Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
Para aliviar la pereza, Dios creó
el trabajo. Para acabar con la lujuria, se inventaron los cinturones de
castidad, los pelos en la mano y las religiones monoteístas. Para abatir la
gula, la humanidad se impuso a sí misma la dictadura de las dietas. La
alimentación, indispensable para la vida de las personas, se convirtió en un
recurso mal repartido como casi todos los objetos valiosos de este mundo.
Millones de personas mueren de hambre, y otros tantos se mueren de comida. A
los suicidas de amplio estómago, a los acopiadores de comida chatarra, a los
adictos al colesterol alto, las grasas “trans” y los carbohidratos inútiles, a
todos ellos se les presentan las dietas como penitencias para aliviar el
pecado. El pecado de retar a Dios en su última cena y pedir doble ración de
cuerpo de Cristo en todos los desayunos, comidas, cenas y entremeses de la vida
terrenal.

En los detractores de lo esbelto,
la dieta es un enfrentamiento con el modus vivendi, un régimen molesto e
incómodo para salir de la rutina. Para mantener el privilegio de soportar mejor
los atracones que la gente delgada, la fuerza de voluntad a menudo sucumbe ante
la tentación del antojo. El antojo remueve con furia las facultades olfativas
de una persona que ha convivido a lo largo de su existencia con perfumes de
barbacoa, tripa, birria y otras esencias, a menudo extraídas de rosticerías,
parrillas y freidoras. En estos casos, el pan o la tortilla susurran al
inconsciente, “hoy no hagas ejercicio”, “mejor mañana inicias con la dieta”, o
“no pasa nada si te zampas dos o tres de buche”. La tentación siempre radica en
el futuro. ¿Han visto los carteles de “hoy no fío, mañana sí”?, la voluntad
débil, la que se posterga para mañana, siempre vive de lo fiado, sin ser de
fiar. Para hacer una dieta, se necesita poseer una estoica disciplina para no
derrumbarse por enésima vez en los excesos; el antojo invade, cual Atila el
Huno, sobre la corrupción y la decadencia romana de los tragones profesionales.
Una voluntad empequeñecida por la comida sólo refuerza un apacible prólogo del remordimiento,
es el perpetuo recreo escolar sin una segunda campanada.

Así pues, las dietas muestran a
los gordos el camino a una vida carente de enchiladas y huaraches repletos de
carne. Pero hacerlas demanda la renuncia a los banquetes dionisiacos. El placer
de comer es inhibido por la abstinencia, y pasar hambre no es más un defecto
sino un sacrificio para acercarse a la divinidad. El nuevo Dios a glorificar
tiene sus seguidores en personas que compran libros de nutrición, se inscriben
en gimnasios y medios maratones, consumen barras energéticas, alertan a los no
creyentes sobre los peligros de los transgénicos y la comida procesada, y
levantan altares a las zanahorias, el brócoli y la papaya. Ante la expansión
del imperio del mal, que construye McDonalds, Taco Bell y Donkin Donuts como
carnadas para atrapar a peces con aspiraciones a ser ballenas, el Dios
saludable pone a disposición de los ateos y diabólicos las dietas; esos Padres
Nuestros y Aves Marías que se rezan como penitencia para curarnos del pecado de
alimentarnos con holgura. Las dietas también enfrentan las contradicciones evolutivas
del Homo Sapiens. La selección natural, que elige a los más fuertes y aptos
para la vida, parecería bendecir a los cuerpos normales y libres de enfermedades;
también descarta a los pasados de peso con maldiciones como la hipertensión
arterial, el colesterol alto, la diabetes y la obesidad, esa moderna epidemia
que asusta a los centros de salud y aumenta los presupuestos públicos para su
combate. No obstante, los porcentajes de gente con sobrepeso aumentan,
provistos de paladares omnívoros híper desarrollados y cisternas repletas de
grasa listas para hipotéticas hibernaciones, para terror de los fieles al Dios
saludable. Las mutaciones se convierten en norma y no en excepción. Posiblemente,
la evolución piense en un hombre robusto y rechoncho en una próxima generación.
¿Y si al final los gordos se comen a Darwin?. El tiempo lo juzgará.
* Juan Orozco, de la frase
popular: “Soy como Juan Orozco, cuando como no conozco”