Por Andrés Gallegos
- Compra una caja… de caoba… que
la pinten de blanco… para mi nieto… -
La impaciencia de Tanatos
interrumpió su consejo.
Apenas enterró a su madre,
Jacinta acudió a una funeraria cuyo nombre nadie quiere recordar. Serían 16 mil
500 pesos por el ataúd, de contado, pero podía pagar un poco más, por una
módica cantidad de 200 pesos semanales.
- No se moleste en venir, señora,
nosotros mandaremos personalmente a uno de nuestros vendedores a recoger el
dinero en su casa– dijo el ejecutivo que firmó el contrato con Jacinta, cuyo
nombre no diremos por miedo a represalias.
A Jacinta todo le pareció bien;
las condiciones del contrato, las facilidades de pago, hasta el olor floral de
la oficina donde firmó el convenio. “Hay que prevenir, porque la muerte nos
llega a todos, Dios no lo quiera, en algún momento, ojalá no pronto”, pensaba
esta mujer de casi 50 años de edad, mientras miraba hacia abajo sentada, tal
vez para esconder sus propias contradicciones.
Semana a semana, como un Ghost
Rider con pantalones de lana, camisa amarilla de botones y un casco negro que
se estaba despintando, tocaba a la puerta un señor desgarbado, con bigote
revolucionario y una cara tan regordeta donde apenas entraba el casco, con nombre de azúcar, Fructuoso. En las primeras semanas, Jacinta daba
puntualmente sus 200 pesos, pero de pronto, sus pagos se volvieron
intermitentes. Sus manos cansadas dejaron de limpiar casas, ocupación a la que
se dedicaba, y tenía que dedicarse a otros negocios que daban ingresos
intermitentes, como llevar comida a domicilio o vender productos de belleza por
catálogo.
La funeraria le llamaba por
teléfono, insistiéndole en la importancia de abonar oportunamente. “No pierda
la posibilidad de darle a su hijo un buen descanso en la otra vida”, le decían.
Una de las semanas en las que Jacinta quedó a deber, Fructuoso, el vendedor, le
gritó con una voz desgastada como los ruidos de su motocicleta.
- Ultimadamente, señora, si no
tiene dinero para pagar, que a usted y a su hijo se los lleve el diablo. Pero
no me haga venir acá para nada –
Jacinta le comentó que ella les hablaría
cuando tuviera dinero, pero el motociclista seguía acudiendo a su casa cada
semana, con o sin los 200 pesos de rigor. Temiendo encontrarse con ese
vendedor, Jacinta prefirió mandar a su hijo, el beneficiario de aquél ataúd
comprado prematuramente, a recibirlo en la puerta. Adrián era un joven de 22
años, estudiaba una licenciatura en psicología, y siempre renegaba cuando iba a
decirle a Fructuoso que no tenían dinero, que a lo mejor la próxima semana
habría mejor suerte.
- Pues no entiendo cómo te
metiste en esa bronca. Ya te dije que el día en que muera, mi pinche cuerpo lo
hagan cenizas y si quieren, las espolvorean en galletas – Adrián acababa de ver un episodio de South
Park, en donde el protagonista Eric Cartman se comía accidentalmente las
cenizas de su amigo, mil veces muerto y siempre resucitado, Kenny McCormick.
- ¡Ah, cabrón, como reniegas!, todavía
que la pinche caja será para ti, andas poniendo peros – decía su madre.
- No me quieras matar tan pronto.
¿Qué ya no me quieres? – le decía su hijo en broma, mientras la abrazaba y le
daba un beso en la mejilla, como buen hijo chiqueado y mimado que era.
Pasaron varias semanas, y las
amenazas telefónicas, más los mohines y berrinches de Fructuoso, se elevaron de
tono. Jacinta llegó a pensar en evadir para siempre aquel compromiso, no
suicidándose, por supuesto, pero si cancelando la deuda, aunque perdiera el
dinero que ya había dado. Pero ella era una mujer cumplida a la que no le
gustaba deber, y además, estaba la promesa que le hizo a su madre agónica. Su
hijo no moriría en una fosa común como su abuela, corrompiéndose con los huesos
de extraños, que en vida fueron delincuentes, indigentes, facinerosos,
vagabundos, y sepa Dios que otras actividades malvadas.
Luego de ese tiempo que dejó de
pagar, como cuatro meses, Jacinta se volvió a poner al corriente con los pagos,
aunque a veces no le alcanzara para comer. Le faltaban como 7 mil pesos que
liquidó puntualmente. La semana en la que solventó sus últimos 200 pesos con la
funeraria, Fructuoso le comentó que, la próxima semana, le haría una última
visita, donde le entregaría un documento donde constaba la adquisición de un
ataúd, blanco, de caoba, que podía reclamar cualquier pariente o familiar para cuando
Adrián diera sus últimos estertores en la Tierra.
A la semana siguiente, Fructuoso
ya no manejaba una motocicleta, sino una especie de limusina. Junto a él venían
dos hombres vestidos de pantalón negro, saco del mismo color y camisas blancas.
Fructuoso les pidió que sacaran el ataúd y aguardaran fuera del coche, ya que
en esas colonias, cualquier vivales ve un auto lujoso y decide rayonearlo por
placer.
- Venimos a enterrar a su hijo,
tal y como lo estipula el contrato – dijo Fructuoso.
Adrián estaba en su cuarto,
navegando en Internet. Se había graduado en psicología y trabajaba como
ayudante en un consultorio terapéutico del padre de un amigo de la facultad. Todavía
vivía con su madre porque, en este México de salarios escasos y rentas por las
nubes, resulta más económico seguir viviendo en el techo familiar.
Quienes fueron testigos de aquel
evento, aseguran que el joven salió de su casa, saludó a los miembros de la
carroza fúnebre por voluntad propia, y se acostó en el ataúd para siempre. El
documento que Fructuoso le había prometido a Jacinta solo consistía del logo de
la funeraria y una frase, atribuida al filósofo helénico Epicuro:
“La muerte, temida como el más
horrible de los males, no es en realidad nada, pues mientras nosotros somos, la
muerte no es, y cuando esta llega, nosotros no somos”.
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