lunes, 22 de julio de 2013

La esquina de los meones

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Mi padre celebró su cumpleaños en una cárcel. Lo arrestaron por ingerir bebidas alcohólicas en la vía pública. Una vecina argüendera alertó a mi madre, “oiga doña, ya se llevó la policía a su marido”. La esposa del detenido mudó de rostro, se limpió los ojos, pasó saliva por una rendija de la garganta, carraspeó con furia y se quejó con su hijo. “Ya se llevaron al bote al borracho de tu padre, por andar tragando mierda con sus amigotes en la puta esquina”.

Vaya que esa esquina era promiscua. Era la amante que le robaba el marido a mi mamá. La esquina era seductora, joven, con caderas anchas y olía a perfume barato. Una mujer mala, una prostituta a la que acudían electricistas, albañiles, maestros y comerciantes para recibir sus caricias. Durante diez años, del 2002 al 2012, nunca entendí lo que veía mi padre en esa chica para desperdiciar horas y dinero en ella. Habría dado mi reino para tener la vista de mi padre y ver ese bosque de verdes árboles que el percibía, allí donde yo solo veía desierto. ¿Qué era lo atractivo de esa esquina donde se encontraban las calles Azucenas y San Marcos de la colonia Las Bóvedas, que atrapaba a la materia como un agujero negro?

Una tienda. La famosa esquina solo era una vulgar tienda. La fachada estaba decorada con garabatos de aerosol y un anuncio de una cervecería, en colores blanco, azul y amarillo. La tienda tenía una banca de cemento que funcionaba como un bar de acceso gratuito, el centro de las reuniones donde se condensaban las historias de todo el barrio de las Bóvedas. Cuando el local desenrollaba el portón, se protegía con un cancel cuya pintura blanca se descarapelaba como los restos de piel que desprende una lija de las plantas de los pies. Al entrar a la tienda, los olores de comida recién comprada y botanas enchiladas se fusionaban con el humo de cigarro que desprendían tanto clientes como recepcionistas. El suelo de azulejo blanco, era la extensión de la calle, con líquidos derramados que el tiempo se encargaba de secar, tierra aferrada al suelo como una mancha de aceite en una cochera, chicles viejos que encontraban su panteón en suelas de zapato y paletas quebradas por críos berrinchudos. Los perros y los niños compartían piso en horas de juego y siestas vespertinas. El almacén de la tienda hospedaba decenas de cajas de cartón y centenares de botellas vacías. El techo del edificio alojaba a su vez las hojas de los árboles cercanos y balones de futbol. La banqueta de la esquina estaba en mal estado, con el pavimento fragmentado y levantado, y una coladera donde las personas arrojaban el alcohol que se almacenaba en sus vejigas. Dos árboles de troncos viejos y raíces desparramadas en el pavimento daban protección a la tienda de la lluvia y los balonazos de los chicos del barrio.

Mi familia vivió diez años cerca de esa esquina. Tres años enfrente, en la calle Azucenas, en una planta alta al lado de una anciana reumática que intentaba recuperarse de sus dolencias en base a rosarios católicos y quema de plantas exóticas proporcionadas por la medicina de los chamanes. Los siete años restantes vivimos al lado de esa tienda, vecinos de esa seductora esquina, en la calle de San Marcos. No obstante, tener una tienda cercana a mi casa no me reportó beneficio alguno. Prefería caminar a otro establecimiento donde tuvieran lácteos, huevos y otros alimentos necesarios para comer tres veces al día. El comercio solo vendía líquidos caducos, baratijas chinas y comida descompuesta o sujeta a análisis de laboratorio. La prosperidad de esta tienda estaba en las papitas, las coca colas, venta indiscriminada de cigarros sueltos y la pieza reina del ajedrez, la cerveza. Un día fui por leche a este comercio y me vendieron un cadáver que tenía un mes de putrefacción. Cuando vivíamos en la casa de la calle San Marcos, mi mamá se quejaba del hotel para roedores en que se había convertido nuestra cocina, gracias a la granja bovina ubicada tras nuestras fronteras.

