martes, 25 de junio de 2013

Los rusos atacan Nueva York

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

“Yo lo vi. Era un grupo de terroristas, de la Unión Soviética. Fabricaron una bomba atómica, y la arrojaron al Polo Sur. Entonces, toda la Tierra se congeló. En las principales ciudades, el hielo cubría las calles y los edificios…..”

Cuando el filósofo y escritor Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura,  agradeció a su maestro de la primaria, el señor Germain, por convertir a un niño pobre de Argelia en un hombre de bien.  No obstante, hay hombres que convierten en niños pobres a sus alumnos. Son personas que necesitan ser orientadas, más que ser orientadores. Maestros desdichados convertidos en mofa por los alumnos, expertos en transformar en caricatura a los adultos que no tuvieron a un Germain cuando eran niños. Profesores que laboran en una secundaria por la paga, por ser muy amigos del Sindicato, o porque piensan que es una profesión sencilla. El tipo de maestros cuya persistencia en la memoria se presenta de dos modos, o desaparece con el tiempo, o permanece en el recuerdo a base de anécdotas que incitan a la sorna. El mejor ejemplo de lo segundo es un profesor que yo tuve en la secundaria, de nombre Rodolfo Solórzano, cuyos desvaríos son el perfecto ejemplo de la anti-docencia, al puro estilo del profesor que cambió el significado de una oración religiosa por no saber de gramática en “El periquillo sarniento”.

A mi maestro le decían “Jirafales”, como el personaje del Chavo del Ocho. Era alto, una obviedad decirlo. Pero su presencia física, además de la estatura, no dejaba indiferente a nadie. Rodolfo Solórzano era un señor de pelo entrecano que frisaba los 55 años, usaba lentes, llevaba una brocha negra como bigote y su cara estaba llena de arrugas y papadas. Su voz era clara, resonante para un salón de clases, pero un tanto monótona para llamar la atención de sus alumnos. Siempre vestía de pantalón azul de mezclilla, camisas de botones y tenis de suelas fatigadas. Caminaba erguido, aunque con perpetuo aura de preocupación. Nunca lo vi gritar enfurecido a algún alumno, pero tampoco era un maestro que intentara ganarse alguna simpatía saludando o platicando con otros adolescentes fuera de clase. Un maestro con vida y estampa de burócrata.

Rodolfo Solórzano impartió las clases de Historia Universal II y Geografía Universal II. Bueno, impartir es una palabra muy generosa. Lo que hacía este profesor era despachar las materias, con la desgana de un encargado de ventanilla en cualquier secretaría de gobierno. No improvisaba, no explicaba, no aclaraba dudas, sólo pasaba lista y se sentaba en la silla de su escritorio con una taza de café en mano, mientras nos encargaba cualquier actividad para pasar el rato. Un día le pregunté quién era el primer virrey de la Nueva España. No contestó, dijo que lo investigaría otro día. “Jirafales” era un pez que vivía mejor en los limitados acuarios de sus silencios. Mientras menos le cuestionaran, mejor. Una leyenda de pasillos aseguraba que Solórzano perdió su anterior trabajo de maestro por acosar sexualmente a una chica. Pero el sacerdocio escolar lo reintegró a la vida docente en una nueva parroquia, una escuela secundaria técnica ubicada en un rincón olvidado de un barranco. Y así fue como llegué a conocerlo. 

Las clases eran orientaciones vocacionales para los alumnos. Un día éramos copistas de la Edad Media, Transcribíamos palabra por palabra tres o cuatro párrafos de nuestro libro de Historia o Geografía, para ver si mediante la repetición amanuense se nos pegaba algún suceso desperdigado de la Primera Guerra Mundial o un país desconocido de Asia en nuestras molleras. Otro día éramos cartógrafos. Con papel cebolla, calcábamos los mapas que venían en los libros mientras distinguíamos cada país de otro con lápices de colores (en mi mapa, el verde era España y el amarillo era Francia). El resto de los días nuestros oficios variaban: espectadores de películas (algunas tan educativas como “El hombre araña” o “Corazón de Caballero”, esta última para aprender de los imperios absolutistas del Siglo XVII), geómetras que diseñaban mapas conceptuales (copiados del libro, naturalmente), lanzadores de papeles ensalivados hechos bolita o delincuentes menores parados enfrente de clase con pizarrón blanco de fondo. A veces hacíamos resúmenes, algo más cercano a lo que hace un estudiante. Pero al final, al profesor le entregábamos cualquier hoja de papel rellena de garabatos y dibujitos; de todos modos nunca se fijaba si estaba bien o mal hecho.  Rodolfo Solórzano era mi talismán para elevar el promedio escolar, no me esforzaba demasiado y sacaba nueves o dieces en la boleta gracias a sus clases. Lo que se llama un “profe barco”. Pero descubrí que “Jirafales” también traía su propio talismán.

