viernes, 15 de febrero de 2013

La religión de las dietas


Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

   Para aliviar la pereza, Dios creó el trabajo. Para acabar con la lujuria, se inventaron los cinturones de castidad, los pelos en la mano y las religiones monoteístas. Para abatir la gula, la humanidad se impuso a sí misma la dictadura de las dietas. La alimentación, indispensable para la vida de las personas, se convirtió en un recurso mal repartido como casi todos los objetos valiosos de este mundo. Millones de personas mueren de hambre, y otros tantos se mueren de comida. A los suicidas de amplio estómago, a los acopiadores de comida chatarra, a los adictos al colesterol alto, las grasas “trans” y los carbohidratos inútiles, a todos ellos se les presentan las dietas como penitencias para aliviar el pecado. El pecado de retar a Dios en su última cena y pedir doble ración de cuerpo de Cristo en todos los desayunos, comidas, cenas y entremeses de la vida terrenal.

   Las dietas surgen cuando los gordos y los obesos notan incompatibles sus intereses con los deseos estéticos de la sociedad o con las quejas recurrentes de un cuerpo maltrecho, incapaz de trasladar excesos de grasa sin sufrir ciertos achaques. En el primer caso, cientos de carteles publicitarios, folletos de nutrición, secciones de cocina sana en la televisión,  modelos anoréxicas, metrosexuales con pectorales de roca, y comentarios sibilinos de familiares y amigos del tipo “¡Ay!, te creció un poco la pancita” o “Estás algo crecidito, ¿eh?”, movilizan al pecador de gula a una reconversión milagrosa.  En el segundo panorama, los fanáticos del aceite espumoso en las cazuelas y los frecuentadores de taquerías se enfrentan a sus pesadillas corporales; pulmones silbadores, piernas de elefante, brazos esponjados, caras abotagadas, camisas que no cubren todo el frente, pantalones que no cierran, arterias congestionadas de triglicéridos, corazón con tanque de oxígeno incorporado, entre otros síntomas que impiden al goloso conciliar el sueño. Cuando el hombre se fastidia del sonido de la cornucopia, hace trámites para resguardarse en la vida monacal de las dietas. Para lograr éxito en el monasterio, los dueños de panzas esféricas deben probar una corona llena de espinas que el hombre común y sedentario ve difícil colocarse en la cabeza. A esa aureola se denomina fuerza de voluntad.

   En los detractores de lo esbelto, la dieta es un enfrentamiento con el modus vivendi, un régimen molesto e incómodo para salir de la rutina. Para mantener el privilegio de soportar mejor los atracones que la gente delgada, la fuerza de voluntad a menudo sucumbe ante la tentación del antojo. El antojo remueve con furia las facultades olfativas de una persona que ha convivido a lo largo de su existencia con perfumes de barbacoa, tripa, birria y otras esencias, a menudo extraídas de rosticerías, parrillas y freidoras. En estos casos, el pan o la tortilla susurran al inconsciente, “hoy no hagas ejercicio”, “mejor mañana inicias con la dieta”, o “no pasa nada si te zampas dos o tres de buche”. La tentación siempre radica en el futuro. ¿Han visto los carteles de “hoy no fío, mañana sí”?, la voluntad débil, la que se posterga para mañana, siempre vive de lo fiado, sin ser de fiar. Para hacer una dieta, se necesita poseer una estoica disciplina para no derrumbarse por enésima vez en los excesos; el antojo invade, cual Atila el Huno, sobre la corrupción y la decadencia romana de los tragones profesionales. Una voluntad empequeñecida por la comida sólo refuerza un apacible prólogo del remordimiento, es el perpetuo recreo escolar sin una segunda campanada.

   Si se logra acrecentar la voluntad, el nuevo régimen dietético se presenta al recién incorporado a sus filas como una religión con muchas sectas. Cientos de dietas desfilan en pasarela y muestran sus atributos, obra, vida y milagros. Por ejemplo, tenemos a la dieta del Dr. Atkins, que exige a su feligrés dejar de lado las tortillas, las frutas y todo lo que apeste a carbohidratos, y concentrarse en la ingestión de proteínas. Otras propuestas para bajar de peso se basan en comer un solo platillo al día, atrabancarse de frutas y verduras, desechar las carnes rojas en favor de un vegetarianismo cercano a las prédicas de los ecologistas políticamente correctos, beber fibras para aflojar los esfínteres y rellenar los cántaros de nuestras vejigas tomando litros y litros de agua. Los nutriólogos son aficionados a las matemáticas, porque cada comida que proponen en sus dietas es pesada, medida y contada. La calculadora se convierte en herramienta de primera mano para sus practicantes. Las dietas racionadas se trasladan al laboratorio. La comida se mide en onzas y gramos; el agua, en sorbos y mililitros. Ante un panorama tan imbricado, el aspirante a bajar las lonjas se desanima y corre a la rosticería más cercana, pero incluso quienes realizan dieta y logran reducir algunos cientos de gramos pierden la batalla ante Juan Orozco*. El pecador baja la guardia, los kilitos perdidos regresan a casa, y el pecado aloja sus chivas en la panza.

   Así pues, las dietas muestran a los gordos el camino a una vida carente de enchiladas y huaraches repletos de carne. Pero hacerlas demanda la renuncia a los banquetes dionisiacos. El placer de comer es inhibido por la abstinencia, y pasar hambre no es más un defecto sino un sacrificio para acercarse a la divinidad. El nuevo Dios a glorificar tiene sus seguidores en personas que compran libros de nutrición, se inscriben en gimnasios y medios maratones, consumen barras energéticas, alertan a los no creyentes sobre los peligros de los transgénicos y la comida procesada, y levantan altares a las zanahorias, el brócoli y la papaya. Ante la expansión del imperio del mal, que construye McDonalds, Taco Bell y Donkin Donuts como carnadas para atrapar a peces con aspiraciones a ser ballenas, el Dios saludable pone a disposición de los ateos y diabólicos las dietas; esos Padres Nuestros y Aves Marías que se rezan como penitencia para curarnos del pecado de alimentarnos con holgura. Las dietas también enfrentan las contradicciones evolutivas del Homo Sapiens. La selección natural, que elige a los más fuertes y aptos para la vida, parecería bendecir a los cuerpos normales y libres de enfermedades; también descarta a los pasados de peso con maldiciones como la hipertensión arterial, el colesterol alto, la diabetes y la obesidad, esa moderna epidemia que asusta a los centros de salud y aumenta los presupuestos públicos para su combate. No obstante, los porcentajes de gente con sobrepeso aumentan, provistos de paladares omnívoros híper desarrollados y cisternas repletas de grasa listas para hipotéticas hibernaciones, para terror de los fieles al Dios saludable. Las mutaciones se convierten en norma y no en excepción. Posiblemente, la evolución piense en un hombre robusto y rechoncho en una próxima generación. ¿Y si al final los gordos se comen a Darwin?. El tiempo lo juzgará.


* Juan Orozco, de la frase popular: “Soy como Juan Orozco, cuando como no conozco”