Tal vez no necesito de los ojos de mi padre para ver el atractivo de un lugar tan insalubre, tan parecido a otras esquinas y otras tiendas que hicieron prosperidad por ubicarse en la siempre atractiva intersección de dos calles. Esta tienda era un lugar de convivencia social, sujeto a la lengua viperina de santurronas de iglesia y al desaliento de esposas e hijos que perdían por horas a sus seres queridos. Principalmente por las tardes, pero también los lunes por la mañana, la tienda de la esquina daba protección y cariño a decenas de adultos para platicar. Mi padre era actor principal de casi todas las películas filmadas en este lugar, repartía dinero en caguamas como Cristo multiplicó los panes y los peces, contaba los chistes que hacían reír a carcajadas y en albures era casi invencible. Los otros borrachines no sabían cómo reparar el agravio de saberse violados, ultrajados, chingados y mancillados en su hombría con palabras audaces y metáforas encriptadas y venenosas. Como Santos Rodríguez, quién nos rentó la casa al lado de la tienda y era un electricista con legendarias borracheras como trofeos de guerra.  O el “Fallo” y sus hermanos, que tenían unos ojos gigantes donde las pupilas apenas cabían en ellos. Gilberto, el electricista con bigote cuyo hijo Orlando salió bueno pa’l jale y malo para la escuela. Benjamín, el narcoplaticante que intimidaba con su corpulencia de guardaespaldas, su barba de candado y su vestimenta de ranchero usando una mochila de Winnie Pooh para guardar sus pertenencias. El “Tuca”, un hombre con exceso de hijos que armaba quinielas futboleras en el mercado del Mar para mantener una casa de cemento y tierra que se caía a pedazos. Y muchos nombres más, que fumaban cigarros como chimeneas, se quejaban de sus esposas fodongas y tercas como mulas, despotricaban contra los patrones o la falta de “jale”, contaban chistes colorados, narraban sus peleas contra tipos que los miraban por arriba del hombro, le daban suelto a sus hijos para que compraran papitas en la tienda o simplemente bebían mientras escuchaban y decían “si” a todo. Refugiados en un campo de concentración, los presos por la rutina diaria, por la baja remuneración de sus salarios, por la incomprensión de sus esposas y los desaires de sus hijos, por el silencio de Dios a sus ruegos, por la derrota de su equipo futbolero favorito o la muerte de un tío o un abuelo, todos se reunían para olvidarse de ellos mismos en una larga y estentórea carcajada. Una liberación que sólo la esquina podía ofrecerles.

En la esquina se contaban muchas historias. Una vez, Santos estaba en un palenque y animó a su gallo a pelear dándole palmaditas en el trasero. Mi padre decía entre risas que eso era imposible, ya que el gallo debe capearse y soltarse, no estimularlo como un caballo dócil para que haga su trabajo de matar a otros gallos.  Otro día, Santos sentenció que los libros son inútiles para la vida diaria y las escuelas despilfarran el tiempo, únicamente el trabajo duro llevaba dinero a la casa. Lo anterior, mientras mi papá presumía de la cultura general de su hijo. Por lo general, las pláticas también daban pie a la demostración de habilidades. Mi papá le demostró a sus compas que podía abrir la botella de cerveza con un encendedor. Otros días, hacían competencias de resistencia para ver quién tomaba más alcohol sin embriagarse. Unos sujetos podían mear sin tocarse el pito con las manos ni mojarse los pantalones. Por lo general, mi padre les ganaba a todos en soltar piropos poéticos a las chicas que pasaban por la esquina con versos como “Chiquita, mija”. Los más jóvenes hacían lagartijas en la banqueta y los más viejos se recargaban intimidados en la pared. La suerte que más me impacto fue cuando mi padre y Santos se calzaron los guantes de boxeadores y se pelearon en la calle con la protección de los encordados de gente curiosa, sobre todo niños y jóvenes. Ese día pedí que alguien le partiera la cara a mi papá, pero ambos boxeadores eran tan lentos, sus movimientos recordaban tanto a la rigidez de los elefantes, y la ebriedad era tanta que apenas veían donde estaba el blanco que debían golpear, que la batalla pugilística se convirtió en un sketch.  Todas estas demostraciones se hacían mientras los narcocorridos ladraban con fuerza desde los coches de los bebedores y los clientes de aquella tienda aullaban como coyotes cuando algún coro o melodía de banda les recordaba a algún valiente aplacado a putazos, a una niña que los ridiculizó como cornudos o un compadre que se fue pa’l otro lado.


Mi padre hizo muchos amigos en la esquina, pero un día decidió que era el momento de abandonar a la amante que lo alejaba de su familia. La tienda perdió una fuente considerable de ingresos. Un nuevo hombre, reformado por la filosofía pragmática de los doce pasos de Alcohólicos Anónimos, gastó los últimos dos años de su vida en la esquina predicando en tierra de sordos. Un día Santos le pidió la casa y nos fuimos a vivir en nuestro actual hogar. Había una esquina, pero ya no había tienda, por lo que las asambleas fueron perdiendo de a poco a sus integrantes. Mi padre me cuenta que en esa esquina todavía se reúnen, de vez en cuando, Santos, Gil y otros conocidos. Ya no los llama “amigos”. Mi madre tiene motivos para no preocuparse, ha recuperado a su hombre.


Aquel día de su cumpleaños, mi padre, mi madre y yo teníamos que viajar a Autlán, pueblo jalisciense donde viven mis abuelos y tíos paternos.  Saldríamos por la mañana, pero la noche previa en que los policías se llevaron a mi padre aplazó el viaje para la tarde. Mi padre soltó seiscientos pesos para que lo dejaran en libertad, mientras el Poder Judicial de Zapopan se llenaba los bolsillos para hacer valer el año de Hidalgo a escasos días del Año Nuevo y el consiguiente cambio de administración. “Solo me bebí dos cervezas y los pinches policías me llevaron a la Curva”, nos dijo mi papá. Era cierto, no estaba ebrio. Esa noche fue la única en que la Esquina (así, en mayúsculas) traicionó a uno de sus hijos y le negó su protección. El resto del tiempo, yo era el que lo sacaba a rastras de la tienda.  Ahora veo la Esquina con simpatía, como una anécdota graciosa que no pierde su vigencia narrándola varias veces. Creo que la Esquina no morirá. Los padres dejaran a sus hijos la responsabilidad de mantener vivo este lugar con sus charlas y sus meadas de borrachos. Al menos, claro, que vengan otros policías a llevárselos a los separos.