domingo, 29 de noviembre de 2015

"No sufras más, no llores más, que yo ya te esperaré"

Ensayos e historias inspiradas en “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury.
O cómo combinar la literatura con la vida.

Por Andrés Gallegos

I

Mi madre ha llorado muchas veces por culpa mía.

Cuando era niño, ella me visitó en el Internado donde yo estudiaba la primaria. Solo la podía ver los fines de semana, pero en aquella tarde de martes (¿o era miércoles?), estaba allí, toda para mí. Pero me dio pena besarla enfrente de mis compañeros, y la traté como una desconocida. Gruesas gotas de lluvia cayeron sobre aquellas mejillas alborozadas y coquetas, listas para que su niño pudiera divertirse con ellas. Pero el hijo fingió estar aburrido.

Bloqueado ante la imposibilidad (y la indisponibilidad) de escribir la tesis de maestría, yo quemaba las horas de los días con obsesión de pirómano. Como Nerón, incendiaba las fortalezas de mi vida por locuras instantáneas. Mi madre derramó lágrimas que humedecieran la aridez de mi conducta. Pero nada conseguía que mis semillas brotaran de la tierra.

Muchas veces me he preguntado cómo una madre puede amar pese a tantos pesares. Ante tantas muertes que le provocan los hijos, ella responde con la vida. Ante la culpa, opone el olvido. Ante las ofensas, las palabras de amor. Mis manos, brutas y rústicas, son incapaces de reconstruir los destrozos en apariencia irreparables del dolor. Pero ella me ofrece las suyas, pide que me sujete con firmeza a sus palmas y dedos.

Abraza a la vida, no la cuestiones. Solo ama sin memoria, para que todo sea como siempre ha sido y será.

“Silencio – La vieja guiñó un ojo brillante - ¿Quién es usted para discutir lo que pasa? Aquí estamos, ¿Qué es la vida de todos modos?, ¿Quién decide por qué, para qué o dónde? Solo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas. Una segunda oportunidad (…)” 

“¿Qué más natural?¿Qué más inocente?¿Qué más sencillo?. Un hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida. Está demasiado contento” (La tercera expedición).

II

Mis padres llevan 27 años de casados por el registro civil, y casi 20 mediante la iglesia. Las quejas sobre el otro son constantes. Tu padre es un huevón, atenido que todo quiere que le den en la boca al niñito. Tu madre está loca, ponte trucha, mijo, para que no te toque una vieja como esta. ¿Cómo pueden llevar tanto tiempo, juntos, dos personas tan detestables la una para la otra?

Creo que muchos matrimonios perfectos se desmoronan precisamente por aferrarse a ese ideal. Exigimos pureza y eternidad a emociones más bien inestables, abrasivas, febriles y perecederas. Un amor que se apoye en las inmundicias es, paradójicamente, el más limpio. ¿Han oído la frase “te amo como un buen cagar”?. La evacuación de la mierda, la más prosaica de las funciones corporales, es la que determina el funcionamiento del cuerpo.  A nadie le gustan los amoríos demasiado estreñidos o esos amores miedosos y timoratos que provocan chorrillo. Pienso que mis padres permanecen unidos porque han sabido trasladar la filosofía del retrete a la vida.

 “A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro una y otra vez, sin que los dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseo en silencio que él volviera a dedicar mucho tiempo a abrazarla y a tocarla como un arpa pequeña, como tocaba ahora esos increíbles libros.

Pero no. Meneó la cabeza, con un imperceptible encogimiento de hombros. Los párpados se le cerraron sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos hace rudimentarios, pensó” (Ylla)

III

Cada vez que un político, empresario, o esos híbridos entre oradores motivacionales y pastores religiosos que se hacen llamar “emprendedores”, hablan de elevar el número de estudiantes ingenieros, me pongo nervioso. No porque tenga algo en contra de las ingenierías o las ciencias exactas, sino por el abierto desdén a la educación integral del ser humano en beneficio del mercado. No hablan de formar mejores ingenieros o técnicos, sino de incrementarlos, para que el capital tenga “mente de obra”, que no es más que un eufemismo para referirse al nuevo obrero del Siglo XXI, uno con conocimientos específicos y mejores salarios que el trabajador industrial o de maquila tradicional, pero igual de manipulable y desechable por los nuevos patrones.

La famosa innovación no se enfoca en la creatividad del arte o la poesía, sino en la generación de “nuevas ideas” que abran nuevos mercados a explotar por parte de un capital camaleónico. Emprender dejó de ser un punto de partida para la ejecución de proyectos de vida, sino una estrategia de captación de consumidores inéditos. Pero acudes a las bibliotecas de las universidades que defienden estos modelos de formación, y hay más mesas y conexiones para computadoras, que literatura clásica. Los salarios que ganan estas mentes brillantes las invierten en celulares ultramodernos y canciones de artistas pop, para que así el dinero fluya donde tiene que fluir. Plataformas tecnológicas usadas para la disponibilidad abierta de conocimiento o germen de movimientos sociales, se aprovechan para comprar productos de manera más rápida por Internet o con un vago “hacer la vida más fácil” a frecuentadores de antros o directores de ventas.  Mente de obra. Jamás una expresión fue mejor aplicada.

