I
Sobre la canonización de Juan Pablo II
Reconozco que en mi infancia, la
figura del papa Juan Pablo II me llamaba mucho la atención. Mis padres
insistían en la bondad y el amor que aquel hombre derramaba en los fieles
católicos, y la mayoría de los católicos posee una opinión elevada del ahora
papa santo. Cuando Juan Pablo II vino por quinta y última vez a México, en
2003, seguí con atención la gira papal que culminó con la beatificación de Juan
Diego, y me sorprendió bastante la multitud que urgía por saludarlo, pedirle
algún milagro, tocar al hombre de carne o hueso o cualquier gesto que soliviantara la fe mexicana y justificara
el amor a un papa que los entendió como ningún otro. Maltrecho y disminuido por
el mal de Parkinson, Juan Pablo II apenas podía hablar a los feligreses,
arrastrando las palabras y con pausas que llegaban a ser exasperantes. Y sin
embargo, estos le respondían con un fervor y una pasión inusitados. ¿Cómo logró tener tanta popularidad Juan Pablo
II, ese magnetismo que provoca que creyentes como mi madre se levanten a las
tres de la mañana para presenciar en vivo su canonización?. Aún no lo entiendo,
pero trataré de explicar algo de esto.
Los detractores de Karol Wojtyla
tienen argumentos para tirar el mito. La omisión que hizo a múltiples casos de
pedofilia, como los del cardenal de Boston Bernard Shaw, o Marcial Maciel,
líder de los Legionarios de Cristo, en mi opinión es una mancha en que la
Iglesia Católica (y Juan Pablo II en su momento) no ha hecho lo suficiente para
erradicar. Otras críticas apuntan a la postura conservadora del papa en temas
sociales como la sexualidad, el uso del condón o los matrimonios entre personas
del mismo sexo, además de ser contrario a teologías renovadoras del
cristianismo como la Teología de la Liberación y mantener intactas estructuras
corruptas del Vaticano, como la banca. Juan Pablo II también fue cuestionado
por solapar dictadores como el chileno Augusto Pinochet, o no apoyar lo
suficiente a obispos que se opusieron a las dictaduras de América Latina, como
el caso del salvadoreño Oscar Arnulfo Romero. Me parecen críticas pertinentes,
pero quedarse con estos aspectos sería ver apenas una parte de la figura del papa
polaco.
Fue, posiblemente, un papa que
entendió la influencia de su figura para mantenerla con credibilidad hacia el
creyente católico. De allí sus frecuentes viajes alrededor del mundo, una
combinación de parafernalia, estadios repletos y gestos encaminados a la
excitación de los sentimientos populares (“México, siempre fiel”, o agacharse
para besar el suelo del país donde se encontraba), que reforzaron la presencia
de la Iglesia Católica en muchos países y reavivo la fe en otros, mostrándose
deliberadamente como “un gran Papa que se entregaba a sí mismo y su fe al mundo”,
de acuerdo al historiador Tony Judt. Más que un santo, Juan Pablo II fue
alguien que entendió el tiempo que vivía, y aprovechó los recursos de la
modernidad (medios de comunicación, por ejemplo), para dar un portazo a las
anquilosadas formas de dirigirse a la gente de anteriores papas. Fue, por así
decirlo, un maestro del marketing religioso.
Juan Pablo II también tenía un agudo
olfato político. Los polacos, tan devotamente católicos como los mexicanos, están muy agradecidos por su labor para
derrocar el gobierno comunista de su país y hallaron en él motivación para descorrer la cortina soviética. Wojtyla apoyó a líderes sindicales como Lech Walesa (Premio Nobel de la Paz) para lograr el derecho
del pueblo a la libre asociación, lo que fue el inicio de una serie de
acontecimientos que terminarían con la influencia de la Unión Soviética en
Polonia. La oposición de Wojytla a los totalitarismos se puede entender por la
dureza de su infancia y juventud, en las cuales perdió a su madre a los ocho
años, su hermano a los once y su padre a los diecinueve, en plena Segunda
Guerra Mundial. El sándwich soviético-nazi producto del pacto
Ribbentrop-Molotov sobre su país, además de las atrocidades perpetradas por
alemanes (el campo de concentración de Auschwitz) y soviéticos (la matanza de
Katyn) que Wojtyla y sus compatriotas sufrieron en carne propia, pudo contribuir
a su oposición posterior a todo tipo de totalitarismo. (Película recomendada: “El
Pianista”). En síntesis, Juan Pablo II hizo de la resistencia pacífica un arma
letal para terminar con el totalitarismo en Polonia y prestó sus habilidades
políticas para acabar con la Guerra Fría.
No me corresponde juzgar los
méritos de Karol Wojtyla para ser canonizado (eso es tema de la Iglesia Católica
y sus creyentes), pero hay que hacer un esfuerzo por comprender a un papa que
no dejó indiferente a casi nadie. Para mí los únicos santos son mis padres. Siempre me pareció excesivo el uso que la
Iglesia Católica de mi país le dio a Juan Pablo II para encender la fe de los
feligreses, mientras se tapaban los ojos con temas peliagudos con la pedofilia
y la vida lujosa de cardenales como Juan Sandoval Iñiguez. Pero con todo y sus
errores, su inflexibilidad teológica o los crímenes que solapó, podríamos ir
más allá de las adhesiones y los rechazos que provoca su silueta, y al menos
aceptar que Juan Pablo II es una de las figuras clave para entender la historia
contemporánea de Europa y el mundo. Así podríamos entender mejor a Karol
Wojtyla, el hombre.
