de la Iglesia Católica colaboraban con los regímenes fascistas que provocaban aquél horror (Película a ver: "Amén"). Tal vez Juan XXIII vio todo aquello y encontró las fuerzas para poder hacer algo por su Iglesia.

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