Como Spender, me niego a que la filosofía y el arte, esas cosas de marcianos, perezcan.

 “Los marcianos sabían cómo unir el arte y la vida. El arte fue siempre algo extraño entre nosotros. Lo guardamos en el cuarto del loco de la familia, o lo tomamos en dosis dominicales, tal vez mezclado con religión”.

“Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenemos un talento especial para arruinar las cosas grandes y hermosas”.

“Lo que es raro no es bueno” (Frases de Spender en “Aunque siga brillando la luna”)

IV

Mi abuela materna abandonó la Tierra en medio de juegos de lotería, canciones y cigarros a escondidas. Aunque en sus últimos días tenían que cargarla para llevarla al baño, doña Sara mantuvo la vitalidad de espíritu llevando a rastras un cuerpo ya moribundo y reseco. Se molestaba de las necedades de sus hijas, que a cada rato le llevaban una almohada, las pastillas, el plato de comida que debía degustarse de cierto modo o el inhalador para el asma que nunca aprendió a usar. Era más feliz cuando las nietas, que se volvían igual de hijas de la chingada que las hijas, le presentaban a esos bebés que la llamaban “biscabuela” y le tocaban la cara como quien toca el tronco de un árbol. Su corazón latía en el presente, sin importar que su futuro estuviera repleto de ruinas por su enfisema pulmonar.

Al lado de su viejito, Doña Sara navegaba su barco hacia océanos que ningún cartógrafo registra en sus mapas.  Mientras mi abuelo tocaba la guitarra, ella caminaba a su ritmo forzando las últimas zancadas de su voz áspera al ritmo de una canción que combinaba el castellano con el purépecha.

“Flor de canela, suspiro y suspiro porque me acuerdo de ti”.

Sus hijas, afligidas por el declive de aquella montaña que algún día vieron desde la cima, comían chile de molcajete y cortaban cebollas para la salsa de la comida, para de algún modo disfrazar la tristeza ante aquellos acordes tan melancólicos y vivos.

“No sufras más, no llores más, que yo ya te esperaré”

“¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.

- Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?

- Sí. ¿Tienes miedo?

- ¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas?- El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. - Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.

Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.

 - Jamás nos pondremos de acuerdo - dijo.

 - Admitamos nuestro desacuerdo - dijo el marciano -. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.” (Encuentro nocturno).

V

Ray Bradbury, autor de "Crónicas Marcianas"
Cuando hablamos de manera informal, es sorprendente la facilidad con la que mandamos a chingar a su madre a todo y a todos. “Entonces un cabrón me dijo quién sabe qué y yo le dije, ‘pues si no te gusta puedes irte mucho a la verga’”. Y acto seguido todos ríen y celebran. Aconsejamos del mismo modo. “Pues si la morra te tiene todo bajoneado, mándala directito a chingar a su madre, viejas hay un chingo”. Los psicólogos también lo hacen, aunque ellos utilicen términos como “deshacerte de tus traumas”, “dejarlo todo atrás”, “trasciéndelo” o similares.

Pero en nuestra vida cotidiana, las dependencias son demasiado fuertes para abandonarlas. Queremos dejar de perder el tiempo en Internet, y todos los días estamos con la computadora encendida. Fomentamos relaciones destructivas con el agrado de un masoquista. Trabajamos en chambas que no nos gustan. Prometemos que iremos a visitar a los tíos o a los abuelos, pero nos quedamos en casa. Mandar a la chingada es fácil. Cuando llega el momento de pasar a la práctica, los miedos son los que nos chingan a nosotros.

“El coche se alejó balanceándose en el polvo. El muchacho se incorporó, se volvió, acercó las manos a la boca, y gritó por última vez: - ¡Señor Teece! ¡Señor Teece! ¿Qué va a hacer ahora por las noches? ¿Qué va a hacer por las noches, señor Teece?

Silencio. El automóvil se alejó por el camino y desapareció.

- ¿Qué diablos quiso decir? - murmuró Teece pensativo -. ¿Qué voy a hacer por las noches?

Miró cómo el polvo volvía a posarse en el camino, y de pronto comprendió”. (Un camino a través del aire).

VI

Con el silencio, la mamá grande construye la fortaleza de su alma. La rutina analgésica alivia el transcurrir de los días. Va a la carnicería, riega las plantas, lava la ropa, hace de comer a sus hijos, y de vez en cuando, a los nietos que muy a la fuerza la visitan. No comprenden la pedagogía formadora de su mamá grande, repleta de comentarios con doble intención, alusiones sibilinas a la gordura o delgadez de los vientres, y observaciones que paralizan a los niños y enrojecen a los padres. Visitarla es ejercer un simulacro permanente. El silencio de la mamá grande es capaz de despedazar obras de teatro mal montadas, por lo que hay que tener sensibilidad dramatúrgica para ponerla feliz, aunque no lo exprese verbalmente.