II
La renovación de Juan XXIII
Si hay alguna palabra con la que
se puede definir a Angelo Giuseppe Roncalli, Juan XXIII, es la de renovador. El
papa italiano, también canonizado este 27 de abril, fue el artífice para el
Concilio Vaticano II, definida por el historiador Francois Chevalier, como “una
extraordinaria apertura de la Iglesia hacia la modernidad”.
Creyentes católicos más veteranos
recuerdan a Juan XXIII con gran respeto y le tienen estimación. Pero a mí, que
me adjudican el conocimiento de los nombres de todos los papas (y de sus hijos),
no entendía la labor apostólica de un papa al que solo recordaba por su nombre
común y el elevado número romano que ostentaba (como si no hubiera suficientes
Juan por el mundo). Pero me puse a revisar algunos logros del obispo Roncalli,
y puedo entender mejor la opinión positiva que recibió en todo el mundo,
católico o no.
Juan XXIII abogó por acercarse a
dialogar con los protestantes, en vez de cerrarles las puertas, en un
acercamiento ecuménico que vino bien a la tolerancia de los católicos. Es una
enseñanza que bien podrían retomar algunos feligreses de la Iglesia romana, con
sus papeles que exorcizan a los demonios “aleluyos” rezando “Este hogar es católico”.
O aquellos que se magullan las pieles por devaneos interpretativos de algún versículo bíblico. Básicamente, Juan XXIII dio un gran paso para que las
disputas entre católicos y protestantes (en sus múltiples denominaciones y
presentaciones), encarnizadas desde el siglo XVI, llegaran a coincidir por sus
semejanzas. En su encíclica “Pacem in terris” de 1961, Juan XXIII solicitó un
acercamiento a los creyentes de otras religiones y la coexistencia entre
bloques políticos (recordemos que estábamos en una Guerra Fría donde
estadounidenses y soviéticos se tenían pavor entre ellos, por lo que construían
misiles y mandaban satélites al espacio para darse valor). Nada mejor que la
tolerancia y el diálogo ecuménico para
evitar las absurdas guerras de religión que han dado tanto descrédito a las
creencias divinas y al hombre en general, como las Cruzadas, la Guerra de los
Treinta Años o la masacre de San Bartolomé en Francia.
Durante su mandato, de 1958 a
1963, Juan XXIII también se preocupó por sacar a los católicos beatos de su
encierro en las iglesias con sus caras compungidas y menesterosas,
recordándoles en su encíclica “Mater et Magistra”, sus responsabilidades en la vida social. En la misma encíclica, realizó una crítica de
las desigualdades e injusticias económicas para exponer un proyecto donde se
pusiera por encima los valores del hombre, se erradicaran las estructuras socioeconómicas
amparadas en la diferencia entre poseedores y desposeídos, y en la atención de
las necesidades. Posiblemente esté elaborando una relación espuria, pero este
llamamiento pudo inspirar la renovación del clero católico, sobre todo los
sacerdotes más jóvenes, para abrazar una nueva visión de la doctrina cristiana
conocida como la Teología de la Liberación, de gran impacto en algunas órdenes
religiosas como los jesuitas y en algunos lugares especialmente injustos como
América Latina. Básicamente, esta teología combinaba el cristianismo con la teoría
social marxista para dar apoyo a los pobres y combatir la miseria social
mediante la fe y la acción. Esta combinación fue muy criticada por algunos
sectores conservadores de la Iglesia, principalmente el cardenal alemán Joseph
Ratzinger, a quién después se le conocería como Benedicto XVI, el sucesor de
Juan Pablo II. (Recomendación fílmica: "El crimen del Padre Amaro", la historia
del sacerdote interpretado por Damián Alcázar).
La labor que definió todo el
papado de Giuseppe Roncalli fue el Concilio Vaticano II. El primer Concilio,
celebrado en 1869 y 1870, sirvió principalmente para decretar que el Papa era
perfecto y no tenía razones para equivocarse (la doctrina de la infalibilidad
papal). Pio IX, el hombre que la convocó, fue uno de los papas más
conservadores que existió, defensor fiero de las propiedades de la Iglesia,
azote de los liberales, los socialistas y cualquier ideología contraria a la
perfección de su sagrada figura. El segundo Concilio tuvo objetivos menos
pedantes, pero al mismo tiempo más ambiciosos, que el mismo Juan XXIII sintetizó
como “elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo”, en el que se
incluyeran todos los temas que atañen al católico en particular y al ser humano
en general, como la cultura, la familia, el Estado o el mundo físico. Para
renovar la doctrina católica, se reunieron más de dos mil sacerdotes de todo el
mundo en el Vaticano desde 1962, pero Juan XXIII no pudo terminar el Concilio,
pues murió un año después. A veces pienso si la Iglesia no necesitará una renovación
similar ahora, más allá de los gestos populares del actual papa Pancho,
sobretodo en una época donde la pedofilia, la corrupción y la intolerancia de
los jerarcas católicos regatean las enseñanzas cristianas y las reducen a
letras muertas.
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