Una mañana de sol y árboles atraídos por las últimas brisas frescas que escapan del calor de mediodía, Solórzano sacó un pedazo de metal de su bolsillo trasero.  Nos dijo que era un amuleto de los siete metales “traído de Alemania”. Ese talismán era capaz de armonizar las energías positivas y expulsar las energías negativas, atraer dinero y salud, y generar paz interior a quien lo poseía. Para desafiar a los incrédulos y su complejo de Santo Tomás (“hasta no ver, no creer”), el profesor exorcizó los demonios y las vibras negativas de una compañera de clase, moviendo el amuleto como si manipulara una lámpara de mano y repitiendo para sí algún tipo de conjuro o hechizo. Cuando terminó, “Jirafales” le preguntó a mi compañera si se sentía mejor, recibiendo una respuesta afirmativa. Esto animó a Solórzano a revelarnos los misterios de aquella piedra filosofal que le había cambiado su existencia.

Contó que un día, agobiado por el rumbo que llevaba su vida, visitó a una astróloga y hechicera. Ella le dio el amuleto de los siete metales y tenía la capacidad de hacer regresiones con sus clientes. Solórzano miró su pasado con la ayuda de la astróloga, y encontró que alguien intentó matarlo con un machetazo. Luego, el profesor amaneció tirado en un desierto, y sintió que un camello le arrancaba los pelos de la cabeza. Durante la regresión, sintió que alguien le tocaba el hombro derecho con insistencia. Eran las huellas del machetazo. Para evitar los conflictos que pudieran surgir del pasado, la hechicera le entregó el talismán germano y le enseñó un ejercicio para liberar las tensiones negativas. Acto seguido, él (todos), cerramos los ojos y comenzamos a inhalar con la nariz y exhalar por la boca. La técnica de relajación nos enseñó a viajar al centro de la Tierra mediante hilos anudados en nuestros culos.

Mis compañeros de escuela eran personas insoportables para él. Exigía silencio y regañaba a los alumnos con bravatas directas. Un día retó a un compañero diciéndole: “yo soy una persona muy inteligente”. Sonreí como idiota. El profesor me sorprendió y me paró al frente con otros delincuentes el resto de la clase. Juré por los vivos y los muertos que no me había burlado de él, pero mis súplicas fueron inútiles. Estaba asustado. Por mi condición de estudiante ejemplar y ver que semejante estatus se veía en peligro, temí lo peor. Pensé que Solórzano me bajaría puntos, me mandaría a la Dirección por mala conducta, pero no lo hizo. Le pedí disculpas y el incidente quedó olvidado. En el fondo, noté que mi profesor era un hombre honesto, sabedor de sus propias limitaciones. Dentro de su espíritu, Solórzano sabía que era maestro por circunstancias, al no encontrar su lugar en el mundo.

A veces me pregunto si Camus, mientras leía la conmovedora carta a Monsieur Germain, también recordaba a aquellos maestros que no le aportaron ni un gramo de sal durante su posterior vida escolar. Quiero pensar que también los recordaba, pero en un grado de estima mucho menor que a Germain. Pero los malos profesores también dejan huella. Por sus rostros de caricatura, su caminar chistoso, su voz aguda que provoca carcajadas inoportunas, por sus zapatos mal boleados, sus ojos virolos, por ser flacos como un fideo o gordos como una pelota, tartamudear, sudar de modo incontrolable, o por un inoportuno tic en los labios. Más allá de sus imposturas físicas, sus yerros intelectuales también generan docencia, sirviendo como ejemplo de lo indebido, en una profesión de especial importancia social como la del profesor. En mi caso, Rodolfo Solórzano no provocó un efecto parecido al del señor Germain, ese impacto lo he recibido de otros profesores cuyas historias merecen contarse en otro momento. No obstante, sin los malos maestros de escuela, no sabríamos distinguir entre una fosa oceánica y una fosa séptica. Además, las anécdotas divertidas que se cuentan a los amigos se perderían. A “Jirafales”, por tantas horas de risa, le agradezco. Pero nada más.

“(…) Vi como Nueva York se congeló toda, con sus edificios tan altos. Vi como la Estatua de la Libertad estaba llena de hielo. Fue culpa de los rusos, que arrojaron una bomba atómica al Polo Sur e hicieron que toda la Tierra (también Nueva York) se congelara. Y gracias a eso, se provocó la Guerra Fría. Se llamaba ‘Un día después de mañana’ (sic). ¿Acaso no tendrán el video para presentarlo en clase?”

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