Ni aún con todos sus hijos reunidos para beber, comer y hacerla sentir especial, la mamá grande se siente plenamente satisfecha. La elocuencia de su silencio adquiere un tinte nostálgico. Falta alguien en la mesa. Trata de encontrar esa ausencia en los rostros de las ahijadas, imperfectas para ser esposas de sus adoradas criaturas, o en los nietos, demasiado callados, juguetones, feos o malcriados para sus exigentes estándares. Su obsesiva búsqueda, siempre enmudecida, es incomprendida por la gente que solo conoce a la mamá grande desde la superficie, y la cree hostil, amarga. La niña, su niña, que antes reía en sus brazos se marchó demasiado pronto, como los otros. Pero mientras los demás ya regresaron con ella, ésta hija perdida aún no ha podido encontrar el camino de vuelta.

“En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.

Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. Del mismo modo - pensó La Farge -, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos” (El marciano)

VII

Los dos hermanos fueron al Norte a buscar trabajo. Nunca encontraron uno estable. Los campos de fresas y uvas de California ya guardan para sus visitantes el boleto de vuelta. Su presencia es útil mientras se recoja la cosecha, luego, cierren la puerta al salir.

En casa, sus padres, casi ciegos, los esperan en un taller habilitado como casa, en una colonia con arroyos de tierra. La madre se acaba la vista pintando uñas y cosiendo manteles. El padre desgasta sus córneas con los tornillos y los fierros de los pocos coches que le dan para arreglar. Devotos de las familias estables, ven como sus hijos, orillados por la falta de empleo y los desengaños de amores pasajeros, desgastan días de su vida en familias fracturadas. A la madre, beata de iglesia, la torturan con nuevas noticias: el marido vive con otra, los niños aún no llegan de Estados Unidos, la hija ya le hizo ojitos a otro hombre que no es su esposo, “¿y que va a pasar con mis nietos?. ¡Dios bendito, ten piedad de mí!.

Pero los hijos siempre vuelven. Expulsados de Estados Unidos, regresan con esposas más pacientes que Penélope y niños hermosos que apenas les reconocen sus caras cambiadas por el sol y sus dedos ultrajados por la maleza. Sigue sin haber trabajo estable, pero están donde tienen que estar. En familia, el sueño siempre anhelado por la sufrida madre.

“- ¿Has tenido noticias de Ted este año?

- Y... ya sabes, con un franqueo de cinco dólares por carta no escribo mucho a mi hermana.

VUELVAN.

 - ¿Qué será de Jane? ¿Te acuerdas de mi hermanita Jane?

VUELVAN.

A las tres, en la helada madrugada, el dueño de la tienda de equipajes alzó los brazos. Calle abajo venía mucha gente.

- No he cerrado a propósito. ¿Qué desea, señor?

 Al amanecer, las maletas habían desaparecido de los estantes” (Los Observadores)

VIII

Por equivocación, una mujer marca a mi celular. Después, me manda mensajes de texto preguntándome quién soy. “Es que tu voz me pareció linda”. Mi extrema cautela me hace imaginar a algún extorsionador, un tratante de blancas, o un viejo cuarentón pervertido, detrás de la línea. Marco a su teléfono, y me contesta una voz de mujer. Dice que tiene 27 años, y que se llama Lety. Asegura que tiene muchas ganas de conocerme.  Días después, impulsado no sé muy bien por qué razón, la invito al cine.

Mi curiosidad hacía aquella voz se convierte en una divertida ensoñación. La imagino con el pelo ondulado y largo como un rollo de papiro, unos ojos verdes (¿o negros?) que escudriñan mi rostro como encontrando las partes de mi cara predilectas, unas piernas largas y brillantes como dos columnas de plata. La tomo de las manos, mientras le digo, “me dio mucho gusto conocerte”, y ella me responde, “a mí también, ¿podemos vernos otra vez?”, y yo le respondo que sí, que no hay problema, que mis fines de semana están libres y, ella me dice que por favor le llame, que allí tienes mi número para lo que se te ofrezca…

Dos horas antes de la hora convenida, ella cancela.

Entre dormido y despierto, Gripp murmuraba: Genevieve. Genevieve. Oh, Genevieve, dulce Genevieve, cantó suavemente, los años vendrán, los años se irán, pero Genevieve, dulce Genevieve... Tenía una sensación de calor. Oía aún la voz fresca y dulce que susurraba, cantando: ¡Hola, oh hola! ¡Walter! No es una grabación. ¿Dónde estás, Walter? ¿Dónde estás?

Suspiró y alargó una mano hacia Genevieve a la luz de la luna. Los largos y oscuros cabellos flotaban en el viento. Eran muy hermosos. Y los labios, como rojas pastillas de menta. Y las mejillas, como rosas recién cortadas. Y el cuerpo, como una neblina clara y suave. Y la tibia y dulce voz le cantaba una vez más la vieja y triste canción: Oh, Genevieve, dulce Genevieve, los años vendrán, los años se irán... (Los Pueblos Silenciosos)

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